Los golpes militares no se inician jamás a las seis de la tarde; las fuerzas que intervienen en un golpe militar nunca dan vivas al jefe del estado, contra el que atentan, en el curso de su ilegal operativo; los tanques que utilizan las Unidades rebeldes comprometidas en un golpe militar siempre llevan sus «santabárbaras» […]
Los golpes militares no se inician jamás a las seis de la tarde; las fuerzas que intervienen en un golpe militar nunca dan vivas al jefe del estado, contra el que atentan, en el curso de su ilegal operativo; los tanques que utilizan las Unidades rebeldes comprometidas en un golpe militar siempre llevan sus «santabárbaras» a tope de munición y sus tripulaciones armadas hasta los dientes; el primer objetivo en un golpe militar es siempre, siempre, el palacio o residencia oficial del jefe de Estado; los presuntos golpistas en una acción militar contra el Estado nunca, nunca, dejan al jefe del mismo libre en su palacio y con todas sus comunicaciones con el exterior abiertas para que pueda reaccionar cómodamente contra sus enemigos; los dirigentes de un golpe militar jamás llaman por teléfono al jefe del Estado contra el que teóricamente están actuando para tratar de explicarle sus movimientos futuros y, menos todavía, para obedecer sin rechistar sus órdenes; los primeros movimientos de carros de combate en un golpe militar se dan siempre en la capital de la nación y no en la de una provincia periférica situada a más de trescientos kilómetros de distancia; los tanques rebeldes nunca, salvo que Gila ordene lo contrario, respetan los semáforos y las reglas de circulación, todo lo contrario, intentan alcanzar cuanto antes sus objetivos (palacio real o presidencial, palacio de justicia, centrales telefónicas, de radio, de televisión, banco central etc., etc.) importándoles un comino los accidentes o bajas entre la población civil.
Y, por último, es absolutamente improbable que en un golpe militar el presunto jefe de los golpistas lleve en el bolsillo de su uniforme una lista de su futuro gobierno (para hacerla pública si triunfa la asonada) formado curiosamente no por militares o civiles golpistas de su entorno sino por políticos pertenecientes a partidos del propio sistema contra el que se está actuando ilegalmente.
Visto todo lo anterior, que además es de elemental sentido común, resulta meridianamente obvio que aquí el famoso 23-F, del que ahora se acaba de cumplir su vigésimo aniversario, no tuvo nada que ver con una verdadera y tradicional intentona castrense; por mucho que se intente zanjar la cuestión apoyándose en el incuestionable veredicto de los micrófonos de la radio o las cámaras de televisión, en el carácter inestable y violento de Tejero o en las chapuzas y traiciones de sus dos teóricos dirigentes: los generales Armada y Milans del Bosch. Nada de eso es determinante. Además ni el antiguo preceptor del Rey y luego secretario de su Casa, el todavía vivo marqués de Santa Cruz de Rivadulla, ha sido nunca un tonto de capirote, un loco visionario, un irresponsable o un traidor (más bien todo lo contrario) ni el ex capitán general de Valencia (uno de los generales con más carisma dentro del ejército franquista) tuvo nunca sus neuronas profesionales al nivel de las de un pobre cabo furriel.
Si ambos montaron al alimón un complejo tinglado político-militar al margen de la Constitución (que fue en definitiva lo que salió a la luz el 23-F) para salvar la corona española (los dos eran fervientes monárquicos) fue pura y simplemente porque su señor, el rey Juan Carlos, perfectamente enterado tanto por ellos mismos como por los servicios de Inteligencia del estado (CESID) y la cúpula militar (JUJEM) del operativo golpista (éste si de verdad) que preparaban para principios de mayo los militares más radicales de la extrema derecha española, les pidió con urgencia la puesta en marcha de esa maniobra; que debería desactivar, cuanto antes y como fuese, ese peligro real y absoluto que amenazaba en primer lugar a su propia persona, y después a su corona, y, por último, al régimen de libertades instaurado trabajosamente en España a partir del 20 de noviembre de 1975.
La operación palaciega, consensuada con los principales partidos políticos y con vocación de pasar por «constitucional», salió mal entre otras cosas porque su más alto valedor, el rey, víctima de un ataque de miedo insuperable al enterarse por sus ayudantes de la barrabasada de Tejero en el Congreso, se desmarcó inmediatamente de ella a través de un doloroso «coitus castrensis interruptus» que dejó a sus fieles edecanes de palacio y conseguidores reales, señores Armada y Milans, con el trasero al aire, con el plumero de sus uniformes de gala bien visibles y, en definitiva, perfectamente preparados psicológicamente para pasarse una larga temporada a la sombra en alguna lóbrega prisión militar. Aunque hay que reconocer, en honor a la verdad, que la chapuza borbónica resultó al final muy provechosa para el sistema democrático español y para desmontar de una vez el franquismo latente en los cuarteles.
Esto fue así, por mucho que durante veinte años a los españoles de a pie se les haya venido contando una historieta de buenos y malos, demócratas y fascistas, de militares y civiles, de vencedores y vencidos, de militares golpistas nostálgicos del anterior régimen (que los había y muchos pero que no llegaron a actuar afortunadamente ese emblemático día de febrero de 1981) bastante chapuceros y, sobre todo, de un señor con corona, valeroso e inteligente como pocos (aunque luego se ha sabido que su santa esposa lo pilló llorando a moco tendido en el dormitorio después de lo de Tejero), curiosamente vestido de general del ejército español como los presuntos cabecillas del evento que, con un breve (aunque tardío) mensaje televisado lograría salvar «in extremis» al Estado de una nueva dictadura militar. Desde luego, la desfachatez de los políticos, de los que gobiernan, de los poderes fácticos del sistema, de sus lacayos, de sus cipayos, de sus altavoces mediáticos, de su subordinados de toda su laya… no tiene límites; como tampoco los tiene la credulidad y la excesiva bondad de tantos confiados ciudadanos intoxicados sin rechistar por la propaganda oficial.
Pero con ser muy grave la actuación del Rey al margen de la constitución que acabo de señalar y que pudo degenerar en un enfrentamiento armado dentro del ejército e, incluso, en una guerra si los sectores más ultras de las FAS adelantan su terrible órdago de mayo al 23-F ante el alarmante vacío de poder que se vivió durante unas horas, lo que reviste de máxima gravedad el asunto es que el monarca se valió en esta ocasión de su condición de rey y, sobre todo, de su cargo de jefe supremo de las Fuerzas Armadas para intentar salvar su corona como fuera, recabando la ayuda de sus fieles, de sus militares de palacio, de los servicios secretos del Estado, de la cúpula militar… para luego abandonar a los más comprometidos, a los que se la habían jugado por su señor, a su suerte. Que, como todos sabemos resultó más bien negra ya que fueron condenados «manu militari» y sin que el Rey moviera un solo dedo para paliar sus exageradas condenas, a la friolera de treinta años de cárcel. Normal dirá alguien, el Rey es irresponsable, es inviolable constitucionalmente, no puede equivocarse como cualquier mortal. Y, digo yo, y si esta «chapuza tejerina» no hubiera terminado tan bien como terminó y aquello hubiera degenerado en un enfrentamiento armado con miles de muertos… ¡Tampoco el monarca hubiera podido ser juzgado por sus manejos palaciegos! ¡Menudo país y menuda Constitución!
Un esperpento tan peligroso como el 23-F (y lo dice una persona que lo ha estudiado a fondo durante diecisiete años) no puede volver a repetirse. Con un rey irresponsable o con el «sunsum corda» en la jefatura del Estado. Y sería muy conveniente, para dejar de una vez las responsabilidades históricas de todos al descubierto (esas sí que pueden pedirse al monarca ¿no?) pasados ya nada menos que veinte años de tan preocupante evento, que el Parlamento español como representación máxima del pueblo soberano, abriera una exhaustiva investigación sobre el mismo. Que depurara responsabilidades (históricas vuelvo a repetir, pero responsabilidades al fin y al cabo) en las altas instancias de la nación donde se gestó, se planificó, se intentó ejecutar y se abortó finalmente uno de los hechos más estrafalarios, ridículos y peligrosos de nuestra flamante monarquía franquista.
Amadeo Martínez Inglés. Coronel del Ejército Español publicado en Ardi Beltza en 2001