Más allá de las meras consideraciones de actualidad, el alto el fuego de ETA invita a reflexionar sobre algunos conceptos relacionados con la política que convendría tener claros en la fase que ahora se abre. Se trata del pretendido concepto jurídico de «terrorismo», de la «violencia», de lo que se entiende por víctima y preso […]
Más allá de las meras consideraciones de actualidad, el alto el fuego de ETA invita a reflexionar sobre algunos conceptos relacionados con la política que convendría tener claros en la fase que ahora se abre. Se trata del pretendido concepto jurídico de «terrorismo», de la «violencia», de lo que se entiende por víctima y preso político y, por último de la relación de la violencia con la política. El caso del conflicto vasco nos servirá de ilustración para un análisis de alcance mucho más general. Ante el debate que se avecina, será útil disponer de un léxico mínimo para repolitizar toda una serie de temas que han sido objeto de la más completa neutralización en nombre de categorías como las de paz, democracia, víctimas y derechos humanos las cuales más que como valores políticos se han utilizado como armas de criminalización del enemigo. En ello ETA y el Estado Español y sus respectivos secuaces son, por cierto, bastante comparables.
Lo primero que llama la atención a quien tenga a estas alturas alguna sensibilidad democrática y todavía considere que los pueblos tienen derecho a decidir algo es que los «terroristas» suelen defender causas perfectamente justas. Tanto ETA como el IRA o como el propio Ben Laden se plantean objetivos estrictamente políticos. En sus planteamientos no hay, como pretende cierta «teología política» del terrorismo popularizada por José María Aznar y George Bush, ningún «mal radical» al que no se pueden -ni deben- buscar justificaciones ni explicaciones. Lo que hay son reivindicaciones que aspiran al establecimiento de un orden de derecho conforme a la justicia y conforme, además, a principios universalmente compartidos. No es necesario recurrir a ninguna aberración teológica ni ser súcubo de ninguna inspiración diabólica para exigir que las tropas norteamericanas o, en general occidentales, se retiren de territorios ocupados, que no se niegue el carácter colonial del Estado de Israel y se respeten los derechos del pueblo palestino, que cese el multisecular dominio colonial del Reino Unido sobre Irlanda mediante un proceso de autodeterminación de todos los irlandeses, o que el pueblo vasco tenga los mismos derechos que la carta de las Naciones Unidas reconoce al de Timor Oriental o al de Eslovaquia. Provoca sonrisa la afirmación presuntamente ingenua de los enemigos del proceso de paz en el País Vasco que afirman que ETA, a pesar del alto el fuego, no ha renunciado a sus objetivos de autodeterminación. Por qué tendría que hacerlo, cuando la causa que defiende es una causa justa, es decir una causa que es legítimo defender pues, entre otras cosas, no entraña la opresión de nadie, sino el fin de la de muchos.
Inversamente, los poderes «democráticos» son los que sistemáticamente niegan derechos, mantienen situaciones de opresión colonial o llegan incluso en nombre de la paz, la democracia y la seguridad a violar la totalidad de los principios jurídicos en que se basa su propia legitimidad. El comportamiento de la «única democracia de Oriente Medio», el Estado de Israel, en relación con la población palestina es ejemplar a este respecto, como lo es el de las potencias euronorteamericanas que encabezan el «Imperio del Bien» en Iraq o Afganistán, así como en otros lugares, incluidos sus propios territorios. De nuevo nos encontramos con una paradoja: si los terroristas, enemigos según nos dicen de la democracia, defendían causas justas, universales y coincidentes con los principios de la democracia, el Estado de derecho y una coexistencia internacional civilizada, lo que defienden en realidad las democracia es lo contrario de lo que fundamenta jurídica y políticamente su propia existencia. Extraño mundo este en el que fanáticos y terroristas reivindican ante los «demócratas», no que dejen de serlo y se conviertan al fanatismo, sino que lo sean de verdad, y donde, inversamente, los gobernantes democráticos reprochan a los terroristas no sólo ni fundamentalmente su violencia, sino que defiendan los objetivos democráticos que ellos han abandonado…
Se dirá que la diferencia entre las democracias y los terroristas radica en los medios empleados, que las democracias se valen de los medios de la razón y el diálogo pacífico, mientras que el terrorismo recurre a la violencia y la intimidación. Esto es olvidar que la democracia realmente existente es un Estado y que todo Estado se define weberianamente por el monopolio de la violencia legítima. La circularidad de esta fórmula no suele comentarse: violencia legítima es, en efecto, aquella cuya legitimidad le es conferida por el Estado que tiene su monopolio. Legitimidad y monopolio son así términos sustituibles: legítima es la violencia que uno sólo ejercita, al haber hecho preferir a los demás la obediencia a los riesgos de la insumisión.
La violencia legítima, así entendida, se convierte en salvaguardia de la paz al eliminar la violencia privada y reducirla a mera criminalidad. Quien se atreve a desafiar el monopolio de la violencia es a los ojos del Estado un mero criminal, independientemente de la finalidad perseguida mediante la acción violenta. La lucha armada política y la delincuencia quedan así igualadas, quedan igualados el guerrillero y el pirata. A quien cuestiona por motivos políticos el monopolio de la violencia se le denomina terrorista. Poco importa aquí que, a diferencia de otros delitos, no consista el terrorismo sólo en una serie de actos, sino en los mismos actos que constituyen otros delitos acompañados de una finalidad política. Lo que ocurre es que la finalidad política de estos, que resulta esencial para la definición, se convierte en un aspecto accesorio en la práctica. La tipificación del delito de terrorismo no debe servir para mostrar el hecho de que en el orden político de un determinado sistema no se pueden representar determinadas realidades o conflictos con dimensión política, pues esto es algo que debe ocultarse cuidadosamente en interés de la pretensión de universalidad de todo Estado. Para lo que sirve esta figura «penal» es para criminalizar indirectamente los fines políticos que no son alcanzables dentro del ordenamiento existente. Si no fuera esto así, mal se entiende la necesidad de incluir en la legislación penal el «delito» de terrorismo. La ventaja que de ello extrae un poder establecido es que puede ignorar sus propias limitaciones y por otra parte criminalizar como inspiradora del terrorismo la denuncia de estas propias limitaciones. Lo que sería un desafío político potencial queda neutralizado y relegado al ámbito «apolítico» de lo criminal que incluye el conjunto de intereses y fines no representables por ser no sólo parciales sino incompatibles con el «interés general».
Dentro de la economía interna de un ordenamiento político, se distingue según nos enseña Jacques Rancière, una parte representable y una parte no representable de los intereses sociales. En la política (a diferencia de la mera «policía» que, en la terminología de Rancière, designa la gestión de las diferencias representables) lo que está en juego es precisamente el acceso a la representación de la parte no representable de la sociedad. Ejemplos históricos de esta tensión por el acceso a la representación son el Tercer Estado, pero también el proletariado o las nacionalidades en proceso de autodeterminación. Para que haya política es necesario, por lo tanto, que lo representado en un sistema con pretensiones de universalidad -todo sistema político lo es- no coincida con lo representable, que exista una reserva de no representación o, en otros términos, que el sistema no esté cerrado. Todo sistema constituido pugna por sobrevivir como tal y procura negar la existencia o la legitimidad de lo no representado, pues si bien puede y debe gestionar diferencias, lo que le resulta imposible es no entrar en conflicto con una alteridad que le resulte incompatible. Así, el planteamiento de Rancière no se encuentra tan lejos del de Carl Schmitt, para quien la política consistía en la designación del enemigo. La política no existe sin antagonismo, y el antagonismo político no puede darse sin que, en último término, entre en juego al menos como posibilidad la violencia como último recurso ante un peligro que afecta a la propia existencia de las partes en conflicto.
Lo característico de lo que hoy se denomina «terrorismo» es su relación especular con el Estado que lo criminaliza. El terrorista no considera al Estado como enemigo político, no reconoce su monopolio de la violencia, ni por ende la legitimidad de ésta. En este aspecto su punto de vista sobre el Estado coincide con el que el Estado tiene sobre él. El Estado se presenta ante el terrorista como una organización criminal cuya única legitimidad radica en la violencia cuyo monopolio pretende poseer. El terrorista es para el Estado un criminal que cuestiona por fines políticos ilegítimos su monopolio de la violencia. En ninguno de los dos casos es posible una codificación del enfrentamiento conforme al modelo de las leyes de la guerra, pues ninguno de los actores va más allá de la insoportable realidad de todo poder, de su radicación última en la violencia. Por ello no pueden hacer de esa violencia real o potencial el fundamento de la política y ven en ella su único contenido.
La democracia empieza cuando concluye la lógica especular del terrorismo, cuando el espacio de lo representable permanece abierto con el consiguiente riesgo para el orden instituido y, por ello mismo, el conflicto puede mantener en la violencia su posibilidad en último término, sin que esta llegue a actualizarse. Para ello es necesaria una cierta dosis de autoironía respecto de la pretensión de universalidad del orden político y reconocer que no existe un saber de la representación que permite en último término hacer coincidir la norma jurídica con la realidad social, sino un conflicto siempre latente por la representación. Ello no quiere decir que no exista ningún orden o que siempre quede abierto el proceso constituyente. Si esto fuera así tampoco existiría la política, pues todo podría quedar representado en un orden integrador de todas las minorías, lo que coincide con la utopía liberal de gestión permisiva («policial» en términos de Rancière) de la multitud. No es de extrañar que la tentación liberal esté siempre al acecho cuando se intenta formular una política de la «multitud».
Cuando el conflicto político no puede acceder al plano de la representación, la violencia «policial» y «terrorista» produce víctimas. Las víctimas pueden integrarse en un circuito de economía simbólica en el que sirven de refuerzo a la criminalización de la otra parte. La inhumanidad del Estado o del terrorista quedan ilustradas por el número de víctimas de su violencia, por los muertos, los secuestrados, los torturados, los presos políticos etc. Suelen utilizarse las víctimas para mostrar el peligro para la existencia de una parte que supone el poder criminal de la otra, lo que reafirma a cada una de ellas en su consideración del adversario como un enemigo de la Humanidad y justifica todo tipo de excesos que producirán nuevas víctimas. Las víctimas y los mártires son lo que cada una de las partes está dispuesta a pagar por salvaguardar su propia existencia. Todo por la patria o revolución o muerte (Iraultza ala hil) son lemas que propician la reproducción ampliada de víctimas y mártires. Existe, sin embargo otra posibilidad consistente en sacar a las víctimas del ciclo del sacrificio en el que dioses oscuros siguen reclamando sangre. Para ello es necesario llegar a ver en el adversario criminalizado un enemigo, alguien que no comparte mis valores morales ni políticos y cuestiona mi orden jurídico. El enemigo es la figura política del otro. Un Otro irreductible con el cual, al no pretender que exista entre él y yo un sistema axiológico universal puedo hacer la guerra de manera limitada, sin los excesos de las guerras santas realizadas contra los enemigos de la humanidad o de Dios. La democracia es el límite al que tiende este modelo de la guerra entre enemigos, que se respetan entre sí no ya porque acepten principios comunes de humanidad, sino porque reconocen que algo del otro siempre será siempre irrepresentable en mi propio sistema. Se da en cierto modo la paradoja de que el mayor enemigo de la paz es la condena «pacifista» de la guerra y del antagonismo en nombre de un pretendido orden jurídico y moral universal.
La negación al terrorista preso del estatuto de preso político es una de las consecuencias fundamentales de la tipificación del terrorismo como delito. En el caso de las democracias, o de los regímenes que pretenden serlo, que es hoy el más general, no puede haber presos políticos, pues una democracia pretende representar el interés general de toda la población. Los únicos presos que hay oficialmente son los delincuentes comunes entre los cuales figuran los terroristas. Los presos políticos auténticos serían los presos de conciencia, pero, como se sabe, estos sólo existen en los regímenes dictatoriales. Los terroristas que están en prisión han sido condenados por actos criminales contra la vida y la integridad de las personas, aplicándoles, sin embargo una legislación especial antiterrorista que reconoce necesariamente sus móviles políticos. Su condición está así a mitad de camino entre la del delincuente común y el prisionero de guerra. Con el delincuente común comparte el hecho de que no se le reconozca como enemigo, con el prisionero de guerra el de que se reconozca la inscripción de sus actos en un contexto político.
Sin duda en la guerra terrorista/contra el terrorismo se han cometido atrocidades y actos que en otros contextos constituirían crímenes de guerra. Para muchos resulta por consiguiente comprensible que se castigue a los culpables de estos crímenes y que no escapen a la justicia. Si se acepta esta lógica, la paz es imposible. Y lo es porque también resulta imposible declarar la guerra a quienes básicamente son criminales y no enemigos. Sólo cuando hay guerra puede haber paz: en la guerra contra el terrorismo la paz es imposible, porque las partes no se reconocen como enemigos y no pueden acordar la paz sino castigarse recíprocamente por su inhumanidad en un proceso sin fin. Es necesario, por lo tanto construir al enemigo como tal, reconocer que su relación potencial o actual con la violencia es la misma que la nuestra y que es tan o tan poco violento como nosotros. Sólo así el recurso a la violencia puede resultar limitado. Sólo así puede reconocerse que la parte «antiterrorista» también recurre o ha recurrido a la violencia y que existen víctimas del otro lado.
La buena noticia del alto el fuego de ETA es que con él esta organización acepta declarar la guerra al Estado, al mismo tiempo que suspende sus operaciones militares. La dimensión de este acto es considerable, pues ETA ha dejado de considerar al Estado Español una organización criminal y reconoce la posibilidad de luchar pacíficamente en su marco por sus objetivos políticos y sociales. Lo que todo pacifista consecuente debe ahora esperar es que el Estado recoja el guante y declare también la guerra reconociendo a los presos como prisioneros de guerra y liberándolos al final del conflicto, pero también abriendo el espacio de la representación al independentismo vasco.