«La nada es gratis, como la gracia de Dios, podéis quedaros con las dos». El perro tendido y con la cabeza sobre las patas, le miraba. «Que sepáis, esta guerra no es una guerra, las bombas, que decís que matan a la población, no son bombas, lo que llamáis destrucción, no es destrucción. A vosotros […]
«La nada es gratis, como la gracia de Dios, podéis quedaros con las dos». El perro tendido y con la cabeza sobre las patas, le miraba. «Que sepáis, esta guerra no es una guerra, las bombas, que decís que matan a la población, no son bombas, lo que llamáis destrucción, no es destrucción. A vosotros os debe bastar con creer lo que os decimos y no andar murmurando que el jefe es un asesino; no es un asesino, es el Premio Nobel de la Paz, y yo su siervo en esta península con un costado mediterráneo, y la no guerra solo es ayuda humanitaria». Al pararse en ese punto el perro se incorporó sobre sus patas traseras y se le quedó mirando como si entendiese lo que decía el otro. «El dinero del Estado – continuó- que se dice es para las necesidades sociales, no es dinero del pueblo, eso es un mito, es de la banca dueña de la industria militar que pone los medios para la no guerra, espero que quede claro. La democracia, no es el gobierno del pueblo para el pueblo, es otro mito, la democracia es el sistema de entendimiento entre los mandatarios para enviar la ayuda humanitaria». Al escuchar, porque parecía escuchar realmente, el perro torció la cabeza a un lado y otro como buscando entender mejor. Y el presidente siguió su discurso. «Ya se lo que estáis pensando, que estas palabras explicativas de nuestro proceder no se ajustan a la realidad, que son nada, y yo os digo que la nada es gratis, como la gracia de Dios, podéis quedaros con las dos, es nuestra ayuda humanitaria». ¿Era una burla?. Parece ser que al perro el discurso le resultaba un tanto delirante porque sin pensarlo le lanzó un gran ladrido, sonaba más como defensa que como ataque. «Pero no os paréis, continuad pagando religiosamente impuestos para alimentar nuestra ayuda humanitaria -volvió a insistir con las dos palabras, y el perro ladró dos veces bien firme- con los 5 millones de parados, con las 250.000 familias desahuciadas, -y bajó un poco la voz haciéndola cómplice- con los que se manifiestan en protestas diversas, con el 45% de jóvenes en paro, -y aquí paladeo un tono sibilino al hacerse las preguntas- ¿los concentramos y los bombardeamos?, ¿los matamos de hambre y frío?, ¿los dejamos que se desesperen, se vuelvan locos y se suiciden?, ¿qué se autodestruyan con sus familias?, ¿dejamos que sus hijos crezcan en la brutalidad asocial y en la ignorancia para después perseguirlos con otros como ellos?» – sonrió cruelmente antes de continuar en un modo reflexivo- «vienen bien como carne de cañón, es ayuda humanitaria», -¡guau!, ¡guau!, ¡guau!, fue inmediato-. Y entonces adoptando un tono severo descargó como si tuviese toda la fuerza de la Ley: «Me iba a reír, pero la cosa ha llegado a un punto en que no debo, esto es serio, escuchad lo que os digo, ya esta bien de teatro: ¿queréis seguir viviendo?, os pregunto, pues coged lo que os damos, la nada es gratis, como la gracia de Dios, podéis quedároslas, y tened en cuenta que os ofrezco, al nivel que ahora os corresponde, la nada, la gracia de Dios, ¡ayuda humanitaria!, ¡ayuda humanitaria!». Se le encendían los ojos, parecía un loco; y el perro sacando un ronquido que daba miedo oírle, salto por el aire y le cayó encima entre rugidos para morderle, mientras de no se sabe donde sacaba una voz humana que decía: «¡canalla!, ¡asesino!, ¡falsario!», y solo se quedó en un rugido que ponía los pelos de punta cuando le clavó una buena dentellada en la mano con la que en su discurso se acompañó aleccionando, aseverando, despreciando, la mano de firmar, la mano de coger, la mano de apretar; un empujón más del perro y el presidente fue a parar al suelo y ya por el suelo, el traje desgarrado, el pelo revuelto, la mandíbula desencajada y sangrándole los labios, gritaba llamando y rogando a sus guardias que desprevenidos no sabían qué pasaba, si su protegido estaba interpretando, si era una burla extravagante de las suyas, tan aficionado él, si sería una improvisación momentánea para después reírse, si qué, mientras, el autor de los más variados engaños, con el perro encima se desgañitaba «¡ayuda humanitaria!, ¡ayuda humanitaria!», y el perro al oírle semejante cosa parecía enfurecerse aún más. Un perro humano vale más que las palabras.
Ramón Pedregal Casanova es autor de «Siete Novelas de la Memoria Histórica. Posfacios», edita Fundación Domingo Malagón y Asociación Foro por la Memoria ([email protected])
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