Durante estas ultimas semanas, formando parte de la campaña oficial en torno a la recuperación de la memoria histórica, han surgido diversas iniciativas que merecen ser comentadas. Citemos en primer lugar ese gaseoso Proyecto de ley de la Memoria Histórica que ha de ser sometido próximamente por el Gobierno al examen y a la aprobación […]
Durante estas ultimas semanas, formando parte de la campaña oficial en torno a la recuperación de la memoria histórica, han surgido diversas iniciativas que merecen ser comentadas. Citemos en primer lugar ese gaseoso Proyecto de ley de la Memoria Histórica que ha de ser sometido próximamente por el Gobierno al examen y a la aprobación del Parlamento. Demos por otra parte toda la importancia que se merece al hecho de que el penal de Carabanchel, por el que pasaron miles de opositores al régimen franquista, haya sido objeto recientemente de una atención particular por parte de los medios de comunicación.
Nos referimos por una parte a la emisión que le ha dedicado la Televisión, en la Cuatro. Y por otra, al extenso reportaje publicado en el dominical del diario «El Pais» (señalemos de paso que ambos medios de comunicación pertenecen al Grupo PRISA, estrechamente vinculado al Partido Socialista). En ambos se describe con todo lujo de detalles el estado físico en que se halla este cascarón a la deriva, el cochambroso conjunto de naves destartaladas y cubiertas de inmundicias por donde deambularon, sufrieron y soñaron, durante la dictadura franquista, miles de prisioneros políticos y de comunes.
En las páginas que «El Pais» dedica a rescatar este penitenciario del olvido, el título mismo del reportaje -«Regreso al purgatorio»- indica el espíritu con que se va a abordar el tema. Precisemos en efecto, para el lector poco advertido, que Carabanchel no fue nunca un «purgatorio», sino uno de los numerosos penales en los que el régimen franquista encerraba a cal y canto a sus opositores y en algún caso los ejecutaba a garrote vil. Para muchos presos, fue además la cárcel en la que permanecían provisionalmente antes de ser trasladados a otros establecimientos.
Fue el caso de mi padre: recién conmutada la pena de muerte a la que había sido condenado por la de treinta años y un día, pasó de la cárcel de Porlier a la de Carabanchel, para ser trasladado posteriormente al penal de Valdenoceda, en la provincia de Burgos, una antigua fábrica vetusta y destartalada convertida en pudridero de hombres.
Corría el año setenta o setenta y uno, y ahora, un cuarto de siglo después, era yo el que estaba dando vueltas, recién sacado de las Salesas, alrededor del patio de la cárcel de Carabanchel, dentro de una larga fila de presos. (Durante los tres primeros días posteriores a nuestra llegada, teníamos derecho a recuperar, por un tiempo, la luz y el espacio que tanto echábamos de menos encerrados en las celdas). Recuerdo que girábamos disciplinadamente, en silencio, bajo la mirada atenta del cancerbero de turno. Intentando, pese a todo, descubrir entre los presentes algún conocido o algún compañero de partido.
Esos tres días, una vez superados los interrogatorios de la Dirección General de Seguridad y trasladados a la cárcel, se nos antojaban un auténtico regalo, una brecha abierta de nuevo a la esperanza y al futuro. Observé que dentro de la fila los «Cabezas Canas», probablemente luchadores reincidentes, eran una minoría. (Solían marcar el paso lentamente, y se desplazaban como si estuvieran recitando una lección aprendida de antemano). En cambio los más jóvenes, que eran los más numerosos, seguían la fila agitando los brazos, contorsionándose o apoyándose disimuladamente sobre el hombro del compañero que les precedía.
A pocos pasos de mí, oí de pronto que alguien silbaba el lema de los manifestantes parisinos de mayo del 68: «Ce n´est qu´un début, continuons le combat!» («¡Sólo es el principio, sigamos luchando¡). Estiré el cuello y reconocí enseguida a mi amigo José A., compañero de saltos y de carreras por las calles de París. (En aquella época, la capital francesa -una vez más- había empezado a agitarse y a vibrar, a remolque de ese espíritu revolucionario que períodicamente brotaba de sus entrañas, como una planta de hojas y de raíces nuevas).
Para dar mayor veracidad a su encuesta, los periodistas del «País» se hicieron acompañar, en su visita a la cárcel, por dos antiguos presos: un sindicalista, Julián Ariza, miembro «histórico» de las Comisiones Obreras, que permaneció encerrado tres años en el penal, y por un ex-delincuente, Ramón Monereo. Ambos fueron testigos directos de lo que era Carabanchel durante la dictadura.
«Hay agujeros, observa el periodista, por los que ha accedido una legión de grafiteros que han decorado todos los muros del viejo presidio».
«Los ladrones, prosigue, han arrancado las puertas de las celdas mediante sopletes y cientos de kilómetros de cables han sido esquilmados tras ser extraído de las paredes».
La emisión de la «Cuatro» dedicada a Carabanchel, gracias al objetivo de la cámara, pone a nuestro alcance la visión de unos pasillos (anchos como avenidas) cubiertos de cascotes e inmundicias.
Rastrea las galerías, entre ellas «la Sexta», la de los «políticos», que retumbaba bajo los pies de los presos cuando volvían del patio o se dirigían a él. Después, la cámara se asoma, de forma descarada, a las celdas y se detiene ante las puertas arrancadas. Luego, otea las ventanas. (Los cristales siguen rotos. Los atravesaba un frío glacial, que bloqueaba las articulaciones, entumecía los nudillos de las manos y los volvía violáceos. Cuando hablábamos, nuestras bocas despedían pequeñas nubes de vapor).
En la Quinta Galería, explica el expresidiario Monereo, estaba lo que llamábamos «el palomar». «Sí, quizás porque hoy hay mucha gente que no sabe que en el franquismo, se encarcelaba a la gente simplemente por ser homosexual», remacha Ariza.
«Hoy -prosigue la crónica- ocho años después del cierre del gigantesco complejo penitenciario, éste es un cadáver de hierro y de cemento habitado solamente por un grupo de emigrantes rumanos y una legión de grafiteros que han decorado las paredes del viejo presidio».
El cancerbero advirtió nuestros gestos y nos hizo callar, amenazándonos con privarnos del paseo que habíamos estado esperando toda la mañana. Era uno de los pocos momentos en los que se rompía la serpentina de los minutos y de las horas desfilando a un ritmo que se nos antojaba interminable. La jornada se iniciaba a una hora temprana, cuando nos revolvíamos en los petates incapaces de seguir prolongando el sueño, y concluía cuando las sombras (sobre nuestras cabezas brillaba de día y de noche una bombilla) intentaban invadir cada rincón de la celda.
Con las primeras luces del día, la prisión, como un organismo vivo, empezaba a crujir y a agitarse. En cuanto oíamos chirriar la cerradura de la celda, los cuatro ocupantes nos sentábamos en el borde de los camastros. Aparecían entonces tres reclusos transportando un enorme perolo. Dos lo sostenían por las asas y el tercero llenaba nuestras tarteras, a golpe de cazo, con un brevaje de color marrón oscuro. Uno tras otro tendíamos nuestros recipientes y, de paso, nos sumergíamos en la nube de vapor que brotaba del fondo del perolo. A continuación, nos volvíamos a sentar en el borde de los camastros con el rostro y las manos ardiendo y la sensación de estar viviendo un instante único de placer y de fraternidad compartidos.
¿Dónde estará, me pregunto, en este momento, el más que probablemente fallecido Ministro de Justicia Eduardo Aunós (o alguno de sus hijos, o de sus nietos o de sus biznietos)? En junio de 1944 Aunós inauguró el nuevo presidio, calificado por él «de modelo en los de su clase, con capacidad para 2.000 reclusos». ¿Qué habrá sido también del duque de Tamames y Galisteo (o de sus descendientes que, a buen seguro, estarán cómodamente instalados en los peldaños más altos de nuestra sociedad). El duque de Tamames fue uno de los protagonistas de esta vieja historia, ya que vendió al Estado los 200.000 metros cuadrados de terreno sobre los que se asentó el penal.
En su edificación participaron los propios presos, entre ellos mi padre. Por eso, en mi memoria, la historia de una parte de mi infancia y, más tarde, de la de adulto, quedan estrechamente vinculadas a Carabanchel. Se me ocurre destacar la anécdota siguiente: un domingo, los responsables del penal dejaron entrar a las familias en el patio de la cárcel para comer con los reclusos. Para mí, ese día quedó preservado del olvido y de los rigores del tiempo. Fraternalmente mezclados, compartimos nuestra comida dominical con varios centenares de presos, sus mujeres y un revoltijo de niños que no cesaron de correr de un lado para otro, mientras se instalaban los tablones que iban a servirnos de mesas.
Llegó el momento en que todo quedó ordenado y dispuesto para la comida. Las familias pudieron entonces desplegar sus manteles, vaciar las cestas y disponer las comidas como si de una kermesse o una fiesta de pueblo se tratase. Aquel día, de forma natural, como si hubiésemos olvidado de repente el lugar en el que nos hallábamos, todos y cada uno de los allí presentes repetimos al unísono los gestos sencillos y humanos de los que habíamos sido injustamente privados.
Se me ha ocurrido pensar que la televisión, que siempre está buscando fórmulas de emisiones poco costosas y atractivas, en vez de limitarse a pasear su cámara por los entresijos y vericuetos de este roñoso navío, podía haber organizado un debate en el que estuvieran presentes, además de Julián Ariza y Ramón Monereo, otros testigos de importancia. Se podía, por ejemplo, haberles puesto frente a frente con Saturnino Yagüe, o con su sombra (responsable de la Brigada Político-Social hasta el año 75, Yagüe ya había ejercido su terrible labor durante la República). El Ministro de Justicia de la época, Eduardo Aunós (o alguno de sus allegados), el duque de Tamames y de Galisteo (o alguno de sus descendientes) podían también haber estado presentes. Y, porqué no, el que suscribe. No por sus méritos propios, sino por esa particularidad (aunque es probable que no fuese el único) de haber ocupado una de las celdas que su padre construyó con sus manos.
Sería un debate que más que ese recorrido, casi nostálgico, por los pasillos y las celdas del penal, o de lo que queda de él, y esa crónica sobre el mal denominado «purgatorio» de Carabanchel, podían haber contribuido a desvelar su verdadera historia y, de paso, a despertar algún eco emocional en la adormecida conciencia de los telespectadores.
Cuentan los periodistas de «El País», que cuando Mariano Rajoy era Ministro del Interior, las administraciones públicas pensaron en instalar, en una parte del solar actual, una Comisaría, un Reformatorio para menores y un Centro de internamiento para emigrantes (con lo cual queda probado cuáles son los valores que nuestra derecha, ya instalada en la democracia sigue vehiculando en homenaje a sus antecesores). Aunque, pensándolo bien, puede que sea más preocupante y hasta más grave el hecho de que en la cabeza de un Ministro del Interior socialista haya podido germinar la siguiente idea: «Vender el enorme solar para construir viviendas (de precio libre, -precisémoslo-) y obtener así plusvalías para edificar nuevas prisiones».
Concluyamos: el penal de Carabanchel, y su historia hasta ahora olvidada (por no decir ocultada), forma parte de esa vacilante memoria histórica a la que el gobierno socialista y su descafeínado proyecto, pretende dar «fuerza de ley»… Como si aspirase a resolver algo parecido a la cuadratura del círculo: lograr satisfacer a los vencidos y, al mismo tiempo, tranquilizar a los vencedores.
Algunos piensan, en particular los dirigentes vecinales, que podía haberse aprovechado esa oportunidad, la «recuperación» de Carabanchel, para responder a las necesidades de una población que reclama las dotaciones de que carece actualmente. No les falta del todo la razón y su demanda responde, por lo menos, a una cierta lógica. En el caso de los políticos, queda demostrado que los gobiernos pasados y el gobierno actual (no nos consuela esa idea, poco audaz, de Zapatero de convertir la rotonda del penal en un «Centro Internacional de la Paz») han carecido o carecen de voluntad y de ideas claras sobre el futuro de este centro penitenciario.
Más grave aún: da la impresión de que esos responsables, de derechas o de izquierdas, no han oído nunca hablar de lo que en otros países que sufrieron el rigor de una guerra o la calamidad de una dictadura, se denomina «lugares de memoria».
Porque como afirma García Pontes, un concejal socialista presente en la visita al penal, «si Carabanchel se tirase por completo, sería como si hubieran demolido los barracones de los campos de exterminio de Auschwitz».