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Vacuna contra el Apocalipsis

Fuentes: Rebelión

Para no pecar de empecinados, comencemos reconociendo que la conclusión podría constituir un paso en la conjuración del Apocalipsis. (Apocalipsis «laico» este, porque, si bien prefigurado en sagradas escrituras, el hombre mismo asumiría el papel de «dios castigador», en una suerte de inefable instinto suicida. De omnicidio). Una gregaria muchedumbre de analistas acaba de aseverar […]

Para no pecar de empecinados, comencemos reconociendo que la conclusión podría constituir un paso en la conjuración del Apocalipsis. (Apocalipsis «laico» este, porque, si bien prefigurado en sagradas escrituras, el hombre mismo asumiría el papel de «dios castigador», en una suerte de inefable instinto suicida. De omnicidio). Una gregaria muchedumbre de analistas acaba de aseverar que se están cumpliendo al pie de la letra las predicciones de un informe harto agorero. 

Dado a la luz en 1972, por un equipo del Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT, sus siglas en inglés) dirigido por Dennis y Donella Meadows, el documento afirmaba que, si las tendencias de crecimiento industrial y de consumo de recursos naturales continuaban en los mismos niveles, los terrícolas estaríamos abocados a una hecatombe económica y ecológica en el siglo XXI.

Transcurridos más de 40 años de su publicación, un colectivo del Melbourne Sustainable Society Institute (MSSI), Australia, encabezado por Graham Turner, analizó los datos presentados y los comparó con estadísticas actuales, para convenir en que, de persistir el estado de cosas, la economía y los ecosistemas planetarios colapsarán, lo que impedirá mantener la población, que se reduciría a un drástico ritmo de 500 millones de personas cada 10 años, presumiblemente como consecuencia del hambre, las enfermedades y la consiguiente violencia.

Conforme a Turner y su gente, las etapas iniciales de la debacle «podrían tener lugar dentro de una década, o incluso estar ya gestándose», y «una caída relativamente rápida de las condiciones económicas y la población podría ser inminente». La tesis principal: «En un planeta limitado, las dinámicas de crecimiento exponencial (población y producto per cápita) no son sostenibles». Así, «la propia Tierra pone límites al crecimiento, como los recursos naturales no renovables, las áreas cultivables, y la capacidad del ecosistema para absorber la polución producto del quehacer humano, entre otros».

Pero presentado a secas, como un fenómeno netamente geológico, natural, suena como el fallido acto médico de emitir un diagnóstico y aventurar un pronóstico sin «excederse» en la etiología del mal, con lo cual careceríamos de la terapia más conveniente. Y etiología, diagnóstico, pronóstico, terapia, deben impregnarse de un enfoque sacado de la economía política crítica, algo que los galenos… perdón, los ejecutores de los estudios de marras no han intentado, o al menos han obviado, por anteojeras clasistas, o por los dichosos intereses creados. Y si no, que nos perdonen.

Así que, librados ya de un probable mote de obcecados, tócanos recordar algunas verdades oreadas por Franz Hinkelammert y Henry Mora Jiménez en Hacia una economía para la vida (Editorial Caminos, La Habana, 2012), obra que, en sus más de 700 páginas -loable reto para la paciencia-, se encarga de la más certera radiografía de una enfermedad identificada en el siglo XIX por dos barbados genios alemanes. ¿La cura? También está prevista.

Por suerte, de una manera quizás compulsiva estamos tomando conciencia del hecho de que la Tierra es un globo y no una planicie inabarcable. Algo que confirman las investigaciones arriba mencionadas. Pero en ese contexto, converjamos en que lo que conduce al ecocidio no es precisamente la acción humana en general, sino la orientación y la canalización de esta por el cálculo individualista de utilidad (el interés propio), por la maximización de las ganancias en los mercados, y por la obtención de mayores tasas de crecimiento posibles, «lo que está ahora en entredicho».

Ahora, sí, cuando algunos no comprenden que la globalidad del mundo no implica fatalmente la globalización. «Son determinados poderes, privados y estatales, los que imponen esta política, la política y estrategia de la globalización (neoliberal)». Fenómeno que «no constituye, de ningún modo, resultado necesario de la globalidad de las comunicaciones de los medios de transporte, sino un aprovechamiento unilateral de la misma función de una estrategia de totalización de los mercados y de la producción a escala mundial. La ‘aldea global’ se ha transformado en un ‘mercado mundo'».

Ello, por obra y gracia de un elemento que se cataliza en los años ochenta del siglo pasado. «Los capitales en circulación resultaron ser mucho más abundantes de los que era posible invertir en la esfera del capital productivo. Luego, una parte cada vez mayor de los capitales disponibles tuvo que ser invertida de forma especulativa».

Por supuesto -acotan Hinkelammert y Mora-, se originó una cacería y un pillaje por la búsqueda de posibilidades de ubicación rentable de los capitales especulativos, que precisan la misma ventaja de los industriales, ya mediante la inversión extranjera, o a través de la llamada financiarización (fondos de inversión). Esos resquicios resultaron encontrados especialmente en sectores de la sociedad que hasta entonces se habían desarrollado fuera del ámbito -de las horcas caudinas- de los criterios de rentabilidad mercantil: las escuelas, los jardines infantiles, las universidades, los sistemas de salud, las carreteras, las telecomunicaciones. Actividades hasta el momento desplegadas preferentemente por el Estado. Sin usurparlas, difícilmente el capital especulativo halla lugar. Lo que denota la presión por la privatización universalizada.

Claro, «ni la vida humana ni la naturaleza pueden reducirse a mercancías sin ocasionar gravísimas consecuencias contra las condiciones de posibilidad de la reproducción de la vida humana y de la naturaleza. Se trata de los efectos no intencionales (en general indirectos) provocados por la acción del mercado sobre los conjuntos interdependientes de la naturaleza y de la división social del trabajo».

O sea, al decir de los pensadores consultados, la producción capitalista explayada se trueca en un proceso que, paralelamente al crecimiento del «producto producido», perjudica (asola) las fuentes de la producción de toda riqueza: el ser humano y Natura. «En este sentido, la tasa de ganancia orienta hacia la destrucción, con el agravante de que la participación en esta destrucción asegura y aumenta las ganancias».

Aquí un incauto se diría que exageran. Que de suceder, pues el hombre, tan racional, simplemente se abstendría de esa batalla despiadada, campal, por la valorización del capital. Y a nuestro ingenuo responderíamos, provistos del más solidario espíritu didáctico, con una cita proverbial: «Para la empresa capitalista, sin embargo, se trata de un proceso compulsivo. Su existencia como empresa depende de la tasa de ganancia y su maximización. Una empresa que se abstenga de forma aislada de participar en este proceso destructivo sería borrada del mercado por la competencia. Participar en la destrucción es fuente de ‘ventajas competitivas’; por ende, el mecanismo de la competencia transmuta la participación de la empresa en esta destrucción en algo compulsivo, en fuerza compulsiva de los hechos. Únicamente si todas las empresas en conjunto se abstienen de esta participación destructiva sería viable la solución de esta contradicción. Pero ello implica un cuestionamiento de toda la economía capitalista tal como la conocemos».

No se precisa subrayar que el carácter obsesivo, incoercible, de la competencia capitalista del mercado total conduce tendencialmente a una situación en la cual solo es dable vivir participando en la ruina de todo el planeta. En este contexto -¿ven que no somos tan empecinados?-, los estudios de los equipos de Massachussetts y Melbourne representan un hito, por cuanto indican una creciente toma de conciencia.

Empero, convengamos en que solamente una cultura de responsabilidad puede abrirnos los ojos frente al problema. «La respuesta debe orientarse en la afirmación de los ámbitos de la acción humana que queden excluidos del sometimiento al cálculo, ya sea de la rentabilidad, ya sea del crecimiento económico per se, y que cuestionen la propia tendencia actual hacia la totalización de estos cálculos (…) Es la responsabilidad por las condiciones de posibilidad de la vida humana».

Y -proclaman Hinkelammert y Mora- a partir de la responsabilidad aparece la necesidad de los valores. «Valores a los cuales tiene que ser sometido cualquier cálculo de utilidad (o de interés propio o de costo-beneficio). Son los valores del bien común cuya validez se constituye antes de cualquier cálculo, y que desembocan en un conflicto con el cálculo de rentabilidad y sus resultados. Son los valores del respeto al ser humano, a su vida en todas sus dimensiones, y del respeto a la vida de la naturaleza…»

Son estos «los valores del reconocimiento mutuo entre seres humanos, incluyendo en este reconocimiento el ser natural de todo ser humano y el reconocimiento de parte de los seres humanos de la naturaleza externa a ellos. No se justifican las ventajas calculables en términos de la utilidad o del interés propio. Con todo, son la base de la vida humana, sin la cual esta se destruye en el sentido más elemental de la palabra».

He aquí el meollo. Estos valores interpelan al sistema, y en su nombre se requiere la resistencia, para transformarlo e intervenirlo. De lo contrario, supondrían «un moralismo más». Y confesemos que justamente moralismo nos parece cualquier constatación de las probabilidades de Apocalipsis «laico» sin apelar a un enfoque entresacado de una economía política crítica.

En descargo de los científicos estadounidenses y australianos, aseveremos que para estos -así lo asentaron- deviene posible modificar las tasas de desarrollo y alcanzar una condición de estabilidad ecológica, sostenible, incluso a largo plazo. «El estado de equilibrio global debería ser diseñado de manera que las necesidades de cada persona sobre la Tierra sean satisfechas, y que cada uno tenga iguales posibilidades de realizar su propio potencial humano»…

Pero ¿estaremos desvariando si afirmamos que esto aparenta un llamado a ir más allá del capitalismo; si no a la propia existencia del mercado (razonarían Hinkelammert y Mora), sí a resistir su absolutización, y a someter su acción a las exigencias de la misma supervivencia del ser humano, «lo que incluye la suspensión de la propiedad privada y el mercado siempre que ello sea necesario?».

Ah, ¿no quisieron concluir tal cosa los realizadores de los célebres documentos? Pura moralina, mondas abstracciones, en ese caso.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.