En la pared de mi cuarto tengo una foto de Titón que me regaló Mirtha Ibarra hace ya unos años. Ahí está él: el brazo izquierdo recostado a una pared, el rostro inclinado, el ceño fruncido, aislado del mundanal ruido que genera un set de filmación. Es una foto en la que el mediador -la […]
En la pared de mi cuarto tengo una foto de Titón que me regaló Mirtha Ibarra hace ya unos años. Ahí está él: el brazo izquierdo recostado a una pared, el rostro inclinado, el ceño fruncido, aislado del mundanal ruido que genera un set de filmación. Es una foto en la que el mediador -la cámara- desaparece para dejar constancia del soplo de un instante, la plasmación de un segundo de veracidad congelado en el tiempo: una foto con aura, una foto viva.
Vi a Titón más de una vez hacer ese gesto durante un rodaje: era su manera de enfrentarse y pelear con los demonios de la creación. Era su forma de no quedarse nunca con lo obvio, de tratar de encontrar la dimensión más enriquecedora de cada escena y cada plano, las contradicciones de cada personaje, el oscuro esplendor de cada imagen. Por eso siempre tuve la impresión de que Titón luchaba cada segundo contra el conformismo, tensando dentro de sí mismo la cuerda de su arco creativo. Ese era su rigor: no el rigor de una camisa de fuerza disciplinada y escolástica, sino el rigor de ir más allá, de intentar despejar -por muy tupida que fuera- la bruma que nubla cada creación artística. Siempre lo recuerdo así, porque así fue para mí una enseñanza. Y por eso, siempre que estoy ante preguntas sin respuestas durante la creación de una película, miro en silencio esa foto.