Los grandes proyectos de las empresas transnacionales basados en el saqueo de recursos naturales y la destrucción del medioambiente a una escala nunca vista hasta ahora, se han convertido en la fuente principal de conflictos ambientales en América Latina. La proliferación de estas operaciones económicas es favorecida por planes que fomentan las exportaciones, fundamentalmente de […]
Los grandes proyectos de las empresas transnacionales basados en el saqueo de recursos naturales y la destrucción del medioambiente a una escala nunca vista hasta ahora, se han convertido en la fuente principal de conflictos ambientales en América Latina. La proliferación de estas operaciones económicas es favorecida por planes que fomentan las exportaciones, fundamentalmente de materias primas, con miras «al crecimiento y el desarrollo» de una región con vastas riquezas minerales, con la mayor reserva de biodiversidad, con un tercio del agua dulce y cerca de un tercio de los bosques del planeta.
La situación se identifica en los últimos quince años con una globalización financiera y corporativa, que ha asumido una posición central en todos los negocios internacionales. Este mercado global entre empresas transnacionales define el rumbo de una acumulación: fuerte en el centro y débil en las periferias, desarrollando un estilo colonial en la explotación de los recursos. Estas operaciones, dominadas por el capital transnacional y su búsqueda exclusiva de ganancias inmediatas, distorsionan las cifras del producto bruto de cada país, al incluirse la explotación de recursos en el rubro correspondiente a la producción nacional.
El proceso está marcado por la entrega abierta de territorio, exenciones tributarias, facilidades en las concesiones de aguas y de explotaciones mineras, servicios baratos generalmente provistos por fondos públicos, desprotección de la fuerza de trabajo, del medio ambiente y de la salud y el modus vivendi de muchas comunidades. Este proceso se está dando de modo similar en diferentes países latinoamericanos, conformando en algunos casos verdaderos modelos de operación, donde las transnacionales, con una inversión mínima se llevan recursos de enorme valor, dejando un saldo de contaminación y destrucción del medio ambiente y un empeoramiento de las condiciones económicas y de salud de las poblaciones afectadas directa o indirectamente por su accionar.
Como el objetivo básico es incrementar el capital, el mundo corporativo impulsa preferentemente el desarrollo de industrias que garanticen las mayores ganancias, como los monocultivos agroindustriales y la minería. Más aún, dentro de cada una de estas actividades se da prioridad al tipo de producción más rentable. Así, los monocultivos se orientan hacia la exportación de alimento animal o de celulosa, y la actividad minera muestra una tendencia a centrarse en la extracción de oro y uranio.
Frente a esta arremetida de las transnacionales que operan en el ámbito de la extracción de recursos, los gobiernos locales no han hecho la inversión necesaria en educación, capacitación, ciencia y tecnología para crear capacidades orientadas a la obtención de un potencial valor agregado dirigido a un «desarrollo hacia adentro». Mas bien, las nuevas promociones de técnicos y profesionales pasan a constituir otro aporte nacional al éxito de la inversión extranjera, al entrar de lleno al juego de la «competitividad» de los países, medida en términos del crecimiento de las exportaciones de las empresas transnacionales.
Todos los componentes de la ecuación -grandes corporaciones en busca de la máxima rentabilidad, organizaciones económicas intergubernamentales instrumentalizadas por el gran capital para la obtención de sus fines, gobiernos y políticos locales obsecuentes, legislaciones débiles o inexistentes, desinformación y ausencia de espacios de participación ciudadana real- contribuyen a fortalecer la salida vertiginosa de los recursos de América Latina. Se establece así una suerte de destino manifiesto en el servicio de los intereses corporativos, cuya orientación es totalmente opuesta al desarrollo, al mejoramiento de la calidad de vida, la justicia social, la sustentabilidad. Por el contrario, y pese al ambiguo y autocomplaciente discurso macroeconómico de gobiernos y elites nacionales, en buena parte de la región se vive un constante deterioro de las condiciones económicas y sociales de sectores mayoritarios de la población, incluso en países que se presentan como paladines de esta cruzada neoliberal. El caso de Chile es paradigmático, con su sorprendente y siempre creciente desigualdad en la distribución del ingreso.
Ocupación del territorio
El desarrollo de los proyectos extractivos exige ocupar e intervenir inmensas extensiones de territorio, utilizar enormes cantidades de agua pura y emplear substancias tóxicas de modo intensivo. La satisfacción combinada de estas necesidades implica la destrucción masiva del medioambiente y un deterioro grave de las condiciones de vida de las comunidades afectadas, que incluso pueden verse privadas del acceso a recursos vitales como el agua y los recursos marinos. Poco importa para este tipo de explotaciones que los territorios intervenidos sean ricos en biodiversidad o que sirvan de sustento a determinadas comunidades.
Resulta ilustrativo revisar el crecimiento de la superficie ocupada por estos proyectos. Entre 1990 y 2000 se deforestaron 467.000 km2 en América Latina para destinarlos a usos tales como la agroindustria y las explotaciones mineras (1). La deforestación de la Amazonia brasileña había llegado en 2005 a unos 680.000 km2, de acuerdo con un informe gubernamental que identifica con imágenes satelitales las áreas destruidas por plantaciones para celulosa, siembras de soya, empresas mineras y otros depredadores. (http://www.mre.gov.br/, acceso el 21 de marzo de 2006)
En 2002 las plantaciones de eucaliptos en Brasil sobrepasaban los 30.000 km2 y ahora se discute una ley que permite la devastación forestal prácticamente ilimitada. Se estima que Argentina perdió casi dos tercios de sus bosques originarios durante el siglo veinte. Gran parte de ese territorio está ahora ocupado por cultivos de soya, algodón y maíz transgénicos (140.000 km2) y plantaciones de pinos y eucaliptos. En Paraguay la superficie sembrada de soya creció entre 1995 y 2003 de 8.000 km2 a casi 20.000 km2. Para cultivar soya en Bolivia se deforestaron más de 10.000 km2 de bosque durante los últimos 15 años.
El área concesionada a proyectos mineros tiende a cubrir un promedio del 10% del territorio de los países en la región. Esta dimensión varía con la duración de las faenas (entre 5 y 20 años) y si las solicitudes de exploración y explotación se refieren más de una vez a un mismo sector. También hay que considerar que el área de influencia de la explotación minera es siempre mayor que la superficie concesionada, puesto que implica toda la infraestructura de vías de comunicación y accesos a suministros, fuentes de energía y agua. La energía proviene en parte de centrales hidroeléctricas -existentes o proyectadas- que ocupan a su vez más territorio, más agua y generan otros conflictos.
En Perú la superficie concesionada a las mineras creció de 1,49% en 1991 a 8,2% en 2006 (105.504 km2); en México, 3% en 1994 y 8%, en 2002 (158.595 km2); en Chile, 7,3% en 2002 y 10,6% en 2003 (80.000 km2); en Ecuador, 5% en 2000 y 16,7% en 2004 (45.513 km2). En este último país las solicitudes de concesiones cubrían el 69% del país en 2000 y el 84,5% en 2004. (2)
Los daños
A las emisiones nocivas lanzadas por estas industrias al aire (CO², SO²), al agua y los suelos (dioxinas y derivados del uso de cianuro, arsénico y mercurio, entre otros), se agregó en los últimos años la contaminación con plaguicidas y transgénicos de los monocultivos. Además de provocar serios problemas de salud y deterioro de condiciones de vida a poblaciones campesinas de varios países, la aplicación masiva de agroquímicos está produciendo daños de otro tipo que en un futuro no tan lejano agravarán el panorama más allá de cualquier predicción. Se teme que la destrucción de su hábitat, el uso de plaguicidas y la introducción de cultivos invasores está causando la disminución de polinizadores, lo que pone en el peligro de extinción a muchas especies vegetales (3).
Las empresas transnacionales de plaguicidas producen también las semillas transgénicas y son propietarias de la mayoría de las patentes de biotecnología agrícola, con lo que pueden tener el control de la agricultura y de la cadena alimentaria a nivel mundial (4). La contaminación transgénica es un negocio adicional de estas industrias, que por la vía judicial exigen pago a los agricultores cuyos cultivos accidentalmente se han contaminado con semillas patentadas. Incluso cuando no pueden cobrar por sus patentes, como le ocurrió a Monsanto en Argentina, se beneficiaron con la venta de plaguicidas (5).
La operación de cada planta de celulosa requiere de cientos de miles de hectáreas de plantaciones, conocidas ya como «desierto verde» porque han significado la destrucción de una superficie similar o mayor de bosque nativo con la correspondiente pérdida de biodiversidad en flora y fauna, la contaminación y el agotamiento de cauces de agua. Además, la cantidad de agua que precisa cada una de estas fábricas en sus procesos es tan enorme que tienen que instalarse junto a grandes ríos para aprovechar el recurso y luego desecharlo seriamente dañado.
Empresas y gobiernos presentan en sus campañas a los monocultivos de árboles como «forestación». Sin embargo, los estudios confirman los efectos negativos de esta actividad al registrar destrucción de bosque nativo, disminución de biodiversidad y fuentes de agua, problemas de salud a comunidades vecinas, contaminación de agua y degradación de suelos (6).
La devastación que produce la minería queda patente en los grandes depósitos de escoria contaminada que han acumulado años de explotación en cada uno de los países. Esta destrucción continúa y se agrava a medida que crece el número de las explotaciones a tajo abierto de cobre y sobre todo de oro y uranio. Como en estos casos el mineral está diseminado en extensos terrenos, su extracción implica remover con explosivos grandes cantidades de roca y someter el material resultante a un proceso de lixiviación que emplea enormes cantidades de agua mezclada con ácido sulfúrico para extraer cobre y uranio, y con cianuro para recuperar el oro. Parte importante de estas labores se efectúa a más de mil metros de altura sobre el nivel del mar, cerca de fuentes acuíferas. Los desechos quedan ahí para siempre y se convierten en fuente de contaminación de aguas superficiales y subterráneas que al descender hacia los valles afectan a sectores con economías basadas en principalmente en la agricultura.
En 1998, 23 de los 29 proyectos mineros del departamento de Cajamarca en Perú correspondían a extracción de oro. Las empresas socias del Consejo Minero -que extraen casi la totalidad del cobre, oro, plata y molibdeno de Chile- explotaban en 2004 nueve yacimientos de oro en ese país. Ese mismo año se realizaban operaciones en 23 yacimientos de oro en Centroamérica. La cifra tiende a aumentar en esa subregión: este año se otorgaron 16 licencias para exploración de oro solamente en el altiplano guatemalteco de San Marcos.
En Latinoamérica únicamente Argentina, Brasil y México usan uranio para producir energía eléctrica, por lo que despertó preocupación la denuncia sobre exploraciones de uranio en Guatemala desde enero de 2005 y el otorgamiento de nuevas licencias este año para explorar el elemento radioactivo en ese país. En marzo de 2006 más de 32 empresas realizaban prospecciones y exploraciones de uranio en Argentina, Bolivia, Brasil, Guatemala, México y Perú (http://www.wise-uranium.org/upsam.html, acceso el 27 de marzo de 2006).
El negocio parece asegurado para los próximos años puesto que la Agencia Internacional de Energía Atómica anunció recientemente la instalación de 130 nuevas centrales nucleares y el precio del uranio sigue en ascenso. Dadas las precarias condiciones actuales para supervisar las explotaciones de oro cabe preguntarse cómo se va a controlar la extracción del uranio. Conviene recordar la mina de uranio de Wismut, que funcionó entre 1945 y 1990 en la ex República Democrática Alemana y dejó más de 5.000 mineros muertos de cáncer al pulmón (7).
En 2004 Perú contaba con ocho funcionarios para monitorear en terreno más de 6.200 concesiones mineras; ese mismo año el gobierno chileno dictaba un decreto para que la empresa Barrick Gold hiciera fiscalización aduanera a su propio proyecto de plata y oro en la frontera con Argentina (8). Con tan mínima fiscalización estas industrias pueden ocultar buena parte de sus actividades, incluyendo escapes radiactivos o tóxicos, intencionados o accidentales. De hecho, en 1999 lluvias fuertes desenterraron centenares de tambores de cianuro de sodio en Amapá, Brasil, en terrenos de una mina asociada al Grupo AngloGold/Anglo American. Hubo muertos y los peces desaparecieron del río Vila Nova, pero nadie se hizo responsable (9). En Chile, en 2005, a raíz de un accidente radiactivo en una planta de celulosa de Celco en construcción, se supo que la empresa había ocultado hechos similares en el pasado (10). Poco después se descubrió que otra empresa de celulosa en Chile, CMPC, ocultó durante diez años un derrame de mercurio en una de sus plantas (11).
Reacción de los afectados
Pese a que las elites políticas hacen frente común con las empresas en las operaciones de blanqueo de imagen y en la represión de las protestas a través de paramilitares o mercenarios – práctica habitual en Africa (12) y situación cada vez más común en países latinoamericanos como Colombia, Ecuador y Perú (13) – la reacción de las comunidades ha ido en aumento al conocerse el real impacto de estos proyectos sobre su salud, sus patrimonios ambientales, sus culturas y sus economías. Comienza a saberse que estas operaciones industriales generan falsas expectativas de empleo y ni siquiera aportan ingresos a los gobiernos nacionales, ya sea en impuestos o regalías. A las movilizaciones indígenas y campesinas en Brasil, Bolivia, Colombia, Guatemala y Ecuador, que se han enfrentado por años a las compañías mineras, petroleras y forestales, se agregan ahora las protestas de sectores ciudadanos que rechazan la instalación de megaproyectos destructivos del medio ambiente en Argentina, Brasil, Chile y Uruguay. La gente también está reaccionando contra las políticas que por un lado impiden que la población tenga acceso a los recursos vitales y por otro los entregan al negocio transnacional, como sucede con la privatización del agua y la concesión a privados de los mares territoriales y bordes costeros. Se suma a lo anterior una oposición cada vez más fuerte a los tratados de libre comercio bajo los términos de las corporaciones transnacionales, que facilitan el saqueo y la destrucción de recursos al disminuir aún más las débiles regulaciones nacionales.
La reacción frente a las protestas es asumida indistintamente por las empresas o los gobiernos, por separado o en conjunto. Son numerosos y repetidos los casos de abusos a los derechos humanos cometidos para facilitar la instalación y desarrollo de estos negocios. Estos atropellos van desde la persecución de opositores individuales hasta la represión masiva y el desplazamiento de comunidades. Estos últimos años se han reportado casos graves de esta índole en Brasil, Colombia, Ecuador, Guatemala, Honduras, Paraguay y Perú. Pero la represión puede tomar otras formas, como en Chile, donde se echa mano a leyes antiterroristas para encarcelar a dirigentes de comunidades indígenas que defienden sus derechos territoriales frente a la expansión de las empresas forestales. La mayoría de éstas se halla involucrada en denuncias por participar en acciones represivas contra comunidades indígenas, por conflictos de tierra o destrucción de bosques.
Afianzadas en la región durante los regímenes dictatoriales de la segunda mitad del siglo veinte, estas industrias no constituyen una fuente importante de empleo. Más bien prescinden de la población, excepto como mano de obra barata ocasional. Su accionar destructivo del entorno promueve el despoblamiento de las zonas donde operan.
Los beneficios
En definitiva, los únicos beneficiados reales resultan ser las empresas inversoras y sus accionistas. En 2004 los ingresos de las 10 empresas mineras más grandes que operan en Latinoamérica fueron de más de 130 mil millones de dólares (Alcoa, AngloGold/Anglo American, Barrick Gold, BHP-Billiton, Meridian Gold, Newmont, Noranda, Phelps Dodge, Placer Dome y Rio Tinto). Cinco empresas forestales productoras de celulosa tuvieron ingresos por US$10.501 millones en 2004 (Aracruz Celulose, Celulosa Arauco, CMPC, Bahia Sul Celulose, Votorantim Celulose) Tres productoras de semillas transgénicas y plaguicidas tuvieron ingresos por US$20.645 millones en 2005 (DuPont Agriculture & Nutrition, Monsanto y Syngenta) (14). Cargill, la empresa de agronegocios señalada como caso ilustrativo de lucro con la destrucción de la Amazonia, tuvo ingresos de más de 63 mil millones de dólares en 2003 (15).
Entre 1994 y 2001, el Banco Mundial, a través de su Corporación Financiera Internacional (CFI), otorgó préstamos por más de 790 millones de dólares para proyectos mineros en Bolivia, Brasil, Chile, México, Perú y Venezuela (a Anglo American, BHP-Billiton, Barrick Gold, Mitsubishi, Mitsui, Newmont, Pan American Silver y Rio Tinto, entre otras). En Aracruz y Bahia Sul hay participación del Banco Mundial, a través de la CFI (http://www2.ifc.org/ogmc/eirprojects.htm, acceso 8 de noviembre de 2004) (16).
Por otro lado, desde 1988 hasta 2005 el Organismo Multilateral de Garantía de Inversiones (MIGA) había girado garantías por un total de US$1.110,6 millones a proyectos mineros en general. Los nombres de las empresas señaladas anteriormente se repiten entre los beneficiados (17).
La magnitud alcanzada por estas instalaciones productivas resulta posible gracias a la participación interesada de la elite política, que actúa como facilitadora de concesiones y encubridora de una inmensa contaminación ambiental, a la vez que abandona su rol cautelar de los derechos económicos y sociales de los sectores mayoritarios de la población. Ya no es la clásica corrupción ligada al indebido enriquecimiento personal o de pequeños grupos. Ahora se trata de elites políticas nacionales integradas al tejido de las transnacionales, con sus funcionarios saliendo y entrando de puestos públicos a privados (en directorios de empresa, agencias de lobby o de asesorías) o a cargos en organismos intergubernamentales, colocando a sus familiares y correligionarios en puestos de poder, obteniendo financiamiento para los partidos políticos, recibiendo honores y participación en fundaciones u otras plataformas para seguir en el negocio.
Todo se enmarca en una legalidad ad hoc, diseñada en muchos casos por juristas y economistas vinculados a las pasadas dictaduras militares y luego ampliada y perfeccionada por las corporaciones y los gobiernos civiles. En las negociaciones previas y en la puesta en marcha de cada industria opera el arte de la no transparencia, fenómeno ya documentado en el caso de las petroleras a nivel mundial (18). La aplicación de políticas neoliberales coordinadas e impuestas a través del Fondo Monetario Internacional, Banco Mundial y Organización Mundial de Comercio, en connivencia con las redes políticas locales, crea un ambiente favorable para estos proyectos, traducido en débiles obligaciones laborales, ambientales y de fiscalización, grandes facilidades financieras y amplia disponibilidad de mano de obra barata. Tales condiciones permiten a las empresas operar con un ostensible desprecio por las comunidades a las que afectan y utilizar procesos destructivos y contaminantes rechazados en países desarrollados.
Esta situación se ha ido enraizando profundamente hasta constituirse en el modelo natural de hacer las cosas, que origina un convencimiento gubernamental reforzado por los dogmas neoliberales predominantes en la clase política. Los países latinoamericanos deben «crecer hacia fuera», en brazos corporativos. Se trata de «la única vía posible de crecimiento», afirman a coro el sector empresarial y los políticos. Este desastre se ha constituido así en sistema, y el avance de una crítica se hace difícil ya que debe enfrentar a la totalidad de las fuerzas involucradas en este exitoso esquema de explotación colonial y de alienación, quizás el más perfecto de la historia. La información disponible nos dice que en la región nos encontramos con una pérdida brutal de recursos naturales y humanos, con una gigantesca distorsión en el desarrollo y con un proyecto destinado a causar situaciones de pobreza y deterioro ambiental irreversibles.
NOTAS:
Human Rights Watch, (2005) The Curse of Gold, Washington: HRW.
(*) Observatorio Latinoamericano de Conflictos Ambientales (OLCA)