Américo González Caldua ha pasado décadas como ayudante de campo en la Cordillera Blanca de Perú, donde disfrutaba de las capas de hielo que marcaron su juventud. En la actualidad, dice, ya solo se ve piedra.
Americo González Caldua lleva más de dos décadas como asistente de montaña en la Cordillera Blanca de Perú. crédito Tomás Munita para The New York Times
HUARAZ, Perú – La vida de Américo González Caldua, de 50 años, ha coincidido con la desaparición de los glaciares de los picos de los Andes. Cada año que pasa, a medida que se eleva la temperatura de las montañas, el casquete glaciar retrocede unos 18 metros.
Durante la estación seca -cuando disminuyen las tormentas y comienza la temporada de investigación- González se dirige hacia las heladas cúspides de los picos cercanos, con marcadores y prismas de agrimensura en mano. Lleva taladros de perforación pesada para extraer muestras de las profundidades de los glaciares, que revelan la imagen de la atmósfera de hace un siglo.
Conoce las capas gélidas como nadie. González no es científico ni montañista, pero es el hombre que suele seguir a los investigadores mientras carga sus equipos.
El Everest tiene a los sherpas pero la Cordillera Blanca, una sierra nevada en el norte de Perú, tiene a los ayudantes de campo. Son hombres de montaña -en su mayoría indígenas- y en el transcurso de la última generación han visto desaparecer rápidamente una vasta extensión de hielo que había estado ahí desde hace siglos.
«Antes, nuestros glaciares se veían hermosos; nuestra cordillera estaba cubierta de una capa blanca espectacular», dijo González hace poco en un pequeño albergue para montañistas ubicado cerca del campamento base de un pico de alrededor de 5400 metros. «Pero hoy, ya no vemos eso en nuestro glaciar, y perdemos más y más cada día. En vez de nieve, vemos piedras».
De todos los glaciares que se han visto afectados en el mundo, los que se encuentran en esta parte de América del Sur son los que probablemente desaparecerán primero. Los científicos los llaman glaciares tropicales, casquetes de hielo que se encuentran en lugares más cálidos como Ecuador e Indonesia, donde las cúspides elevadas de las montañas los han resguardado durante miles de años del calor de las temperaturas selváticas a sus pies.
Sin embargo, incluso estos santuarios elevados se encuentran en crisis. Los científicos climáticos dicen que la capa de hielo se redujo casi una cuarta parte en los últimos cuarenta años debido al aumento de las temperaturas. Dado que la tasa de deshielo aumenta cada año, algunos predicen que dentro de cincuenta años muchos de los picos en la región ya no tendrán glaciares.
«No es la Antártida, donde si hay una grieta de un kilómetro todo mundo le presta atención», dijo Justiniano Alejo Cochachin, quien trabaja en la Unidad de Glaciología y Recursos Hídricos del gobierno peruano. «Son diecinueve metros al año, es poco a poco».
Los glaciólogos estiman que el Gueshgue y otros glaciares de la Cordillera Blanca podrían desaparecer en cincuenta años si se mantiene la tasa actual de deshielo. Credit Tomás Munita para The New York Times
En las décadas que lleva haciendo recorridos, González ha pasado mucho tiempo mirando de cerca el trabajo de científicos como Cochachin, lo cual le ha permitido ver con sus propios ojos un paisaje que ha sido alterado por el cambio climático.
Observó que los alrededores del glaciar Pastoruri se volvían cada vez más rocosos por lo que, al derretirse el hielo, se hallaron fósiles que no habían visto la luz del día en años, incluyendo los de helechos y otras plantas. Ha visto cómo los ríos se tiñen de rojo, cuando otro glaciar se derritió y empezó a liberar los metales pesados que envenenaron el agua corriente abajo.
«Sin agua, no hay vida», dijo González.
Su trabajo comienza temprano, mucho antes del amanecer, cuando González empaca los crampones que usan para caminar sobre los glaciares, los taladros para hacer hoyos profundos, los instrumentos topográficos, los cascos, los guantes y el equipo para construir un refugio, todo en una mochila casi tan grande como él.
La comida suele ir a lomo de mula, siempre y cuando la mula pueda subir. De lo contrario, González la traslada al campamento durante varios días.
González aseguró que ascender a un glaciar llamado Yanamarey no sería tan extenuante, tomando en cuenta sus recorridos habituales: ir y regresar solo le tomaría unas diez horas. Así que una mañana partimos con Rolando Cruz, un investigador de Huaraz que iba a tomar algunas medidas en la base del glaciar.
Las largas horas de ascenso suelen ser silenciosas; González busca lo que él define como «la ruta perfecta» a través del paisaje pantanoso escondido entre la niebla, donde se elevan los picos irregulares a cada lado y los halcones hacen sus nidos. Las vastas planicies se extienden a lo largo de kilómetros y los lechos de lagos de la Era del Hielo, ahora secos, son campos de pastoreo de ganado.
«Antes las vacas no estaban aquí», observó González, y agregó que, desde que subieron las temperaturas, los animales van a pastar a altitudes más elevadas.
González escogió una ruta que había cruzado en innumerables ocasiones a lo largo de décadas, desde su primera visita al Yanamarey a principios de los años noventa, cuando comenzó a trabajar con los científicos que estudiaban el glaciar. Las descripciones que ofrece de cómo era la zona en esa época son muy variadas. A veces, hace referencia a un edificio que «tenía muros azules». Otras, habla de «la hermosa y larga lengua» del glaciar, como si se tratara de un animal.
«Sí, está vivo», dijo, describiendo el lento movimiento del glaciar bajo sus pies.
En los años noventa, los ascensos llegaron a ser una escapatoria temporal de los conflictos que estallaban más cerca del nivel del mar, cuando Sendero Luminoso, el grupo maoísta rebelde que aterrorizó a Perú durante décadas, atacó a políticos en el poblado cercano de Huaraz y plantó tres autos bomba. A pesar de la agitación, cada año llegaban científicos estadounidenses y de otras partes y González los llevaba a la cima.
«Cuando uno está en el campo, la mente se despeja», dice.
El sonido del hielo agrietándose, que se escuchaba en las capas de hielo que los científicos venían a estudiar, era lo que más le perturbaba. «Tac», dijo, «como un estruendo». Y cada año que volvía, el Yanamarey estaba más lejos que la vez anterior.
Nuestro ascenso continuó. El paisaje se convirtió en una serie de peñascos y, después, apareció el glaciar.
Ese día se veía muy distinto a lo que había descrito González. La capa de hielo, que alguna vez había alcanzado el lago que se veía más abajo, había retrocedido hasta cuesta arriba de la ladera rocosa de la montaña, y ahora tan solo era una mancha asomándose detrás de las rocas. No había «muros azules» ni una «lengua», solo una delgada capa de hielo sobre una franja de rocas sin vegetación.
«Se ve gris, como el plomo», dijo González en varias ocasiones.
Cruz escaló, tomó sus medidas un poco más adelante y regresó poco después. Los dos hombres intercambiaron la misma mirada de resignación y después comenzaron el descenso.
A su edad, González sabe que estos recorridos no durarán para siempre. Sus rodillas han comenzado a resentir las largas caminatas, en especial durante el descenso cuando carga enormes cantidades de equipo. «Uno no tiene la misma fuerza», comentó.
De regreso en el albergue en Huaraz, González volteó hacia donde estaba su hijo Álvaro, de 18 años, que nos había alcanzado esa tarde. El joven me contó que pronto comenzará a estudiar climatología en la universidad, inspirado por su padre, que hace algunos años lo llevó a conocer la capa de hielo.
¿Y a González quién le mostró los glaciares? Fue su madre, recuerda, un día frío que miraban juntos los picos desde una granja cercana.
«Se podían ver dos glaciares blancos a la distancia», dijo. «Y nuestra madre los señaló y dijo: ‘Raju’, que es la palabra quechua que significa hielo».
En aquel entonces, el hielo parecía tan permanente como las montañas.
«No, nunca me imaginé esto», dijo González, describiendo la situación actual. «De niño, uno no se puede imaginar lo que sucederá más adelante».