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Una primavera que conmovió al mundo

Fuentes: Rebelión

Giaime Pala y Tommaso Nencioni (editores), El inicio del fin del mito soviético. Los comunistas occidentales ante la Primavera de Praga. El Viejo Topo, Barcelona, 2008. Prólogo de José Luis Martín Ramos, 201 páginas (traducciones de Carles Mercadal y Marcia Gasca Hernández)

   

Forman El inicio del fin del mito soviético una breve introducción de los editores, un sustantivo prólogo de José Luis Martín Ramos, un estudio de Alexander Höbel sobre el papel del PCI en el movimiento comunista, un ensayo de Maud Bracke sobre el PCF y la crisis checoslovaca de 1968 y, finalmente, un documentado trabajo de Giaime Pala y Tommaso Nencioni sobre las posiciones del PCE y el PSUC ante la primavera de Praga y la invasión de Checoslovaquia por las tropas de algunos países del Pacto de Varsovia. Cabe destacar la edad de los historiadores que componen el volumen: el mayor 38 años, el más joven 29. Ninguno de ellos (tampoco la doctora y profesora de historia contemporánea en Glasgow Maud Bracke) había nacido cuando irrumpió a principios de enero de 1968 el intento de renovación comunista encabezado por Alexandr Dubcek.

La perspectiva de los editores, y seguramente del volumen, queda reflejada en esta cita de Aldo Agosti que acompaña su introducción: el comunismo histórico ha sido un fenómeno poliédrico y problemático que en ningún caso puede reducirse al estudio de las numerosas atrocidades que se cometieron en su nombre. El comunismo no ha sido solamente una ‘ilusión’ aplastada por el fracaso del sistema social de la URSS y de sistemas políticos, económicos y sociales con ella relacionados. El comunismo histórico, señala Agosti, «ha sido un movimiento colectivo que ha implicado la vida de millones de personas y que ha asumido con los años un carácter cada vez más diferenciado y menos unitario; que ha marcado en profundidad la historia de las relaciones internacionales y la de distintos países, imbricándose -de varias maneras- con la especificidad de sus tradiciones nacionales y sus conformaciones sociales; que ha plasmado en forma directa o indirecta la organización económica, los sistemas políticos, las coordenadas culturales del mundo contemporáneo y, sobre todo, de Europa».

Dejemos ahora este «sobre todo» las coordenadas culturales contemporáneas europeas. El inicio del fin del mito soviético se inscribe, señala los editores, en esa necesidad de evitar el fácil recurso de la reductio ad unum cuando se habla del comunismo (o comunismos) y de su historia (y de sus historias). De ahí que el subtítulo del volumen sea «Los comunistas occidentales (en plural) ante la primavera de Praga».

¿Por qué analizar precisamente estos cuatro partidos: PCI, PCF, PSUC y PCE? No es simple casualidad obviamente. Los editores señalan que se trata de los partidos que en marzo de 1977 se reunieron en Madrid para discutir el llamado «eurocomunismo» (el PSUC estuvo representado por el entonces secretario general del PCE, Santiago Carrillo, mostrando, una vez más, una proximidad político-organizativa no siempre recordada por interpretaciones historiográficas de sabor nacionalista), una propuesta estratégica patrocinada por el PCI, dirigida -en opinión de alta tensión y riesgo de los editores- «a crear un socialismo europeo no alienado con los dictámenes de Moscú y compatible con la democracia parlamentaria y el pluralismo político». No está obvio que ése fuera el significado político del eurocomunismo, cuya distinción con la socialdemocracia no alternativa no fue siempre fácil, y tampoco es obvio, como señala uno de los autores (la autora para ser más preciso), que esa fuera la posición de fondo de uno de los partidos participantes en el encuentro.

No es posible dar cuenta aquí de los documentados estudios incorporados. Baste dar aquí unos breves apuntes sobre ellos.

Martín Ramos, en su magnífico y comprometido prólogo, mantiene la tesis que la intervención soviética de agosto y la frustración del programa de la primavera de Praga dejaron airado el comunismo occidental y truncaron la expectativa de renovación en el marco de las sociedades socialistas de Europa del Este. La invasión demostraba que no era posible una transformación de signo democrático del socialismo comunista (p. 21). Los efectos de la invasión fueron muy amplios: taponaron la vía de la renovación política y de la reforma eficiente del sistema de economía planificada en el bloque socialista.

Alexander Höbel analiza en su contribución las posiciones del PCI frente a la primavera y la invasión pero, más allá de ello, traza una historia nada especulativa de las posiciones del PCI en el movimiento comunista internacional. En su opinión, el examen del debate interno en el PCI confirma que la postura adoptada en relación a la primavera y la invasión de agosto «marcó no sólo un momento de crisis aguda, sino también un punto de no retorno en la relación entre el PCI y el PCUS» (p. 89). A partir de ese momento, el PCI asumió paulatinamente un perfil más claramente autónomo respecto a la URSS y al PCUS. Los dos puntos de referencia más significativos, en opinión de Höbel, de esa autonomía bascularían en torno a la voluntad de crear un polo comunista occidental y el apoyo a la Ostpolitik, esto es, al intento de la RFA, con Willy Brandt a su cabeza, de normalizar la relación con los países de Europa oriental sobre nuevas bases. No sólo Occidente existía. La Europa oriental debía figurar en la geopolítica europea.

La historiadora Maud Bracke ha estudiado el caso del PCF, un partido tradicionalmente prosoviético. El propósito de su texto es evaluar la respuesta del Partido de la resistencia a la crisis checoslovaca de 1968. En su opinión, las repercusiones a largo plazo de la crisis checoslovaca en el PCF fueron limitadas: no fueron tan devastadoras como hubiera cabido esperar y no fueron tan positivas como muchos esperaron que fueran. La normalización del PCF, es decir, su vuelta a la tutela soviética, supusieron el punto y final de un debate crítico sobre el marxismo entre intelectuales próximos al PCF, la finalización de la «ilustrada» dirección de W. Rochet y «la conclusión de una serie de tentativas cuatelosas de poner al descubierto las limitaciones de la estrategia soviética en Europa» (p. 137). En opinión de Bracke, los sucesos de 1968, tanto la primavera praguense como el Mayo francés, demostraron la falta de voluntad y la incapacidad del PCF para repensar la revolución y el socialismo, aun cuando era precisamente eso «lo que era preciso hacer».

He de confesar que no acabo de entender -ni incluso he sabido ver- la demostración a la que hace referencia la autora quien, por lo demás, señala que a su juicio para el PCF el eurocomunismo fue en todo momento sólo un instrumento, no una estrategia realmente asumida a pesar del Programa Común de las izquierdas. El eurocomunismo fue, pues, en su opinión, «un instrumento a través del cual presionar a los soviéticos a fin de que adoptaran varias de sus posturas» (p. 136). Método de presión política, en ningún momento una nueva estrategia creativa de renovación socialista de carácter democrática. Por lo demás, tampoco hay concreción sobre las posturas a las que hace referencia la autora.

Los editores del volumen, por su parte, han escrito un documentado ensayo sobre la nueva orientación del PCE y el PSUC, que tratan correctamente como dos partidos muy hermanados pero en cualquier caso distintos, ante la primavera de Praga. Nencioni ha estudiado el PCE y Pala ha analiza las posiciones del PSUC, los partidos que probablemente, se señala, llegaron más lejos en sus críticas al modelo del denominado «socialismo real».

La perspectiva del análisis, muy en la línea de algunos planteamientos de Josep Fontana, merece ser destacada: el estudio de la posición de las direcciones del PCE y el PSUC respecto a los acontecimientos no agota la cuestión. «Para ofrecer un cuadro exhaustivo de las repercusiones de la crisis checoslovaca en los comunistas españolas es oportuno también ofrecer una perspectiva desde debajo de lo que significó la invasión de Checoslovaquia, es decir, para su militancia» (p. 182). Precisamente, lo realmente importante de la crisis de 1968 para los autores reside no sólo en el inicio de ruptura o de distanciamiento de la URSS sino también «en la percepción de la necesidad de modificar el papel del militante de base: de hacerle más «crítico», «democráticamente disciplinado», es decir, que pudiera actuar de forma más autónoma.. No se podía seguir adoctrinando, sino que había que formar, educar políticamente a los activistas» (p. 199). No sólo Guevara sino el mismo Marx, en uno de sus prólogos a El Capital, ya habló de pensar con la propia cabeza.

En sus conclusiones, los autores apuntan que el alto grado de improvisación que caracterizó el distanciamiento de lo comunistas españoles del aliado soviético, el posterior y decisivo propósito de Santiago Carrillo de cortar todo vínculo con el PCUS, pero también las ambigüedades con las que la operación se llevó a cabo «tuvieron unas consecuencias de notable alcance que condicionarán los duros conflictos internos que protagonizo el PCE-PSUC durante el período 1977 a 1982» (p. 201). Conflictos que, en su opinión, estuvieron motivados por una visión distinta de las relaciones con el partido soviético. Los autores, historiadores competentes y prudentes, se cuidan mucho de afirmar que la crisis política que asoló el PSUC y el PCE tuviera única o básicamente esa causa.

Debo confesar que no acabo de entender totalmente la afirmación de ruptura de todo vínculo con el PCUS y que acaso sea excesivo el espacio dispensando a las divergencias prosoviéticas encabezadas por Eduardo García y Agustín Gómez, por una parte, y por Líster en el segundo caso. No se acaba de ver la importancia política de ambas divergencias en el PCE de finales de los años sesenta, a pesar de la vindicación soviética ambas y del amplio reconocimiento del referente soviético en sectores de la militancia.

Si nos forzamos en ponemos quisquillosos (excesivamente puntillosos acaso) habría que apuntar que los comunistas occidentales aquí presentados no son todos los comunistas de Occidente (no hay referencia alguna, por ejemplo, al PC de Portugal ni a uno de los Partidos Comunistas de Grecia cuya realidad e influencia sociales eran innegables), no está probado que el eurocomunismo, que incluía por lo demás a partidos como el PC de Japón y el PSU de México, fuera realmente, como ya se apuntó, una estrategia efectiva (y original) de transformación socialista, ni que el inicio del fin del mito soviético esté fechado para todos en 1968: para algunos la fecha fue muy anterior (persecuciones estalinistas, Mayo del 37, Berlín, Hungría); para muchos otros, y no siempre para mentes ofuscadas, la URSS, muchos años después, seguía siendo la Patria (real) del socialismo, el único gran país que intentaba construir algo nuevo y oponerse, de hecho, a la política internacional asesina del Imperio nixoniano.

Un cantautor alemán de la República Democrática, Wolf Biermann, compuso una canción mucho antes del agosto de 1968 con título esperanzado: «En Praga está la Comuna de París». Decía así:

El comunismo vuelve a tomar en sus brazos

a la libertad y le hace un hijo que ríe.

Sin los elefantes de la burocracia, la vida

se libera de la explotación y del poder de los déspotas.

Volemos a respirar, camaradas. Nos reímos

desterrando la podrida tristeza de nuestro pecho.

¡Amigo, somos más fuertes que las ratas y los dragones!

Y lo habíamos olvidado y lo supimos siempre.

No fue probablemente ninguna exageración artística. William Morris ya señaló que la Comuna de Paris no era «más que un eslabón en la cadena de una lucha, prolongada a lo largo de toda la historia, de los oprimidos contra los opresores; y sin todas las derrotas del pasado no tendríamos hoy esperanzas de victoria».

  También la primavera de Praga fue un levantamiento de ciudadanos oprimidos que, sea dicho en su honor y memoria, el Partido Comunista Checoslovaco de Dubcek fue capaz de apoyar y conducir. También la derrota de ese intento de renovación comunista enseña para nuestro futuro.

El volumen que comentamos da cuenta, documentadamente, de muchas de estas enseñanzas.