El poder construye su memoria con sofisticados recursos y simula una distancia benévola con el pasado.
Hace tiempo que el término transición se incorporó de pleno al lenguaje corriente en España. Se refiere, cuando menos, al proceso de cambio político que durante la segunda mitad de los años 70 condujo de la dictadura de Franco a la monarquía parlamentaria que hoy rige el país. El terminó se acuñó en plena dictadura, como si al invocarse pudiera prefigurar el horizonte de su salida. Luego tuvo éxito a la hora de connotar el modo en que se produjo el paso de un régimen a otro, que no fue el de un corte violento, ni tampoco el de una ruptura democrática en sentido estricto. Como es sabido, se trató de un proceso negociado entre los mandatarios que habían heredado el aparato del Estado de la dictadura y los dirigentes de los partidos de la oposición democrática. Si los primeros hicieron valer el peso, para nada baladí, de una estructura de poder obsoleta que controlaban precariamente; los segundos trataron de canalizar el impulso democrático y socializante de una parte importante de la sociedad española.
Aquellos hombres y mujeres de la transición militaron en partidos ilegales y se organizaron en movimientos sociales (obreros, vecinales, estudiantiles, feministas) capaces de quebrar el orden público y de hacer despuntar, entre las fisuras del régimen, distintas alternativas. En su día a día protagonizaron formas de participación política, de experimentación cultural y de vida misma sustraídas al control social y moral del franquismo[1]. En muchos casos, aquellas experiencias resultaron más avanzadas que los hábitos luego ahormados al marco institucional de la transición o que la cultura política que en las décadas posteriores buscó legitimarse en ese momento fundacional. De este modo, la transición podría verse como un sfumato; es decir, no solo como la difuminación de la dictadura en la democracia actual, sino como una suma de capas vivenciales que compuso una atmósfera propia y adquirió una profundidad todavía hoy no del todo sondeada. Las entrevistas que Maya Adereth y Javier Padilla nos ofrecen en este dosier nos permiten captar ese ambiente y palpar algunas de sus texturas.
A esa realidad políticamente activa cabe oponer la de otra parte de la sociedad muy amplia y diversa, propensa al consenso pasivo y cuyas tendencias políticas –troqueladas durante una vida de socialización bajo el franquismo– se movieron entre un tímido deseo de cambio y el miedo a los efectos que de él pudieran derivarse. Entender la transición española pasa por cobrar conciencia de hábitos sociales muy estructurados por la experiencia autoritaria y desarrollista del franquismo; por la pervivencia de sus resortes represivos, jurídicos, burocráticos y mediáticos; y por un marco internacional donde los márgenes de actuación estaban limitados por el trazado de las áreas de influencia de la Guerra Fría.
Pero entender la transición pasa también por captar aquel tiempo de crisis orgánica en las formas de dominio, donde la ruptura de los automatismos sociales amplió la capacidad de atracción de nuevos campos culturales de fuerza y amplió el margen para la acción política. La archicitada frase del genial Vázquez Montalbán –que explicaba la negociación del cambio de régimen como resultado de “una correlación de debilidades”– es útil si al mismo tiempo se cobra conciencia de que, en momentos de crisis y excepción, toda correlación de fuerzas es inestable y móvil. Concebida en su estatismo, la tan traída “correlación de debilidades” se ha utilizado para decretar que en la transición se hizo lo único que se podía hacer: un argumento, en virtud del cual, lo real se traspone en lo racional, lo acontecido en lo óptimo y lo óptimo en lo venerable. Sin embargo, sabemos que las narraciones del pasado pecan con frecuencia de retrodicción y presentismo, y que esa trasposición argumental suele hacerse en sentido inverso: desde la veneración del presente los hechos previos se disponen de tal forman que solo podían conducir a ese destino, a la legitimación de semejante destino[2].
Ese recorrido inverso hacia la transición se realizó sobre todo en los ochenta y noventa. Como construcción narrativa encomiástica, como “invención de una tradición”, la transición española es un producto de estas décadas. Basta con acercarse a las fuentes de época para darse cuenta de que durante la transición las críticas al proceso fueron más abundantes y naturales que en las décadas posteriores[3]. En estas entrevistas puede constatarse que, cuanto más exitoso y preponderante fue el papel de los entrevistados en los ochenta y noventa, más amable es la memoria que guardan del proceso histórico que condujo a su ascenso personal.
Las experiencias narradas en estas entrevistas diseñan trayectorias inversas durante la transición. Begoña San José y Héctor Maravall militaban en el Partido Comunista de España (PCE), el partido más numeroso, mejor organizado y más influyente en la lucha contra la dictadura, que terminó el proceso, sin embargo, con unos pobres resultados electorales y roto en pedazos. Su militancia antifranquista les llevó a pasar varias veces por la cárcel. Felipe González y José María Maravall militaban en el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), un partido que jugó un papel muy discreto en la oposición al franquismo y que, sin embargo, ganó las elecciones de 1982 por mayoría absoluta, gobernando ininterrumpidamente el país hasta 1996.
Para explicar esas trayectorias habría que articular muchos factores. La crisis del PCE al final de la transición se explica, entre otros, por los estigmas que el franquismo y la cultura de Guerra Fría le habían impreso a sangre y fuego; por un tacticismo sin profundidad estratégica; por un equipo dirigente envejecido; por su incapacidad para enriquecerse de puertas adentro del prestigio que alcanzaron sus cuadros obreros e intelectuales de puertas afuera; por la frustración de una militancia que no veía recompensada electoralmente su contribución a la democracia; o por los conflictos que se desataron entre esa militancia, tan rica como diversa, cuando la cohesión en torno a la lucha contra la dictadura cedió a enfrentamientos ideológicos muy azuzados por el afán de control de la dirección.
Entre las causas del éxito electoral del PSOE figuran el respaldo de la socialdemocracia europea, que venía gobernando buena parte de Europa; el peso histórico del partido, cuya memoria pervivió latente durante la dictadura y salió a flote en la transición; o su calculada oscilación discursiva, que le permitió rivalizar a izquierda y derecha, resituándose al final en una posición central ante el declive, por sendos flancos, del PCE y la UCD. Por otra parte, las posibilidades del PSOE frente al PCE se incrementaron a medida que el peso de la lucha social se fue desplazando al debate mediático, donde los socialistas contaban con importantes apoyos. Al triunfo electoral del PSOE también contribuyó el liderazgo de Felipe González, aquí entrevistado, tanto más al contraste con sus homólogos. La imagen de González era entonces la de un hombre joven, casado y con hijos, con el que podían identificarse las generaciones emergentes y personas mayores para quienes había llegado la hora de aquellas. Era la imagen de un abogado laboralista, con el que, en tanto que abogado, podían identificarse los sectores profesionales y, en tanto que laboralista, muchos trabajadores. Era la imagen promocionada de un socialista, pero con creencias cristianas de fondo, maneras templadas y una oratoria medida y poco ideologizada. Su imagen fue encajando en muchos de los imaginarios asentados o construidos durante la transición[4].
El término transición ha experimentado tal dilatación semántica que se ha empleado para referirse a casi todos los órdenes de la España de aquel tiempo, de la economía a la sociedad, pasando por la cultura o las mentalidades. Los estudios más interesantes han logrado articular lo que no son sino esferas abstractas de actividad, o han señalado que los tiempos y las dinámicas de cada una de ellas no coinciden o se contraponen. La tentación de caracterizar una realidad compleja pluralizándola invitaría a hablar de “transiciones”. En nuestro caso, queremos referirnos a otras dos transiciones que sobrevuelan estas entrevistas, pues contribuyen a explicar el proceso de cambio político español al que singularmente llamamos transición. Nos referimos, por una parte, al cambio que fue experimentando el mundo occidental de principios de los setenta a finales de los ochenta, en virtud del cual, se pasó del llamado modelo keynesiano de crecimiento y desarrollo de postguerra a un nuevo paradigma comúnmente denominado neoliberalismo. Por otra parte, nos referimos también a la mutación que durante la transición española experimentaron muchos de sus protagonistas. El cambio internacional fue de tal entidad que podría considerarse una segunda “gran trasformación”, por utilizar la fórmula que Karl Polanyi empleó para referirse a otra anterior. La transformación experimentada por algunos de aquellos agentes de la transición española se asemeja a lo que Antonio Gramsci denominó “transformismo[5]”.
España construyó su nueva arquitectura política sobre un terreno movedizo, sacudido por la onda expansiva de la crisis mundial de los setenta. En los discursos más entusiastas y teleológicos, la transición era un proceso orientado a la inclusión definitiva de España en las instituciones europeas y atlantistas, concebidas como un espacio plenamente configurado de normalización y progreso. En la práctica fue una transición hacia un mundo en transición. Esto afectó particularmente al PSOE, dificultado de partida la que se supone iba a ser “su misión histórica”: construir el Estado de bienestar que un régimen antisocial como el franquismo había negado a los españoles incluso en los años de crecimiento del desarrollismo. Aquí no se había sellado ese gran pacto social de postguerra que en Europa los trabajadores empezaron a cuestionar con huelgas y movilizaciones a mediados de los sesenta, por su cumplimiento siempre a mayor beneficio de los empresarios; y que los empresarios hicieron saltar por los aires cuando la crisis estructural de los setenta redujo sus tasas de ganancia[6]. En España ese combate por cambiar las normas del juego social se libró cuando las normas se estaban tratando de definir.
El PSOE llegó al gobierno en 1982 en medio de ese combate. Lo hizo a lomos de un impulso social de cambio, de sectores moderados muy amplios y del beneplácito de una parte importante de los poderes económicos del país. Lo hizo en un contexto económico de estancamiento, inflación y desempleo muy distinto al de “los años dorados” del Welfare state. En este nuevo contexto de crisis, el desarrollo de una política redistributiva fuerte necesitaría ya no solo de progresividad fiscal, sino de una modificación de las relaciones de poder y propiedad. Pero el PSOE llegó al gobierno después de haber vivido su propia y acelerada transición ideológica de un radicalismo retórico –hecho de contagio ambiental y cálculo competencial– a un liberalismo social pragmático de ribetes tecnocráticos, que prefiguraría sus futuras líneas de actuación. Ese proyecto recibió el nombre genérico de modernización. Aunaba simbólicamente todas esas ilusiones, dudas, deudas, limitaciones e intereses enfrentados a decantar. En la práctica, la política económica del gobierno de González cumplió con la ortodoxia que empezaba a imponerse en organismos internacionales como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. Se decantó por medidas anti-inflacionistas consistentes en la desaceleración de la demanda, la reducción de los costes salariales, el aumento de la presión fiscal, los estímulos a la inversión y una profunda desindustrialización. Logró reducir la inflación y recuperar el crecimiento económico, pero los salarios perdieron capacidad adquisitiva, el paro se desató y se abrió la senda a la precarización del mercado de trabajo. Para afrontar aquel malestar social se conjugaron imaginarios que loaban las posibilidades de enriquecimiento fácil, prácticas punitivas y disciplinarias y algunas políticas sociales. Con los excedentes de los ajustes económicos, el remanente de las luchas de la transición y bajo una renovada presión social, el gobierno fue levantando un tímido Estado de bienestar, con logros importantes en sanidad y resultados ambivalentes en educación[7].
En los ochenta, la lucha por la conquista de mejoras sociales y civiles y la oposición a las políticas neoliberales de época vino de muchos lados. Los estudiantes se movilizaron por la educación pública, por un buen sistema de becas y frente a los privilegios que la escuela privada siguió manteniendo a través del nuevo sistema de centros concertados. El movimiento ecologista fue madurando en las luchas contra la prolongación de la vida útil de centrales nucleares preexistentes y contra la creación de otras nuevas. En ese tiempo de rearme nuclear y recrudecimiento de la Guerra Fría aquellas luchas conectaron con un fuerte espíritu antimilitarista, del que surgió, también por otras razones, el movimiento de oposición a la permanencia de España en la OTAN, por la que apostó decididamente el Gobierno de González. Movimientos pacifistas desplegaron luego su resistencia al servicio militar obligatorio. El movimiento feminista cobró fuerza en torno a la reivindicación, entre otros, de los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres, apenas contemplados en la ley de supuestos para el aborto aprobada en 1985. La respuesta más combativa a las políticas del gobierno del PSOE vino de los trabajadores y trabajadoras, organizados en sindicatos como Comisiones Obreras. La conflictividad laboral en España fue de las más altas de Europa durante los ochenta. Alcanzó su cénit con la huelga general de 1988, que paralizó por completo el país. El PSOE, no obstante, lograba revalidar su triunfo en las urnas[8].
En aquel contexto, los protagonistas de estas entrevistas –que en el antifranquismo habían sintonizado de algún modo y en la transición habían consensuado y competido a la par– confrontaban ahora abiertamente. Felipe González era el presidente del Gobierno. José María Maravall, su ministro de Educación y consejero áulico. Héctor Maravall y Begoña San José militaban activamente en CC.OO. y llegaron por una u otra vía a Izquierda Unida, el nuevo proyecto de alianzas del partido comunista. Sin embargo, estos dos mundos ideológicos, el del PCE y el PSOE, que se han repelido en ocasiones, también se han atraído con frecuencia, generalmente, en la dirección del polo más potente. Así, Héctor Maravall participó en Nueva Izquierda, una corriente de IU más propensa al entendimiento con los socialistas. Begoña San José recuerda la frecuente cooperación con mujeres socialistas en multitud de organismos e instituciones[9]. Los cuatro hacen valoraciones distintas, pero benévolas, en mayor o menor medida, de la transición. Hoy los protagonistas de estas entrevistas siguen ocupando lugares muy distintos en el espacio público. Héctor Maravall participa a nivel de base, sin mucho entusiasmo tras sus crisis internas, en Unidas Podemos. Begoña San José, que ha dedicado su vida al anudamiento entre feminismo y sindicalismo en la Secretaria de la Mujer de CC.OO., ha conectado de forma activa con la cuarta ola del feminismo. José María Maravall, uno de los intelectuales más destacados que ha tenido el PSOE, retomó su carrera universitaria y, ya jubilado, sigue impartiendo algunas conferencias. Felipe González ejerce de expresidente del gobierno.
Los testimonios autobiográficos que Maya Adereth y Javier Padilla nos ofrecen son una parte de los materiales con los que Maya está construyendo una historia de la expansión del neoliberalismo durante los setenta y ochenta en el sur de Europa y en algunas regiones nórdicas. Se trata de una historia del presente que, por eso mismo, no puede dejar de ser una historia oral. La historia oral, en su sentido contemporáneo, tuvo dos impulsos iniciales. En los años cuarenta y cincuenta el historiador Allan Nevins entrevistó a grandes figuras de la vida pública estadounidense, trascribiendo sus testimonios para incorporarlos al archivo de un Estado-nación todavía joven. En los sesenta, historiadores como Raphael Samuel o Paul Thompson pusieron en marcha, con la participación de voluntarios ajenos a la Academia, varios proyectos orientados a recabar testimonios de la gente común. Lo que buscaban no era ya una fuente directa de información para el esclarecimiento de un tema previamente delimitado, sino el diálogo con un sujeto autónomo en la enunciación de su propia historia[10]. Los testimonios que Maya y Javier nos proporcionan conectan con ambas tradiciones.
Las memorias personales tienen una importancia fundamental para la disciplina de la Historia, no solo como fuentes de información, sino como vía complementaria, aunque distinta, de aproximación al pasado. La memoria ha desempeñado una función matricial sobre la Historia[11]. En ocasiones le ha proporcionado, por ejemplo, esa fuerza que da la pretensión de agarrar la verdad de lo vivido. En otras, le ha transferido un afán de justificación para el que la Historia, pese a su auto-presentación como disciplina objetiva, se basta por sí sola. En ocasiones las memorias auto-organizadas de la gente común han roto de manera fructífera el monopolio corporativo que sobre el pasado reivindican algunos historiadores. En otras, las memorias particulares de los hombres de Estado se han convertido en conmemoración pública, y desde ahí han penetrado en las explicaciones académicas. En cualquier caso, quien quiera sacarle jugo ya sea a la Historia ya sea a la memoria debería hacer “una lectura civil” y no “inocente” de sus materiales; esto es, una lectura activa que se interroga por los contextos de enunciación, por los lugares desde los que se evoca el pasado y por la urdimbre con que se actualiza[12].
Conviene recordar que el recuerdo a veces se produce desde una posición de poder, como también puede verse en estas entrevistas. El recuerdo del poder es recreativo en dos acepciones de la palabra, recrea lo acontecido en un ejercicio consciente de selección y se recrea en ese ejercicio al ubicarse en una posición placentera. El poder construye su memoria con sofisticados recursos, simula una distancia benévola con el pasado y reproduce diálogos anecdóticos donde pone en voz ajena el descrédito del otro y los halagos a uno mismo. El poder sabe contar y sobre todo callar. El vacío que va dejando entre los perfiles que traza termina delimitando la esbelta silueta de sí mismo. Pero el poder a veces también se relaja, su yo inunda el relato y se termina revelando en un “yo ya lo decía”.
No obstante, el recuerdo también se construye desde otros lugares, desde el deseo de rescatar una experiencia de vida, a la búsqueda de quien uno fue y de un tiempo extinto, en un proceso en cuyo esmero e intensidad termina haciéndose presente un pasado verosímil. A veces hasta pueden ocuparse alternamente distintos lugares de evocación. En cualquier caso, tampoco debe el lector cívico erigirse en autentificador autosuficiente del pasado. La autenticidad de éste se vislumbra cuando se escuchan muchas de las voces de entonces y muchas de las memorias de hoy, y sobre todo cuando estas son múltiples y se replican entre sí. Estoy seguro de que el interés de las lectoras y lectores por estos testimonios tan valiosos les animará a buscar más voces y varias réplicas.
España vivió entre los setenta y ochenta su particular transición a la democracia y hacia un mundo que, a su vez, iniciaba su transición (en absoluto lineal y uniforme) al neoliberalismo. La historia reciente de este país aparece atravesada por temporalidades múltiples y contradictorias: anacrónicas, aceleradas, sincopadas, desacompasadas. Sin menoscabo de los cambios democráticos que se acometieron, nuestra transición dejó élites, instituciones y prácticas de la dictadura incólumes. Otras se cruzaron con los nuevos discursos de la modernización, revelando al cabo del tiempo ese aspecto grotesco en que suelen degenerar las formas híbridas. La monarquía expresa una metáfora, una sinécdoque más bien, de la peculiar trayectoria de este país y de algunas narrativas acerca de sí mismo. El rey emérito fue loado como el piloto de la transición en los setenta. Hace unos meses huyó a una dictadura del Golfo pérsico. A estos momentos pueden añadirse otros dos. En 1969 fue nombrado por Franco “sucesor a título de Rey”. En las décadas de los ochenta y noventa era elogiado como “el mejor embajador de España en el exterior”. Hoy todas estas temporalidades se conjugan, y las conmemoraciones y memorias particulares del poder no consiguen ya segregarlas y narrarlas a su antojo. La articulación de las partes revela una faz nueva de cada una de ellas. La imagen del rey como embajador de España se fue difuminando en la de abanderado de la diplomacia empresarial durante aquellos años de grandes negocios, hasta degradarse actualmente en las acusaciones de cobro de comisiones.
La hibridación fue la forma peculiar de aquella década de principio de los ochenta a principios de los noventa. La apertura de centros de salud coincidía con la legalización de “contratos basura”, y la festividad moderna en calles y discotecas con una “patada en la puerta” de casa, mixtura, a su vez, del viejo autoritarismo con las medidas disciplinarias del nuevo orden global. La debilidad del Estado social que se levantó en España en aquella década bisagra explica también la rapidez con que se terminó de desmontar en las décadas siguientes. La cara neoliberal del Jano bifronte acabó devorando a su contraria. En el nuevo milenio se impuso una economía financiarizada, poco diversificada y de bajo valor añadido. La sociedad se hizo más desigual, con una masa precarizada y segmentos arrojados a la exclusión social. El sistema de salud pública se acabó degradando.
Con este bagaje afronta hoy España una pandemia mundial que ha hecho saltar sus costuras y la ha puesto ante la galería de los espejos de su historia reciente. Si se moviera sin miedo por esa galería (que son las memorias de todos sus hombres y mujeres) podría ver su imagen multidimensional: deformaciones, arrugas y cicatrices, pero también partes entumecidas que todavía puede ejercitar. Ahí radica la utilidad para hoy de las memorias de esas otras transiciones, en las que se luchó por un potente sistema público de salud y cobertura social, se construyeron redes comunitarias de apoyo y se desplegaron, sin necesidad de coacción, comportamientos cívicos. Transiciones donde la palabra democracia tenía un significado profundo y expresaba una voluntad expansiva.
Notas:
1. Sobre movimientos sociales y prácticas de cambio hay una amplia bibliografía. Señalamos algunos títulos por especializados o sintéticos. Sobre movimiento obrero: Doménech, X., Cambio político y movimiento obrero bajo el franquismo, Barcelona, Icaria, 2011; Babiano, J. y Tébar, J., “El sindicalismo de clase de la transición a la democracia”, Gaceta de estudios sindicales, n. 30, 2018; Sobre movimiento estudiantil: Hernández, E., Ruiz, M. A. y Baldó, M., Estudiantes contra Franco (1939-1975), Madrid, La Esfera, 2007 o Carrillo, A., “La oposición al franquismo en la universidad”, CIAN, Vol. 23, n1, 2020. Sobre movimiento vecinal: Bordetas, I., Nosotros somos los que hemos hecho esta ciudad. Autoorganización y movilización vecinal durante El tardofranquismo y el proceso de cambio político, Tesis doctoral inédita, 2012 y Radcliff, P., La construcción de la ciudadanía democrática en España, Valencia, UV, 2019. Sobre feminismo: Martínez, C., Gutiérrez P., y González, P. (eds), El movimiento feminista en la España de los años 70, Madrid, Cátedra, 2009 o Gil, S., Nuevos feminismos. Una historia de trayectorias y rupturas en el estado español, Madrid, Traficantes de Sueños, 2011. Sobre contracultura: Labrador, G., Culpables por la literatura. Imaginación política y contracultura en la transición, Madrid, AKAL, 2017.
2. Sobre estas narrativas presentistas, Fontana, J. La historia de los hombres, Barcelona Crítica, 2002.
3. Sobre narrativas de la transición, Pérez, J., “Experiencia histórica y construcción social de la memoria: la Transición española a la democracia”, Pasado y Memoria, n. 3, 2004; Godicheau, F. (coord.), Democracia Inocua. Lo que el postfranquismo ha hecho de nosotros, Madrid, Postmetrópolis, 2015; Pasamar, G., La transición española a la democracia ayer y hoy, Madrid, Marcial Pons, 2019.
4. Las razones de estas trayectorias inversas las desarrollé en Andrade, J., El PCE y el PSOE en (la) transición, Madrid, S.XXI, 2012.
5. Polanyi, K., La gran transformación, México, FCE, 2007. Gramsci, A., Antología, Madrid, AKAL, 2013, pp. 283-284.
6. Sobre el avance del neoliberalismo sigue siendo esclarecedor el libro de Harvey, D., Breve historia del neoliberalismo, Madrid, AKAL, 2007.
7. Distintas lecturas de este periodo en Soto, A. y Mateos, A. (Dirs.), Historia de la época socialista en España: 1982-1996, Madrid, Silex, 2013; Petras, J. “El informe Petras. Padres e Hijos. Dos generaciones de trabajadores españoles, o Vega, R. “Arden las calles: Movilización radical y luchas por el empleo en Naval Gijón”, Sociología del Trabajo, n. 90, 2017.
8. Sobre estos movimientos y luchas Martínez, L., “El movimiento ecologista. Lucha antinuclear y contra el modelo energético en España”, Mientras tanto, n.91-92, 2004; Contreras, J., “El movimiento contra la OTAN en Andalucía (1981-1986)”, en Historia de la época socialista España, 1982-1996, UNED-UAM, 2011; Ordás, C., “El Movimiento de Objeción de Conciencia en la década de los 80”, Ayer, n. 116., 2019; Gil, S., op, cit.; Vega, R., Crisis industrial y conflicto social. Gijón 1975-1995, Gijón, Trea, 1998; y Gálvez, S., La gran huelga general, el sindicalismo contra la “modernización socialista”, Madrid, S.XXI, 2017.
9. San José, B. “Feminismo y sindicalismo durante la transición democrática española”, en Martínez, C., Gutierrez, P. y González, P. (eds.), op. cit.
10. Yusta, M., “Historia oral, historia vivida”, Pandora, n.2, 2002.
11. Ricoeur, P., La memoria, la historia, el olvido, Madrid, Trotta, 2003 y Traverso, E., El pasado, instrucciones de uso. Historia, memoria, política, Madrid, Marcial Pons, 2007.
12. Las categorías las he tomado de Bértolo, C., La cena de los notables, Cáceres, Periférica, 2008, pp. 87-102.
Juan Andrade es doctor en Historia contemporánea. (Universidad Complutense de Madrid).