Este texto se presentó como prólogo de la segunda edición de Transgénicos: la guerra en el plato, Buenos Aires, 2000 y 2017.
Han pasado casi veinte años, un período considerable para enjuiciar efectos, y podríamos ser optimistas si pensamos en la impunidad con que a fines del siglo pasado se exaltaba en el periodismo comercial argentino, en los medios de incomunicación de masas en general, el «tecnodesarrollo» de productos transgénicos; la inocencia y/o la «docta ignorancia» con que se hablaba entonces de las fórmulas de la agroindustria y de las virtudes «milagrosas» del glifosato -el herbicida apto para la sobrevida de plantas transgénicas, mejor dicho el ‘matatodo’ salvo la planta que tiene un gen protector propio u obtenido mediante transgénesis que es lo más común─, y lo que dio lugar a una nueva industria; la ingeniería genética, prestamente rebautizada biotecnología; el prefijo «vida» vende mucho, los laboratorios bien lo saben.
Seguimos acumulando «bombas de tiempo»; el papel de Argentina como el de la inmensa mayoría de los estados «nacionales» sigue siendo nefando, anodino o cómplice en las conferencias mundiales sobre biodiversidad u otras de índole similar organizadas desde la ONU, para atender la problemática ambiental (1).
Durante los primeros quince años del nuevo siglose registra un avance sostenido, aunque persistan los bolsones de resistencia. Es el ingreso paso a paso de más y más estados, de más y más regiones al universo de la siembra directa, de la quimiquización de los campos, al reino de la agroindustria.
En América del Sur, luego del aposentamiento de las transnacionales agroindustriales en la «República Unida de la Soja» (Argentina Brasil, Paraguay, Uruguay, Bolivia), avanza lentamente la sojización y la transgenetización en el norte sudamericano. Es cuando Gustavo Grobocopatel, un campesino «sin tierra» y políticamente chavista según sus propias definiciones, inicia su operación de implante del modelo agroindustrial en Venezuela. Conflicto a la vista, porque Chávez, políticamente advertido de los procesos del capitalismo globocolonizador se había opuesto terminantemente al ingreso de OGM en el campo venezolano.
Colombia y su gobierno, orientado desde Israel y EE.UU., acepta sin mayores dificultades la modernización rampante que nos sigue revelando que la tecnología de gran escala es parte del problema, no de la solución, como procuran hacernos creer desde las usinas ideológicas del régimen, incluidos los personales regulatorios públicos.
En este aspecto seguimos como hace veinte años. La FDA, por ejemplo, prosigue su política prescindente, su cesión de responsabilidad, depositándola en las empresas, que ya sabemos no se rigen por la responsabilidad social sino por la rentabilidad y a secas.
En 2010 se forja una red en Argentina, la de Médicos de Pueblos Fumigados. La actividad, la investigación y la denuncia de médicos comprometidos ante la contaminación ambiental y la consiguiente producción de enfermedades venía de tiempo atrás, pero en ese año se concreta la red, en buen medida como resultado de la valiente gesta vecinal en Barrio Ituzaingo, en la provincia de Córdoba, que logra se compruebe finalmente la acción contaminante de la agroindustria.
Una coyuntura territorial, física, hizo una diferencia decisiva como para que el aparato judicial pudiera actuar (o no tuviera más remedio que hacerlo): muchas ciudades han ido perdiendo su cinturón de quintas, las que proveían tradicionalmente de verdura y fruta a las ciudades; la agroindustrialización ha ido desplazando y desmontando la pequeña producción rural y la ciudad se provee así desde megacircuitos; por ello se produce a menudo el fenómeno de que la producción rural en base a baterías químicas llega hasta los lindes de una ciudad; eso fue lo que pasó con Barrio Ituzaingo en Córdoba. Al principio, eso significó la risueña novedad para los niños de ver sobrevolar las avionetas descargando… su veneno. Pero muy pronto los vecinos más perspicaces empezaron a unir la ola de enfermedades que arreciaba entre ellos con aquellos sobrevuelos. Finalmente se pudo verificar que, por ejemplo, el agua de los depósitos hogareños estaba totalmente contaminada con los herbicidas con los que rociaban y «preservaban» los cultivos de soja. Se logró finalmente, 2012, una ordenanza prohibiendo el vuelo rasante o incluso el uso de mosquitos fumigadores a menos de 500 metros para glifosato y 1500 m. para endosulfán. Además fueron procesados productores y aviadores por daño consciente.
De más está señalar la insuficiencia patética de tales restricciones.
En 2015 han sobrevenido algunos hitos que podrían tener significación mundial para la implantación de OGM (o su prohibición); Steven Druker, un estadounidense que viene bregando por frenar la transgenetización acrítica de los cultivos, publica, en EE.UU., un nuevo libro, Altered Genes, Twisted Truth (Genes alterados, verdades en entredicho). Druker representa una red de refractarios a los alimentos GM que mantiene un juicio contra la FDA desde hace por lo menos 15 años.
En marzo de ese mismo año la OMS declara, a través de su IARC (International Agency for Research on Cancer, Agencia Internacional para la investigación sobre cáncer) que el glifosato es «probablemente cancerígeno». Estamos hablando del herbicida que ha sido desde mediados de la década de los ’90 hasta ahora la llave maestra para la implantación de vegetales transgénicos. Cuya toxicidad fue advertida hace mucho. Veinte años demorando el juicio.
Monsanto-Bayer no quedó conforme, claro está, con el dictamen del IARC, que pateaba en contra de los intereses de las transnacionales y sus apoyos gubernamentales. No bien salido el informe de la IARC, los comentarios desde los laboratorios afectados fueron del tipo: ‘No es tan peligroso, el alcohol lo es más«. Con lo cual no negaban ─observemos esto─ la toxicidad del herbicida pero a la vez le daban algo así como el rostro risueño de «una copita». Magistral maniobra, habría comentado Macchiavello.
Entonces, otro ente asesor, el JMPR (Joint Meeting FAO-WHO of Pesticide Residues, Comité Conjunto sobre Residuos de Pesticidas), otro ente asesor de la OMS, devolvió la tranquilidad a los fabricantes de glifosato y a la agroindustria en general, dictaminando que «es poco probable que haya riesgo de que el glifosato sea carcinógeno para los seres humanos, en una exposición a través de la dieta.» En mayo de 2016, entonces, es decir 14 meses después, la OMS da marcha atrás con su dictamen de un año antes: el sistema de «puertas giratorias» revelaba su funcionamiento (una vez más, obviamente).
El JMPR desplaza el foco de atención: estima las «ingestas diarias admisibles» (IDA) de plaguicidas para las personas, dejando a un lado la atención sobre quienes trabajan y trajinan a diario con un veneno, concentrando la atención en los consumidores. Y respecto de éstos, se establece una suerte de «hacer de necesidad virtud»: los laboratorios no sólo emplean, y abundantemente, tóxicos para ofrecernos alimentos sino que nos quieren hacer creer que eso es admisible (es la jerga que emplean), aceptable, acercándonos peligrosamente a la idea de lo saludable.
Observe el lector cuáles son las funciones que la misma JMPR presenta como propias; «recomendar límites máximos para residuos de plaguicidas […].» Está fuera del análisis si puede haber producción de alimentos sin plaguicidas.
Cuando declaran que «es poco probable que haya riesgo […] en una exposición a través de una dieta«, no sólo ignoran a los que trabajan con dicha sustancia, sino también a los miles de campesinos que se han suicidado (especialmente en India) con un vaso de glifosato (porque las políticas crediticias los han fundido).
«Ingesta diaria admisible» IDA. Ingesta diaria resultado de una determinada forma de producir alimentos. Que si fuera necesaria, en todo caso habría que reconocer que es tóxica, pero con Public Relations nos quieren hacer creer que no genera enfermedad.
Esta comisión, JMPR asesora a la FAO, a la OMS y a sus estados miembros. Tal vez lo más significativo esté en cómo se integra la JMPR.
Dice su folletería oficial en internet: «Selección de los miembros. Los expertos desempeñan sus funciones a título personal, y no como representantes de su país u organización.» En una palabra, no responden sino a su visión e interés personal, que es seguramente muy, pero muy bien atendido por laboratorios que ganan miles de millones de dólares anuales. Constituido entonces el JMPR por una casta de profesionales cooptados.
Se trata de una comisión organizada desde el mundo empresario, pero investida de autoridad a través de las redes de la ONU como para que se presenten como «ciencia». En rigor, se dedica a calibrar cuanto veneno, cuántos tóxicos podemos ingerir… sin caer fulminados tan de inmediato como para que se rastree la causa.
Con el minué del IARC-JMPR, podemos verificar que estamos lejos de haber superado el tecnooptimismo con el cual se implantara la agroindustria basada en productos químicos. No sólo la de alimentos transgénicos, ciertamente, sino desde antes la llamada agricultura a gran escala.
Este movimiento del capital (de la industria y de la tecnología) sigue, al parecer, gozando de buena salud, valga la paradoja de usar tamaña expresión para agentes de las más extendidas y atroces enfermedades fuera de control.
De cualquier modo, en estos veinte años el ensanche de la resistencia a la invasión química parece haber crecido, porque se advierten más los ‘efectos no buscados’ de tantos desarrollos «promisorios».
La advertencia de Rachel Carson, de hace más de medio siglo, Primavera silenciosa, sigue en pie.
Porque ya conocemos el origen de algunas manifestaciones de esa invasión química, porque hemos verificado transformaciones relevantes a nivel planetario, como la temible plastificación de los mares y el depósito de milimétricas o micrométricas partículas de plástico sobre los fondos marinos, ahogando los ciclos vitales allí existentes (tengamos presente que el fondo oceánico es ─tal vez era─ el mayor almácigo planetario…).
Porque la humanidad se está adueñando, mejor dicho haciéndose esclava de toda una gama de enfermedades nuevas ─como las autoinmunes─ a las cuales muchas hipótesis asocian con productos químicos desconocidos actuando en nuestros cuerpos.
Porque la cuestión de los alimentos transgénicos y su implantación depende de agentes químicos protectores de tales cultivos mediante la eliminación del resto de «la competencia» (un crudo mentís agrícola al liberalismo filosófico, por cierto…).
En 2015 sobreviene la prohibición total de OGM en Filipinas. Ignoramos cómo se procesará esta última política con un presidente filipino como el actual, partidario acérrimo del asesinato público de narcotraficantes y de mano dura contra el delito, con acentos xenófobos. Claro ejemplo que los transgénicos sirven para un barrido o para un fregado. En ese mismo año registramos la lucha por ingresar con OGM en «el granero de Europa», la rica tierra ucraniana. Europa ha sido hasta ahora el continente con menor producción transgénica, a partir de una resistencia social bastante amplia (muy pocos países han autorizado OGM, como España).
En 2016, al lado del escalofriante retroceso en el ámbito de la OMS que ya vimos, sobrevino otro episodio de potencial amplitud y posible alcance mundial: los militares de la provincia china de Heilongjiang han dispuesto la prohibición de soja GM durante cinco años. Es «apenas» una provincia, pero china, es decir, se trata de una población de más de 40 millones de habitantes.
No queda claro si la prohibición de soja GM rige únicamente para sus militares o cubre el consumo provincial. La decisión proviene de la sospecha que tienen sus investigadores de que una serie de enfermedades nuevas o multiplicadas tienen que ver con el hasta ahora intenso consumo de soja GM o de alimentos confeccionados con dicha soja (origen EE.UU., Brasil, Argentina).
Aunque transitoria y parcial la medida, coloca un gran interrogante sobre el porvenir de la soja GM. Fundamentalmente, porque se suma a otras muchas advertencias.
Aunque por las latitudes platenses sigamos ajenos y en el mejor de los mundos. Los 20 millones de ton. del 2000 son ahora más de 50 y los 70 millones de lts. de glfosato de entonces son ahora unos 350 millones (la diferente proporción en los aumentos de cultivo y herbicida revelan que cada vez se aplica más agrotóxico por unidad de suelo).
Esa impavidez es fronteras adentro. Estuvo de visita en febrero de 2017 un periodista italiano, Gaetano Pecoraro (2), que quedó asombrado y atemorizado por el estado sanitario del país en las zonas fumigadas (un tercio aproximado de toda la Argentina), donde registró una inusitada cantidad de casos de cánceres, malformaciones congénitas, anencefalias y otras enfermedades vinculadas con toxicidad.
Pero de esto hablará Pecoraro en Italia. Porque aquí ni nos enteramos.
Notas:
(1) Vale la pena recordar que en dichos encuentros ha habido algunas voces de alerta como aconteció con la delegación boliviana que no acordó en la cumbre mundial de cambio climático de 2010, en Cancún la aceptación del límite de 2 grados centígrados para el calentamiento planetario recordándonos que ya 1 constituía una alteración de consecuencias gravísimas.