Cuando alguien le dijo al periodista y escritor «hay un fusilado que vive» no le importó más nada a partir de ese momento.Ese dato que parió al libro Operación masacre transformó a un laburante en un hombre comprometido con su tiempo.
Rodolfo Jorge Walsh era un laburante que se levantaba a las 6 de la mañana y se tomaba el tren a Buenos Aires, donde se ganaba el mango escribiendo notas para distintas publicaciones. A la noche estaba de vuelta en casa. Pero enterarse de esta historia cambió su vida y la de toda la familia.
«La primera noticia sobre los fusilamientos clandestinos de junio de 1956 me llegó en forma casual, a fines de ese año, en un café de La Plata donde se jugaba al ajedrez (…) Una noche asfixiante de verano, frente a un vaso de cerveza, un hombre me dice: -Hay un fusilado que vive.»
Estas palabras pertenecen al prólogo de su libro Operación Masacre, la obra maestra del periodismo de investigación con la que el autor demostró la verdad de lo sucedido aquella trágica noche de junio.
En aquel entonces, el periodista -asesinado el 25 de marzo de 1977 por un grupo de tareas de la Esma- vivía en la ciudad de La Plata, en una casa de ubicada en 54, entre 3 y 4, junto a su mujer Elina Tejerina (maestra de disminuidos visuales) y sus dos hijas, María Victoria y Patricia.
Vivir en peligro
«Ahora, durante casi un año no pensaré en otra cosa, abandonaré mi casa y mi trabajo, me llamaré Francisco Freyre, tendré una cédula falsa con ese nombre, un amigo me prestará una casa en el Tigre, durante 2 meses viviré en un helado rancho de Merlo, llevaré conmigo un revólver y a cada momento las figuras del drama volverán obsesivamente.»
Así relata Walsh las peripecias que tuvo que vivir para llevar adelante la investigación. Abandonó su casa de La Plata y formó equipo de trabajo con la joven periodista Enriqueta Muñiz. Hasta ese momento Rodolfo Walsh era un antiperonista confeso. Pero no pude entender ni soportar semejante injusticia: que hubieran matado a trabajadores pobres, peronistas, a gente que no tenía nada que ver. Eso, sobre todas las cosas, lo ofendió.
Para Rodolfo Walsh, haber conseguido el dato del «fusilado que vive» significaba jugar en el límite entre la justicia y el periodismo. A él le parecía que le podía dar fama, popularidad, dinero, éxito; era todo lo que le interesaba en ese momento. Pero al investigar se encontró con una historia terrible sobre los límites de lo que se puede hacer con las personas: llevarlas de madrugada a un basural, fusilarlas, incluso a algún sobreviviente ir a buscarlo al hospital y volver a secuestrarlo. Allí cambió todo lo que pensaba anteriormente.
Un oficio violento
Cuando los asesinatos ocurrieron, en los diarios no salió una línea al respecto. «Esta es la historia que escribo en caliente y de un tirón, para que no me ganen de mano, pero que después se me va arrugando día a día en un bolsillo porque la paseo por todo Buenos Aires y nadie me la quiere publicar, y casi ni enterarse», cuenta en el libro el periodista, que logró sacar las primeras notas entre enero y marzo de 1957, sin firma, en una hoja gremial que se distribuía en los kioscos.
Posteriormente, del 27 de mayo al 29 de junio del mismo año, publicó nueve artículos más en la revista Mayoría. La primera edición de Operación Masacre apareció varios meses después en Ediciones Sigla, con el subtítulo Un proceso que no ha sido clausurado.
El costo de jugársela fue enorme. Todo esto devino en la separación de su mujer y sus hijas. Elina Tejerina se fue a Chile por un año y sus hijas estuvieron un año internadas en un colegio católico. Para ese entonces Rodolfo Walsh vivía un poco en todos lados.
Las desmentidas, réplicas, apéndices y corolarios se extendieron hasta abril de 1958 y la obra, como se la conoce hoy, le llevó al periodista cerca de quince años de trabajo, ya que en 1972 efectuó la última corrección, para lo que sería la cuarta edición del libro.
A esta investigación parida en La Plata hay que entenderla como lo que Walsh llamaba «el violento oficio de escribir», no porque estuviera diciendo que había que hacerlo con sangre en la máquina de escribir, sino porque no hay posibilidad de dar testimonio, de hacer denuncias o de hacer periodismo de investigación o crítico sin dejar de reconocer que será incluso violento lo que uno diga y violento lo que le puedan contestar.