Si usted fuera a una tienda y viera un anuncio de galletas que dice «no hay pruebas de que sean malas para la salud», ¿las compraría? Yo no, y creo que nadie más. Sin embargo, este es el argumento que utilizan las multinacionales productoras de transgénicos y los científicos que los defienden, para decir que […]
Si usted fuera a  una tienda y viera un anuncio de galletas que dice «no hay pruebas de que sean  malas para la salud», ¿las compraría? Yo no, y creo que nadie más. 
Sin  embargo, este es el argumento que utilizan las multinacionales productoras de  transgénicos y los científicos que los defienden, para decir que quienes se  oponen a esos productos no son racionales. Los gobiernos de varios países  latinoamericanos compran esas «galletas» (sepa usted a qué precio y con qué  dinero) y, para justificarse, hacen leyes que paradójicamente llaman de  «bioseguridad», en teoría para regular los transgénicos, pero que la única  seguridad que protegen es la de la inversión de las multinacionales. 
Por  ejemplo, en Estados Unidos -el mayor productor de transgénicos en el mundo- los  estudios y evaluación para decidir si se permite un cultivo transgénico los hace  la propia empresa que los produce. Con estas leyes en la práctica todos  estaremos obligados -o, al menos, expuestos- a comer esos productos que nadie  puede afirmar que sean sanos, sino solamente que no hay pruebas de que sean  malos. Como las empresas no están precisamente buscando esas pruebas, somos las  víctimas entonces las que tenemos que demostrar que hay problemas, en lugar de  que el puñado de inescrupulosas multinacionales que producen transgénicos y los  políticos que las protegen tengan que asumir su responsabilidad por poner en  circulación productos potencialmente dañinos. 
Hay poquísimos científicos  estudiando los posibles impactos de los transgénicos sobre la salud y el  ambiente. Los que lo hacen y no están vinculados con la industria son  calumniados y atacados ferozmente por una comunidad «científica» de  biotecnólogos y afines, en su mayoría financiados directa o indirectamente por  las trasnacionales biotecnológicas. 
A contrapelo de esta realidad,  científicos que trabajan en forma independiente, como el doctor Terje Traavik,  de Noruega, han encontrado en 2004 resultados alarmantes: alergias en campesinos  debido al polen del maíz transgénico; recombinaciones de virus contenidos en  vacunas transgénicas, en células animales y humanas que ocasionan híbridos de  virus con efectos impredecibles, así como actividad del gen de virus contenido  en los promotores de los transgénicos, sobre células animales, que puede activar  o desactivar otros genes dentro de los organismos, con efectos desconocidos.  
La contaminación de los cultivos es inevitable una vez que los transgénicos  llegan al campo, ya que los cultivos se cruzan abiertamente, emiten polen,  entran en contacto con insectos, viento, etcétera. Sin embargo, de nuevo son las  víctimas quienes tienen que probar que hay contaminación y correr con los gastos  y problemas que esto implica. 
Por ejemplo, para poder detectar si hay  contaminación transgénica en un cultivo dependemos de que las compañías que los  producen entreguen la información y los elementos que permiten saberlo. Las  empresas son renuentes a entregar esta información, pero cuando lo hacen -por  ejemplo, las empresas que compran caro los derechos de uso para detección- es  imposible garantizar que sea correcta, ya que la construcción transgénica está  mostrando ser inestable y, una vez en circulación (más aún si se trata de  contaminación y por varias generaciones), puede haber cambiado, por lo que no es  posible reconocerla. 
Un estudio reciente realizado por tres científicos de  Inglaterra (Ricarda Steinbrecher, Allison Wilson y Jonathan Latham, Genome  Scrambling, Myth or reality?, Econexus, UK, febrero de 2004) hace una extensa  revisión bibliográfica y da cuenta de que las alteraciones imprevistas del  genoma en los transgénicos son altamente frecuentes, no sólo alterando la propia  secuencia transgénica, sino también otros genes de los organismos donde se  insertan. 
Se encontraron este tipo de alteraciones, por ejemplo, en los  cultivos transgénicos más difundidos en el mercado, como la soya tolerante a  glifosato Roundup Ready, de Monsanto, el maíz insecticida Yieldgard Mon810 y Mon  863 de Monsanto, el maíz Liberty Link T25 de Aventis (Bayer) y el maíz Bt176 de  Novartis (Syngenta). 
Esta inestabilidad dificulta o hasta puede hacer  imposible su detección por algunos métodos -que además son los únicos que los  científicos pro transgénicos aceptan como válidos-, pero sobre todo significa  que no se sabe qué efectos pueden tener esos cambios en las plantas  contaminadas, ya que hay genes extraños y de la propia planta que podrían estar  alterados y producir, entre muchas otras posibilidades, deformaciones,  esterilidad o la activación de elementos alergénicos en la planta. 
Es decir,  los transgénicos no aportan nada -producen menos y usan más químicos que los  convencionales-, pero pueden estar dañando en forma irreversible las plantas  que, a decir de Aldo González, indígena zapoteco de Oaxaca, «sí sabemos que son  sanas: 10 mil años de prueba lo demuestran». 
Silvia Ribeiro es investigadora del Grupo ETC


