Alfredo escogió otro destino por querer ser peleador del pueblo humilde en vez de un profesional que se aleja de él. Por apoderarse de los más altos ideales y por entrar a militar, por aferrarse a ambos y convertir los ideales en militancia y la militancia en ideales. Conoció muy bien la filosofía y las […]
Alfredo escogió otro destino por querer ser peleador del pueblo humilde en vez de un profesional que se aleja de él. Por apoderarse de los más altos ideales y por entrar a militar, por aferrarse a ambos y convertir los ideales en militancia y la militancia en ideales. Conoció muy bien la filosofía y las artes de la posguerra, la teoría del marxismo y el mundo del socialismo de aquel tiempo, pero ante el llamado de la hora, sencillo y de vida o muerte, se fue con la insurrección, para tratar de hacer realidad la libertad y la justicia sobre la tierra. Y se fue para siempre, no para una etapa. Culto y libertario, militante, insurreccional y aferrado a los ideales se ha mantenido toda la vida.
Con mucha razón se han hecho rápidos recuentos de su inmenso aporte a la cultura de la Revolución y a las imprescindibles revoluciones de la cultura. Pero falta mucho por analizar, establecer y divulgar de ese aporte, que establece a Alfredo Guevara como uno de los mayores intelectuales revolucionarios que hemos tenido, y lo convierte en un paradigma sumamente útil para los tiempos que corren. No me detendré en esto en estas breves líneas dedicadas a la persona que se ha ido, pero sí afirmo que es una labor inexcusable.
Alfredo amaba con gran pasión las cosas y las ideas en las que creía, algo que les brindaba más fuerza y más capacidad de atraer y convencer. Estuvo en el centro de la radicalización del proceso revolucionario, pero sobre todo en uno de sus aspectos: la puesta de una forma artística de vanguardia y de masas al mismo tiempo, el cine, a trabajar para ser arte grande dentro de la Revolución, ser a la vez excelso y de la gente común, libre y servidor. Y ser un polo cultural, más allá de lo que sería su campo específico, para enfrentar las necesidades y el proyecto liberador. Se dice fácil. Pero al pasar balance se puede afirmar que es uno de los empeños grandes de este medio siglo que se ha cumplido. Y si usamos el manido recurso de la asociación de palabras, a «Alfredo Guevara» le corresponde siempre «cine cubano».
Alfredo era jovial con la gente que quería, y era jovial con los jóvenes. No les hacía sentir el peso de sus tremendos saberes, lo que hacía era compartir con ellos, con honestidad y sencillez, envuelto en la cruzada por interesarlos más en lo esencial y darles en lo posible instrumentos, por incitarlos a pensar y formular problemas, y a sentir profundamente los ideales más hermosos. Le hizo mucho bien la relación que sabía mantener con jóvenes, y a mí me hizo feliz cuando los «Hermanos Saíz» le encontraron el calificativo exacto: maestro de juventudes.
Se ha muerto Alfredo el día de la victoria de Girón, como si él no se pudiera morir un día cualquiera. No se puede decir que es muerte sorpresiva, inesperada, más bien que fue pospuesta una y otra vez por la cantidad asombrosa de vida que Alfredo poseía, porque su voluntad de seguir haciendo la tarea ciclópea que se impuso le impedía morir, por la angustia serena del vigilante que no se descuida un momento, sabedor del peligro que corre la vida que entre todos hemos levantado, y que es su vida.
Alfredo Guevara fue uno de los mejores hijos de su tiempo, un tiempo que, bruscamente, exigió mucho, y todo, al que quisiera ser buen hijo de él. El niño que miraba desde el balcón al pueblo habanero amotinado, el muchacho empleadito, el jovencito libertario, el alumno de Filosofía y Letras que alternaba con jóvenes ideólogos, con trances peligrosos y con muchachas en flor, no estaba destinado a ser lo que fue. Nadie lo está. Así comienzan muchas biografías que se consuman luego en el peldaño social que se ascendió, en la página hermosa que no se repitió, en la vida mediocre del éxito o el fracaso, en la baraja que alterna virtudes y defectos, en el reino de los ámbitos cercanos y en la lenta y segura decadencia.
La verdadera grandeza nunca es cómoda. Guevara tenía que ser muy polémico, pelear numerosas batallas, decir impertinencias, cosechar flores y abrojos, para poder simplemente cumplir el deber que se impuso y el deber que les impone la revolución social a los que actúan en ella. No albergó nunca interés mezquino, ni dejó jamás de trabajar duro, ni permitió que la cobardía política o el ánimo borreguil lo empequeñecieran. Es muy alentador comprobar que en la coyuntura actual su prestigio ha sido grande y su palabra muy buscada y escuchada.
Con Alfredo me unieron la Revolución y la amistad más entrañable. Casi medio siglo después de aquellas noches sin sueño, me es difícil escribir de él. Prefiero recordar que hace quince años, después de pasar una de sus enfermedades graves en extraña tierra, me dijo: «Cuando vi que salí de la muerte me propuse escribir un libro cada año en lo que me quede de vida, mientras que tú, por andar siempre en tantas cosas, no vas a escribir ninguno». Había cariño sin disimulo en aquel regaño suyo, que he sabido guardar como un estímulo para, en el buen sentido, hacerlo quedar mal. Y en cuanto tuvo el primer libro, Revolución es lucidez, me entregó un ejemplar. En la dedicatoria decía, entre otras cosas: «Te entrego, Fernando, este libro, estos textos, que son mi vida, testimonio de reflexiones, convicciones, combates y decisiones éticas».
La vida de uno se va poblando también de soledades. Se ha muerto Alfredo Guevara. Pero no estamos solos. Hagámosle entre todos, con permiso del poeta, un duelo de labores y esperanzas.