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Un ser para la vida

Fuentes: Bohemia

  Aunque uno se declare optimista, esencialmente de la voluntad, del miocardio -gracias al aire fresco de la práctica y quizás al empeño en aprender del libro de la naturaleza y de los humanos libros-, no podrá uno negar que a ratos se siente transido por la percepción de final más que probable, de Apocalipsis […]

 

Aunque uno se declare optimista, esencialmente de la voluntad, del miocardio -gracias al aire fresco de la práctica y quizás al empeño en aprender del libro de la naturaleza y de los humanos libros-, no podrá uno negar que a ratos se siente transido por la percepción de final más que probable, de Apocalipsis avisado.

Y no es que a uno lo atosigue per se la perspectiva del hombre (hoy diríamos: el hombre y la mujer) como ser para la muerte, proclamada por Heidegger. No es que uno se las pase alanceado por la posibilidad permanente de la Parca sobre el individuo (uno mismo, ¿no?), e incluso se entregue con Kierkegaard al «dueño de todo lo posible», a la divinidad bienhechora, sin hacer más que eso. Uno se angustia por todos más que por uno mismo. O al menos quiere obligarse, como imperativo moral, a pensar mayormente en la especie, aunque no siempre lo consiga.

¿Por qué todo esto? Ah, por la sinergia intelectual y emocional que provoca en uno el aluvión de datos sobre los cambios climáticos: la imagen de un ámbito donde el metano desplaza al oxígeno, con ralas hileras de seres fantasmagóricos aferrados a la supervivencia, trashumantes y aterrorizados, o embotados por lo irrecusable, en medio del páramo que ocupa lo que habrá sido el «jardín del universo»: la Tierra.

Con los datos, la lectura de dos ensayos preclaros. El primero, del teólogo de la liberación Leonardo Boff, quien entra de lleno en las causas de ese previsible tope de los tiempos. «La visión del mundo imperante, mecanicista, utilitarista, antropocéntrica y sin respeto por la Madre Tierra y por los límites de sus ecosistemas sólo puede llevar a un impasse peligroso: destruir las condiciones ecológicas que nos permiten mantener nuestra civilización y la vida humana en este esplendoroso Planeta».

El segundo, de Adolfo Sánchez Vázquez, alto exponente de la tradición que, con uno de sus pilares en Antonio Gramsci, viene a llamarse filosofía de la praxis. «La sospecha de que la técnica -como el trabajo humano- puede tener consecuencias deshumanizantes se vuelve certidumbre desde mediados del siglo XIX, como se advierte claramente en la crítica de Marx al papel de la máquina en el capitalismo de su tiempo». En el reino del «hombre burgués», interesado en impulsar a toda costa y a todo costo la transformación de la naturaleza, obcecado en la producción material a ultranza, porque «solo desarrollando incesantemente las fuerzas productivas puede satisfacer sus intereses económicos y sociales».

En la actualidad somos conscientes, con Sánchez Vázquez y otros, de lo que el genio de Tréveris había columbrado, «si no en el Manifiesto, sí en El capital; a saber: que ese creciente desarrollo productivo no solo tiene consecuencias negativas para el trabajador, sino también para la naturaleza. Hoy sabemos muy bien que el progreso tecnológico tiene un lado perverso, inhumano, pero en grado mucho más alto que el que conoció y previó Marx […] Hoy ya es evidente que la pretensión de imponer la sujeción total de la naturaleza amenaza la existencia misma del hombre».

Sí, concordemos en que el antropocentrismo debe ser revisado para armonizar las relaciones entre el ser humano y natura. Lo que exige «trazar límites al dominio sobre ella» o, más exactamente, «dominar ese dominio, para ponerlo efectivamente» a nuestro servicio. Algo que implicaría romper con «la visión occidental, capitalista, orientada hacia la producción y el consumo ilimitados». Lo que, por supuesto, no supone la renuncia a la técnica, sino su «control social y democrático»…

¿Habría que subrayar que por intermedio del socialismo, sistema en capacidad de no reproducir la lógica de desarrollo de las fuerzas productivas-destructivas -como las calificaba el filósofo español Manuel Sacristán-, y pensado también contra esa forma de enajenación que convierte a la técnica en poder extraño, que se impone al homo sapiens, trocándolo en simple cosa, medio o instrumento?

Nada, que si deseamos seguir siendo, tendremos que agruparnos de una vez por todas en la consecución de lo que, citando al astrofísico Brian Swimme, Leonardo Boff llama el ecozoico, era que coloca «lo ecológico como la realidad central a partir de la cual se organizan las demás actividades humanas, principalmente la económica, de tal manera que se preserve el capital natural y se atiendan las necesidades de toda la comunidad de vida, presente y futura».

Porque ¿de qué vale un PIB que, azuzado por el mito del progreso, nos condene a la desaparición? ¿Para quién la economía si no para el sujeto: la humanidad? El producto interno bruto no puede medrar a expensas del producto terrestre bruto, nuestro pecado original, en palabras de Boff. Y admitirlo podría ser el paso previo de una acción que empiece quitándole a uno la angustia de un Apocalipsis que quiere uno creer evitable. Pero cuyo conjuro, decididamente, depende de muchos.