Más de 8.000 migrantes han llegado a las islas en lo que va de año, casi un 700% más que el anterior. Mientras los números se parecen cada vez a los de la crisis de 2006, Interior bloquea los traslados a la península y Migraciones sigue sin desplegar una red estable de acogida. Los hoteles, vacíos por la pandemia, sirven de albergue temporal mientras la tensión social y política aumenta cada día.
Hace casi un año que la Casa del Marino de Gran canaria podría rebautizarse como la Casa del Migrante. En el mastondóntico edificio hay un instituto de Formación Profesional, un centro de especialidades del Servicio Canario de Salud y una hospedería para marineros y familiares. Ahora sirve para albergar a decenas de migrantes que llegan a diario desde las costas africanas. Iba a ser una solución temporal, pero Kalif, de 29 años, lleva ya ocho meses allí. Vino de Mali y quiere llegar a Barcelona, «para encontrar trabajo», dice, aunque no sabe cómo hacerlo. No puede salir de la isla, al igual que un grupo de compatriotas que pasan las horas sentados en los bancos, sin nada que hacer. Al menos, todos los que le rodean son nuevos en este centro asistido por la Cruz Roja. La mayoría llegó en agosto y han recalado en la Casa del Marino después de pasar un mes en un hotel gestionado también por la Cruz Roja. Todos quieren pedir asilo, pero no tienen muy claro cómo hacerlo, afirman. Nadie les ha explicado nada, no saben cuándo podrán seguir su viaje y las pateras siguen llegando a las islas, un embudo del que apenas hay salidas oficiales.
«Yo nunca había visto llegar tantas pateras y cayucos», dice María Encarnación Afonso en la entrada al muelle del puerto de Arguineguín, en Mogán, Gran Canaria, la zona cero de las llegadas de pateras este año. Esta voluntaria de Cruz Roja sabe de lo que habla. Auxiliar de enfermería jubilada, menuda, de tono humilde y de andar lento, Afonso es una veterana a la que el voluntariado le viene de familia. Su marido es el vicepresidente de Cruz Roja de la Comarca Sur de Gran Canaria. Su hijo es el responsable insular del Equipo de Respuesta Inmediata en Emergencias (EIRE) de la misma ONG. Lleva toda una vida atendiendo a pie de puerto a quienes han superado la ruta migratoria más arriesgada de Europa, y explica preocupada y con abatimiento que son muchas las noches sin dormir de los últimos meses. «Estás recibiendo una patera y ya avisan de que han rescatado otra», dice.No tiene dudas de que el volumen de llegadas es comparable al de la llamada crisis de los cayucos. Quizás no al de 2006, cuando Canarias recibió a más de 31.600 personas, el mayor pico de llegadas de la historia de las islas. Pero los números no dejan de aumentar cada mes, acercándose a la media diaria de llegadas de 2017, cuando tocaron tierra 12.478 personas.
Entre ellas están los 333 migrantes que se refugian del sol bajo las lonas de las 12 carpas perimetradas por la policía. Todos ellos llegaron de Marruecos tras varios días de travesía en el Atlántico. Pero son más de las tres de la tarde del 12 de octubre, y del calor es imposible esconderse en el puerto. El cansancio está grabado en cada rostro. No solo por el viaje. También pesan los días que llevan durmiendo en el suelo del muelle, esperando las 72 horas de custodia policial que acabarán con un expediente de devolución por entrada irregular al país. Un papel mojado ahora, cuando el cierre de fronteras con Marruecos a causa de la pandemia impide que estas personas sean deportadas. A pesar de las peticiones de varias ONG y autoridades locales, el Gobierno no está por labor de que lleguen a la península, así que están atrapados.
En realidad, las 72 horas de custodia hace tiempo que no se respetan. Las llegadas son muchas, el personal es escaso, hay que esperar los resultados de una prueba PCR y, con los Centros de Internamiento de Extranjeros (CIE) paralizados por la pandemia, se aguarda en el puerto a que haya libre una plaza de acogida. Pero tarda. Hasta siete días han llegado a pasar los recién rescatados en el muelle por falta de sitio para acogerlos. Una eterna semana en una especie de establos para migrantes improvisados a fuerza de llegadas cada vez más numerosas, sin más confort que una sombra, una manta y un urinario portátil para cada carpa, en las que suelen caber «unos 30, bien apiñados, eso sí», resume Afonso. «Esto es un puerto, no está acondicionado. Conseguimos poner seis duchas. Hacemos lo posible para que estén cómodos, pero es lo que es», comenta.
Más de 2.000 migrantes en 15 días
Solo en los primeros 15 días de octubre, las islas han recibido a 2.021 migrantes, una media de 134 al día, según datos del Ministerio del Interior. Son ya 8.102 en lo que va de año, casi un 700% más que en mismo periodo del año pasado, cuando solo habían llegado 1.028. Canarias no tiene capacidad para acoger a tantas personas en tan poco tiempo, explica Criz Roja, que lleva meses haciendo malabares mientras Interior cierra la puerta de los traslados hacia la península, donde el sistema de acogida integral sí está más descongestionado.
De las 4.000 plazas que la Secretaría de Estado de Migraciones tiene en la península, hay libres alrededor del 55%, explican de este departamento. Todo un tesoro para aliviar la actual presión en Canarias, donde ya comienzan a apreciarse coletazos de malestar social, sobre todo entre la población que más está sufriendo los efectos económicos de la pandemia. Con todo, esas plazas en península serían un breve bálsamo si el ritmo de pateras no se detiene. Y no parece que vaya a hacerlo, coinciden diferentes fuentes consultadas.
El sol sigue sin dar un respiro en el muelle mientras los voluntarios de Cruz Roja reparten botellas de agua, bocadillos, plátanos y mandarinas entre los migrantes agolpados al borde de la primera valla que, esta vez, impone la covid. En una esquina del puerto se amontonan también, en una gran masa flotante, varias decenas de pateras en las que han ido llegando. Unos lanchones de madera por los que se cuela algo de agua y en cuyo fondo, ahora, solo quedan los restos de la travesía: algún chaleco salvavidas, prendas de ropa para soportar el frío de la noche y protegerse del sol durante el día, botas katiuskas y garrafas de agua vacías, aunque pocas. «Eso es una de las peores cosas del viaje. No llevamos agua ni comida suficiente», afirma en un precario castellano Yassim, de 34 años, después de pedir con insistencia un cigarrillo. Dice que es de Dajla, una ciudad costera en los territorios saharauis ocupados por Marruecos, y uno de los puntos calientes de la salida de las pateras hacia el archipiélago español, a más de 400 kilómetros del extremo sur de Gran Canaria.
Yassim y otros 14 compatriotas estuvieron cuatro días en el mar hasta que Salvamento Marítimo los rescató a unas pocas millas náuticas de la isla. Ahora llevan cuatro días en el puerto, esperando a que quede libre alguna plaza en los centros gestionados por Cruz Roja. «Hemos sufrido mucho, había viento y olas grandes. Muchos nos mareamos y dos llegaron enfermos. Hemos estado entre la vida y la muerte«, explica. Junto a él, otro joven que dice tener 17 años asegura que hubiera preferido cruzar el cercano y corto Estrecho, pero no encontró forma de hacerlo. Yassim traduce como puede, pero ambos coinciden: «Mucha seguridad en el norte, mucha policía«.
Las rutas del Estrecho de Gibraltar y del Mar del Alborán llevan dos años bajo gran vigilancia. El dinero español y europeo para que Marruecos controle sus fronteras hace efecto. En concreto, ha servido para reducir las llegadas un 30% respecto al año pasado, según los balances de Interior, aunque no parece ser suficiente para que nuestro particular gendarme migratorio vigile su enorme costa atlántica, que se ha convertido en la ruta más activa hacia España.
Todos los entrevistados en el muelle de Arguineguín habían zarpado desde Dajla o sus alrededores y habían pagado entre 1.500 y 2.000 euros. «Es mucho dinero para nosotros. A veces se compra la muerte, pero otras veces compramos libertad», sostiene Nuit, la única mujer entre los 333 migrantes del puerto y oriunda de un pueblo cercano a Marrakech.
Lleva cinco días esperando para salir de Arguineguín, pero no se desespera, es optimista y está feliz por haber llegado. Sin marido y sin hijos, tras la muerte de su padre pasó un tiempo trabajando en una empresa conservera. «Ganaba siete euros al día por 12 horas de trabajo, enlatando sardinas», recuerda. «Vengo para buscarme la vida, una vida mejor. Comer bien, vestir bien, como cualquier mujer», asegura. No tiene ni idea de cómo conseguirá los papeles en España, pero no parece muy preocupada. «No puede ser más difícil que el viaje que he hecho», confía. Quizás se equivoque.
En la última carpa del muelle hay agitación. Un voluntario lee a voces varias decenas de nombres y apellidos y los migrantes llamados levantan la mano y sonríen o aprietan el puño para celebrar que se acabó. Salen del puerto después de cinco días. Les espera una habitación de hotel en algún gran complejo que, de no ser por la covid, estaría lleno de turistas. Ahora sirven para que Cruz Roja aloje temporalmente a miles de migrantes con fondos públicos. una medida atípica que, por otra parte, ayuda a amortiguar la crisis que atraviesa el sector hotelero local, pese a los recelos que ha suscitado entre la derecha, la extrema derecha y parte del empresariado.
Sin red de acogida y sin traslados a Península
Sin traslados, es la única solución que han encontrado hasta ahora a la falta de una red estable de acogida en las islas que el Ministerio de Inclusión, Migraciones y Seguridad Social prometió, pero que aún no ha sido capaz de poner en marcha, a pesar de que la ruta lleva notablemente activa desde hace más de un año. Cruz Roja gestiona en su totalidad la acogida integral y de emergencia de los migrantes en las islas, pero antes del verano apenas tenía unas mil plazas operativas.
La pandemia hizo posible que diferentes instalaciones públicas vacías sirvieran de refugio al incesante flujo de migrantes, pero la vuelta a la normalidad obligó a desalojar polideportivos, residencias de estudiantes y otros centros improvisados. Ahora disponen de 4.000 plazas, siempre ocupadas, y 3.000 de ellas son habitaciones de hotel, la mayoría de grandes complejos como el Vista Oasis Hotel, junto a la playa de Maspalomas. Allí, entre coches de alta gama y urbanizaciones de clase alta, pueden verse grupos de migrantes matando el tiempo en una cancha de fútbol sala ante el estupor de algunos vecinos.
Objetivo: la gran España
Soungalo Diarra, de 26 años, observa la pachanga en un banco cercano, junto a los hermanos Bemba y Boubaka, de 26 y 20 años. Estos tres malienses se conocen desde niños, cuando vivían en aldeas próximas a la ciudad de Nara, en la región de Kulikoró, al sur del país y cercano a la frontera con Mauritania. Hace ya un mes que llegaron a la isla y no tienen claro qué va a pasar con ellos. Solo saben que se les trata bien en el hotel Vista Oasis y que quieren pedir asilo o protección internacional, un derecho que tan solo han conocido hace pocos días, cuando se lo comentó una voluntaria de Cruz Roja, aseguran. Creen que si lo piden podrán lograr su objetivo: «Llegar a la gran España y trabajar«, dicen, refiriéndose a la Península.
Pero no parece tan sencillo. Es Interior quien debe autorizar los traslados a petición de las organizaciones y, de momento, ha concedido muy pocos. El Ministerio no facilita esta información, aunque según José Javier Sánchez, subdirector de Inclusión Social de Cruz Roja, desde septiembre de 2019 hasta hoy, solo se ha producido 770 traslados. Sánchez asegura que hay otros 500 autorizados desde el pasado viernes y que se llevarán a cabo en las próximas semanas, pero solo este viernes llegaron 312 migrantes a las islas y, el sábado, otros 199 a Gran Canaria. Son más de 500 en menos de un fin de semana, mientras más de 400 personas esperan en Arguineguín.
Soungalo, Bemba y Boubaka pasaron nueve días en ese mismo muelle tras ser rescatados. «Pasable», resume la experiencia Soungalo, si se compara con los seis días de travesía en el Atlántico que tuvieron que soportar y los dos años que les costó embarcarse en un cayuco desde Senegal junto a otras 41 personas. Un GPS y más de mil kilómetros de mar picado por delante fue lo que recibieron después de pagar alrededor de 400 euros. «Nos rescataron a las cinco de la mañana. Llegamos muy cansados, con heridas en la piel por la sal y rozaduras en todo el cuerpo, porque no podíamos movernos en la barca. Casi siete días en la misma postura, sin agua y sin comida», relata Soungalo.
«Hay muchas razones para venir», afirma el maliense. Su país lleva desde 2012 inmerso en un conflicto armado en el que varias organizaciones yihadistas tratan de ganar terreno al gobierno, sobre todo, al norte de Mali. «El conflicto no estaba en nuestra zona, pero afecta, tenemos miedo de los rebeldes y hay muchos atentados», explica. También habla de pobreza, de falta de hospitales y servicios en el país y, sobre todo, de hambre. «En nuestra región vivimos de la agricultura, de cultivar cereales. Pero ya hace varios años que falta agua y no podemos regar. Nos quedamos sin nada que comer, por eso planeamos irnos los tres juntos», resume. Lo consiguieron, pero ahora están atrapados en Gran Canaria y no saben por cuánto tiempo. «Nadie nos ha explicado nada, no sabemos qué va a pasar con nosotros, no tenemos perspectivas«, lamentan los tres jóvenes antes de irse de nuevo al hotel.
La isla de Lesbos española
«Tengo miedo de que Canarias se convierta en otra Moria, en otro Lesbos. Y estamos cerca», vaticina Teodoro Bondyale, sociólogo, licenciado en Ciencias Políticas y secretario de la Federación de Asociaciones Africanas en Canarias (FAAC). Originario de Guinea Ecuatorial, la antigua colonia española, lleva más de 30 de sus 69 años en Gran Canaria y asiste preocupado al devenir de la situación. «¿Hasta cuándo va a poder Europa seguir pagando a otros países para frenar a los migrantes?», se pregunta retóricamente.
Salvando las distancias de que Grecia hacina a sus migrantes en inhumanos campos de refugiados que acaban incendiados y que el Gobierno español los aloja por el momento en hoteles y otros centros, lo cierto es que la estrategia de bloqueo en las islas frontera parece idéntica, desde Grecia a Italia pasando por Ceuta, Melilla y Canarias. Solo así, mediante un confinamiento insular, parecen frenarse los llamados «flujos secundarios» de migrantes entre países europeos que tan poco gustan a Francia, Alemania o Dinamarca.
«No es una cuestión exclusiva de España, es el reflejo de las políticas migratorias de la Unión Europea. De cómo las decisiones que toman los Estados miembros en Bruselas se traducen en sufrimiento, explotación y muertes», denuncia Manuel Pineda, eurodiputado de Izquierda Unida que ha visitado recientemente la frontera sur en un viaje al que ha invitado a Público. «La Unión Europea debe asumir su responsabilidad en todo este asunto. Responsabilidad con la legislación internacional en materia de derechos de las personas migrantes y responsabilidad como conjunto de países que dicen tener los derechos humanos como bandera de sus sociedades», señala.
Pero el precio se paga con el tiempo en forma de tensión social, y se acelera cuando la población local pasa apuros económicos. A veces se confunde con racismo la pelea por los recursos entre los más desfavorecidos, y Canarias vivía de un turismo que ahora no existe y por tiempo indefinido, recuerda Bondyale. «La gente en general no odia a los migrantes, pero en esta situación, con miles de personas atrapadas aquí, se percibe que la inversión va destinada a solo ellos, que les están quitando recursos públicos», ilustra. «Y la situación puede estallar en cualquier momento«, advierte.
Ya ocurrió durante el verano en la localidad de Tunte, pero hace dos semanas, el ministro José Luis Escrivá pudo comprobar la tensión en primera persona, cuando visitaba las instalaciones del antiguo colegio León, en el deprimido barrio de Lasso, en Las Palmas. Es uno de los edificios que el Ministerio de Migraciones está acondicionando para alojar a los migrantes temporalmente, ya que lleva más de dos años cerrado. Necesitaba unas obras de reacondicionamiento que, dada la poca cantidad de alumnos, no se llevaron a cabo.
Allí, mientras Escrivá pasaba revista junto al alcalde de La Palmas, un grupo de vecinos se congregó a las puertas del colegio no solo para proferir insultos contra la población migrante, sino para expresar su malestar por la reconversión de aquel centro que vieron cerrar en una zona que apenas cuenta con servicios públicos, más allá de un centro de salud. «Aquí hay mucho paro y poca inversión. Pasa una sola guagua cada hora. Es normal que la gente se enfade si ven que sí hay dinero para traer inmigrantes pero no para que sus hijos vayan al colegio», comenta un vecino del barrio, antiguo alumno del centro.
También han notado este repunte de malestar los propios voluntarios de Cruz Roja, que se topan con insultos a menudo. «Nos dicen palabras gruesas cuando pasamos con el coche hacia el puerto, aquí, en Mogán», reconoce la voluntaria Afonso. «Nos gritan que para los negros sí que corremos, como si yo tuviera la culpa de que lleguen, como si yo fuera a buscarlos», dice. Episodios cada vez más frecuentes desde este verano, asegura.
Sin deportaciones y con los CIE al mínimo
Y mientras los migrantes siguen llegando a las islas, la política de deportaciones está en punto muerto. Interior decidió reabrir los Centros de Internamiento de Extranjeros (CIE) hace tres semanas, a pesar de que las razones por las que los cerró siguen vigentes: riesgo de contagios y fronteras internacionales cerradas que imposibilitan las devoluciones.
Una semana antes de la reapertura de los CIE, el ministro Fernando Grande-Marlaska visitó Mauritania con una idea clara: reactivar la maquinaria de las deportaciones de subsaharianos. Aquí, Mauritania es clave, ya que —junto a Marruecos— es el único país con el que España tiene acuerdo para devolver migrantes de terceros países que hayan entrado de forma irregular, siempre que se «acredite o se presuma» que han pasado por Mauritania en su ruta migratoria.
Un juez en el camino
Pero la estrategia, por el momento, no está dando los resultados esperados, entre otras razones, por actuaciones como las de Arcadio Díaz Tejera, magistrado del Juzgado de Instrucción número 8 de Las Palmas, exsenador socialista, ex Defensor del Pueblo Canario, exrepresentante de España en el Consejo de Europa y, actualmente, juez de control de CIE de Barranco Seco, en Gran Canaria. Fue quien decretó en marzo el cierre del centro durante la pandemia después de varios contagios entre los internados. También ha sido el que ha limitado los internamientos a un máximo de 42 personas por motivos sanitarios y ha advertido de que volverá a cerrar el centro en cuanto se detecte otro positivo por coronavirus.
Y no solo eso. También se acudió personalmente a entrevistarse con los últimos 42 internados en el patio del CIE. «Les expliqué la Ley de Asilo, les expliqué que tenían ese derecho y constaté que nadie se lo había explicado anteriormente», asegura Díaz en su juzgado. El resultado fue que 30 ciudadanos malienses pudieron salir después de manifestar su deseo de pedir protección internacional, «como es normal, porque Mali es un país en guerra», recuerda el magistrado.
«Algún servidor público tiene que informar de sus derechos a las personas. Está la Policía, la Cruz Roja, los abogados.. todos deberían hacerlo antes de que nadie llegara ante el juez», insiste. Sabe que sus decisiones no deben de estar sentando bien, pero insiste en que no se extralimita y que cumple el protocolo de Interior para lo que denomina «cárceles para migrantes que no han cometido ningún delito y son los más vulnerables entre los vulnerables».
«Todos estamos desbordados y desorientados ante la situación, pero en estas condiciones, unos sacan lo mejor y otros lo peor. Yo tengo claro que el Estado del bienestar solo se va a poder sostener con los migrantes aquí y trabajando, pero los Gobiernos no explican esto porque se dejan influenciar por el que ladra», asegura Díaz.
Desde su parcela, el juez dice poner un granito de arena para lo que él considera que es la única solución al drama migratorio: «Que se den visados y que haya corredores humanitarios hacia Europa. Sin esto, solo habrá abusos y tráfico de personas«, sentencia. Yassim, el migrante marroquí del muelle de Arguineguín, le da la razón: «Volveré a intentarlo si me echan. En Marruecos no hay nada». La historia lleva décadas siendo la misma.
Fuente: https://www.publico.es/sociedad/crisis-migratoria-canarias-canarias.html