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Un defensor del pueblo

Fuentes: Rebelión

La elección de Rafael Ribó como nuevo defensor del pueblo catalán (entre nosotros, Síndic de greuges,) ha traído de nuevo a la actualidad, fugazmente, a un olvidado político al que algunos de sus pares se han apresurado a elogiar en estos días. Desde luego, es un asunto de tercer orden que apenas justifica que perdamos […]

La elección de Rafael Ribó como nuevo defensor del pueblo catalán (entre nosotros, Síndic de greuges,) ha traído de nuevo a la actualidad, fugazmente, a un olvidado político al que algunos de sus pares se han apresurado a elogiar en estos días. Desde luego, es un asunto de tercer orden que apenas justifica que perdamos unos minutos con él, pero conviene recordar algunas cosas, huyendo de esa convencional hipocresía que reina sobre los asuntos públicos que mantiene que no es de buen tono criticar nombramientos realizados por cámaras elegidas por sufragio popular, ni elegante recordar el camino recorrido por algunos políticos. Porque este defensor del pueblo que es Rafael Ribó tiene una precisa trayectoria que conviene recordar.

Su papel principal lo desarrolló al frente del PSUC, a lo largo de una década ominosa que empezó con vagas promesas y acabó con inocultables mentiras. Elegido secretario general de los comunistas catalanes en 1986, tras unas duras críticas contra el anterior secretario, Antonio Gutiérrez Díaz, Ribó no esconde su ambición política. En 1988, es reelegido por el VIII congreso del PSUC, y, hasta 1997, no se celebraría el IX congreso, donde innovaría políticamente con la elección de una secretaría general colegiada de la que nunca más se supo. Aún siguió unos años al frente de la criatura política inventada por él, ICV, declinando. Así, en un gesto inédito en la política democrática europea, Ribó estuvo casi diez años sin convocar el preceptivo congreso del PSUC, quebrantando todas las normas democráticas que el partido de los comunistas catalanes se había dado, y llegando al extremo de denunciar después a sus oponentes, que le exigían la convocatoria del congreso y el respeto a las pautas democráticas, manteniendo increíblemente que su prudencia -que quería evitar nuevas crisis- era asentimiento en la vulneración de la democracia interna. Cuando, finalmente, convocó el congreso, Ribó y sus apoyos internos no tuvieron escrúpulo alguno en imponer un escandaloso y antidemocrático sistema de elección para conseguir sus propósitos.

Aplicado acuñador de frases vacías, Ribó fustigó durante años a la izquierda catalana, y a los militantes del PSUC, con su trascendental aportación de que los comunistas debían realizar un tall conceptual (corte conceptual) con la revolución de Octubre, y llegó a «teorizar» sobre la democracia interna en los partidos, ocultando interesadamente que participó en la que puede considerarse la mayor purga realizada en un partido democrático, realizada en el PSUC en 1981, y que expulsó del partido a buena parte de su dirección. No deja de ser revelador que, quien con tanta firmeza defendía los usos democráticos y rechazaba el stalinismo, impusiera con mano de hierro su política, en la mejor tradición de ese mismo stalinismo que rechazaba, sin temor a utilizar los más descarnados usos antidemocráticos en el interior de la organización.

Convencido de su papel providencial en la política catalana, subido a un pedestal que se concedió a sí mismo y que le otorgaba capacidad e influencia española e incluso europea, pasó, en un descabellado y furioso tránsito digno de mejor causa, de comunista a postular una fantasmagórica izquierda periférica, recalando en sucesivos amarres de un partido radical a la italiana, del socialismo democrático, del nacionalismo progresista, de un olivo catalán (l’olivera, recuerdan?), de los verdes, para acabar en un confuso ecosocialismo, que, hoy, ni sus propios mentores pueden definir con precisión. Llegó hasta a crear una llamada UEC (Unió de l’Esquerra Catalana, UEC, ¿alguien lo recuerda?) para presentarse a las elecciones legislativas de 1989.

En el camino, Ribó impuso a su partido, en 1993, su elección como diputado en Madrid, en un momento en que el cálculo político le llevó a pensar en la posibilidad de que el PSOE de Felipe González tuviera necesidad de Izquierda Unida y se alcanzase un pacto de gobierno entre ambas fuerzas: esperaba representar un papel protagonista, y ser elegido ministro: la gloria. No calculó que Felipe González preferiría pactar con la derecha nacionalista catalana de Pujol. Algunos seguidores de la actualidad política recordarán los enfrentamientos del nuevo defensor del pueblo con Julio Anguita; algunos, merecedores de figurar en las mejores antologías del disparate: cuando Anguita expuso ante el país su reivindicación republicana, Ribó se apresuró a declarar que ese gesto era «una irresponsabilidad», y sus palabras (¿extraño, verdad?) fueron reproducidas de inmediato por toda la prensa y las televisiones del régimen monárquico. Televisión Española llegó a abrir telediarios con las palabras de Ribó, tan apreciadas por Juan Carlos de Borbón. Ahora, identificado con esos delicados ecosocialistas o verdes -que, como ha declarado Daniel Cohn-Bendit, el viejo Dani el rojo hoy tan desteñido, apoyan decidicamente el proyecto de Constitución europea, pese a los evidentes elementos antidemocráticos y regresivos que contiene para los trabajadores- abandona su militancia en ICV para adoptar el trascendental papel de uno de los pilares de la patria.

Los usos de la hipocresía política convencional esconden muchas veces ambiciones personales, que algunos consideran legítimas, como si la acción política de un hombre de izquierda pudiera estar subordinada a los intereses privados. Tal vez por eso, ahora, Ribó maquilla cuidadosamente su pasado comunista, aunque no duda, si la ocasión lo exige, en reivindicar la lucha por la libertad protagonizada por el PSUC: en un calculado gesto, se apodera de una parte del patrimonio histórico y ético del PSUC, mientras deja los puntos oscuros para enlodar a sus camaradas de ayer. Convertido en un hombre del sistema, en un aplicado político profesional, ve ahora parcialmente reconocidos sus méritos por sus pares, aunque sea en un secundario puesto de representación, a la espera de una merecida jubilación, con los emolumentos debidos a quien, si es recordado mañana, apenas lo será por algo más que por sus titánicos esfuerzos para destruir el espacio comunista en Cataluña.

No puedo ocultar que, conociendo como conozco al personaje, no me pondría nunca en sus manos. Pero la historia, la pequeña historia del país, se escribe con hombres semejantes. Por eso, en estos días, la Cataluña oficial instalada en el poder y en las instituciones, le ha ofrecido una prejubilación, un merecido descanso después de tantos desengaños, enviándolo al mausoleo de las oficinas del Síndic de greuges, como antes hicieron con Anton Canyellas, otro dinosaurio del pasado. Ahora, culminada una larga trayectoria desde los lejanos días de asambleas libertarias del último franquismo, el nuevo defensor del pueblo se muestra ante el país vestido con sus mejores galas de demócrata y de servidor del ciudadano, dándose de baja de ICV, por imperativo legal, y se recluye, satisfecho, elogiado por casi toda la Cataluña oficial, en el panteón de las oficinas del Síndic de Greuges. Rafael Ribó, un defensor del pueblo.