La crisis político-institucional que hemos vivido recientemente ha venido a consumar la deriva autoritaria en la que desde hace tiempo, sobre todo desde la resolución del Tribunal Constitucional (TC) contra el Estatut de autonomía de Catalunya en 2010, ha ido entrando el régimen del 78. Ha sido así porque esta vez se ha convertido en un verdadero golpe institucional, ya que la decisión adoptada por el TC de paralizar el proceso legislativo que se estaba desarrollando en el parlamento en torno a unas enmiendas que afectaban al propio TC supone una impugnación directa de la soberanía tanto del Congreso como del Senado. Con esa medida se pone en cuestión el carácter parlamentario del propio régimen, ya que si bien el TC había violado en el pasado la autonomía legislativa de un parlamento autonómico, como ocurrió con el catalán, ahora se trata de una agresión a la del parlamento estatal. Marca así el camino hacia una contrarreforma del régimen por la que apuesta un bloque reaccionario en el que la lawfare y la casta judicial juegan un papel fundamental, como seguimos viendo ahora con el bloqueo de la renovación del TC desde el Consejo General del Poder Judicial.
Porque, en efecto, por primera vez hemos visto cuestionada la inviolabilidad del Congreso y el Senado en su soberanía para el ejercicio de sus funciones por parte de un TC convertido en un verdadero poder por encima de ambas instituciones, o sea, como lo ha definido Iñaki Lasagabaster en un artículo en esta misma revista, en un actor político supraparlamentario. A lo que hemos asistido ha sido a un golpe al Estado de derecho y, por tanto, como también se argumentaba en el mismo artículo, lo coherente desde una lógica democrática habría sido no acatar esa resolución y forzar una rectificación por parte del TC.
Entramos ya, por tanto, en una fase peligrosamente posdemocrática, ya que la resolución adoptada sienta un precedente que podrá ser reivindicado en el futuro por cualquier partido del régimen ante el TC siempre que quiera interferir frente a cualquier procedimiento legislativo que considere pueda dañar sus intereses.
Con este choque institucional se han puesto de relieve una vez más los límites estructurales de un régimen que fue resultado de una reforma y no de una ruptura con el legado de la dictadura y que ha ido poniendo en pie una Constitución material cada vez más neoliberal (recordemos la reforma exprés del artículo 135 aprobada por el parlamento en septiembre de 2011 para imponer la dictadura de la deuda), autoritaria y centralista. De ahí que si ya su definición como régimen parlamentario era más formal que real debido tanto a su coexistencia con una monarquía cuya legitimidad no procede del propio parlamento -y que no ha dejado de intervenir en la vida política- como al protagonismo de un aparato coercitivo y judicial que ha continuado impune frente a cualquier intento de depuración política, ahora ha perdido ya toda credibilidad posible. Con mayor razón si tenemos en cuenta que a todo eso se suma la primacía que tiene la constitución económica de la Unión Europea sobre la española en muchas de las políticas a aplicar.
Nos hallamos, por tanto, ante la culminación de una deriva en la que el PSOE, si bien ahora ha sufrido una derrota innegable, también ha sido coprotagonista de contrarreformas como la del artículo 135 o de la imposición del artículo 155 en Catalunya que, aunque han contado con el sostén del parlamento estatal, no por ello han allanado el camino al TC. Incluso ahora, aprovechando la derogación del delito de sedición, acabamos de ver cómo el PSOE ha logrado la aprobación por la mayoría de partidos a su izquierda de una reforma que amplía los supuestos de delitos de “desórdenes públicos agravados”; un artículo que constituye una verdadera amenaza al ejercicio de los derechos fundamentales de libertad de expresión y manifestación, como ya han denunciado diferentes organizaciones sociales.
Sin embargo, no podemos sorprendernos de lo que está ocurriendo en el Estado español, ya que no es una excepción en el panorama internacional. En realidad, se inserta claramente dentro de la nueva ola de neoliberalismo autoritario y reaccionario que se está extendiendo a escala global en un contexto de crisis civilizacional y multidimensional capitalista. Caben, por tanto, pocas dudas de que este nuevo salto adelante del TC no es casual: forma parte de la involución creciente hacia una democracia iliberal que en el seno de la UE representan ya Hungría y Polonia, pero que también se refleja desde hace tiempo en la necropolítica migratoria de la UE (recordemos la responsabilidad del actual gobierno en la masacre de Melilla), en el capitalismo de vigilancia, en la capacidad de la extrema derecha de marcar la agenda política o, ahora mismo, en la beligerancia del gobierno británico contra el derecho de huelga.
En el caso español su particularidad estaría en la mayor radicalización trumpista de unas derechas que persisten en su concepción patrimonial del Estado, heredada de una Transición sin depuración democrática, y en su oposición a cualquier reforma que cuestione su control sobre el mismo, especialmente de un poder judicial que constituye una pieza clave en su estrategia de desgaste del gobierno de coalición y del parlamento. Así que, ante la perspectiva de elecciones autonómicas en mayo y de elecciones generales antes de que finalice el año 2023, no parece que vayamos a entrar en una dinámica de distensión, sino todo lo contrario: la agitación permanente del fantasma de España se rompe”, del filoterrorismo o, ahora, de la complicidad con los agresores sexuales, seguirá estando en sus discursos como coartada para su guerra judicial y mediática mientras trata de ocultar su estrategia ultraliberal y reaccionaria en las comunidades en las que gobierna, con la de Madrid a la cabeza.
Desde la discrepancia y la independencia frente al rumbo que está siguiendo el gobierno de coalición PSOE-UP, no podemos mantenernos ajenos ante la victoria ahora alcanzada por el bloque reaccionario con su golpe contra la soberanía parlamentaria. A pesar de la indiferencia y la desafección creciente hacia la política que no dejan de extenderse en las clases subalternas, tenemos la obligación de alertar a nuestros pueblos de la necesidad de preparar respuestas unitarias frente a cualquier ataque a nuestras libertades y derechos y a sus instituciones representativas, ya sean de ámbito autonómico o estatal, en la defensa de la soberanía popular frente al gobierno de las togas.
Por último, la gravedad de la crisis institucional reciente vuelve a reafirmarnos en la convicción de la imposible reforma democratizadora de este régimen y de la necesidad, por tanto, de seguir apostando por una ruptura constituyente como horizonte necesario.
Jaime Pastor es politólogo y editor de viento sur.
Fuente: https://vientosur.info/crisis-institucional-un-golpe-contra-la-soberania-parlamentaria/