Recomiendo:
0

Viaje sentimental

Fuentes: El Norte de Castilla

Para desmitificar los relatos de viaje Laurence Sterne (1713-1768) usa su esquema y titula un libro suyo Viaje sentimental por Francia e Italia. Así, toma de repente la decisión de cruzar el Canal de la Mancha y luego parece no ir a ninguna parte: se demora en Calais, se detiene en París y, cuando por […]

Para desmitificar los relatos de viaje Laurence Sterne (1713-1768) usa su esquema y titula un libro suyo Viaje sentimental por Francia e Italia. Así, toma de repente la decisión de cruzar el Canal de la Mancha y luego parece no ir a ninguna parte: se demora en Calais, se detiene en París y, cuando por fin va hacia Italia, atravesando el este francés, el texto se interrumpe de pronto sin explicación, en medio de una escena que podía girar a lo erótico o proponer la comicidad de un enredo azaroso: el viajero ha de dormir en la única habitación de una posada rural con una dama y su criada, y pronto empiezan los equívocos. Viktor Sklovski (1893-1984) introdujo la lectura de Sterne en Rusia, a través de sus intervenciones y artículos, en los años posteriores a la revolución de octubre; él, que había sido compañero de los poetas futuristas en el periodo prerrevolucionario y lo seguirá siendo, opta por escritores clásicos como Cervantes, Tolstoi o Sterne en ese tiempo de cambios decisivos, cuando se está formando el grupo de los formalistas y su concepción literaria choca y a la vez atrae. De los tres citados, Sterne parecería el más lejano a la realidad rusa del momento, con su sutil ironía distanciadora, su capacidad para la micro-observación y el micro-análisis, su mundo frívolo y culto; sin embargo, también Sklovski elige titular Viaje sentimental la impresionante e imprevisible crónica de sus experiencias en la revolución y la guerra.

Sería inútil querer resumir el vertiginoso relato: la militancia en el Partido Socialista Revolucionario, de raíz anarquista, y en los primeros soviets que impulsaron la revolución democrática de febrero de 1917; la misión en el frente de Ucrania, donde combaten rusos y alemanes, como comisario político; una nueva misión en Persia, entre un inverosímil mosaico étnico; las conspiraciones contra el nuevo gobierno bolchevique; la lucha, de nuevo en Ucrania, frente al ejército contrarrevolucionario blanco, ya durante la guerra civil. Experto en blindados y explosivos, herido dos veces de gravedad, toda su peripecia tiene un ritmo frenético, de modo que al lector se le mezclan las huidas y evacuaciones, los trenes de prisioneros. Una sensación agotadora de guerra, miseria y hambre que se multiplican, una pérdida como onírica en el laberinto de los bandos y los cambios de fortuna, de los mundos. En medio de ello, también, algunos pequeños ensayos, como el que esboza una lectura existencial y poética de Alexandr Blok o el que reconstruye la historia de los asirios, herederos de aquellos nestorianos de Asia Central que asumieron el mito medieval del Preste Juan. Y ese hombre de acción se reúne con sus colegas, discute de métrica o del estatuto de la poesía, publica sus primeros libros y arrastra siempre consigo las notas de trabajo para uno nuevo que habrá de titularse Sobre la trama como manifestación del estilo. Una figura literalmente extraordinaria.

Pero ¿por qué Viaje sentimental? Sklovski lo termina en el exilio, entre Finlandia y Alemania; salió de Rusia en 1922 y pudo regresar a los dos años y ya quedarse en el país. Cuenta que el título se lo sugirió, sin añadir palabra, un músico con quien compartía casa en Berlín: «Ahora lo interpreto como una resistencia a vivir con los ojos cerrados». Ya Sterne intenta una tipología de los viajeros, pero deja sin definir el tipo en que se retrataba, «el viajero sentimental»; el libro de Sklovski implica para el lector esa reiterada pregunta, una propuesta abierta de sentido.

Sterne había anotado: «qué gran número de aventuras puede abarcar, en este pequeño espacio de vida, aquel cuyo corazón se interesa por todo», y sugiere así una respuesta: viaje sentimental supondría una opción concreta de perspectiva, o mejor, tomar el punto de vista personal -ese interés– como nudo del relato. Desde ahí, le parece que lo verdaderamente hermoso es el interior de las personas, y no los museos o monumentos, que decide no visitar durante su estancia parisina. Más difícil parece adoptar esta perspectiva en una época en que «la vida personal apenas tiene cabida»; Sklovski observa la coralidad de la conducta de los soldados ante una votación en la que les va la vida (iniciar una ofensiva, elegir una táctica), su dificultad para reconocer la libertad. Y el vínculo entre ambos viajeros quizá sea su empeño por preservar en cualquier caso lo individual. Sklovski agranda los detalles mirándolos de muy cerca, ofreciendo una imagen fragmentaria y confusa de esa realidad que también lo es; dibuja una verdad concreta, local, con nombres propios, centenares de mínimas anécdotas. Una declaración de principios: «en lugar de intentar hacer la historia, simplemente ser responsables de los hechos particulares. No es la historia lo que hay que hacer, sino una biografía».

Sin embargo, en el curso del libro, van tomando fuerza imágenes que atrapan, dejan fijo el punto de vista; así, tras recibir un balazo en el vientre durante el asalto a las trincheras alemanas: «Cuando se lleva a un herido a hombros en camilla, este no ve nada salvo los árboles o el cielo». O, también, la franja de cielo estrellado en lo alto de un granero donde se esconde de la Cheka. En esa percepción, como en el rodar incontrolable de la fortuna, va creciendo la sensación de absurdo. Y el optimismo vital que Sklovski se atribuye va quebrándose, perdiendo pie. Tiendo a leer el título como forma de nombrar una sorda desesperación, una conciencia de deterioro y círculo vicioso ante los hechos, de disminución de energía propia y ajena; su juicio sobre Rusia es muy duro, casi irreparable. Pero también sobre sí mismo: «Cuando se cae del cielo como una piedra no hay que pensar; y si se piensa, no hay que caer. Confundí dos oficios. La vida no tiene densidad». Y se impone la melancolía.

Vuelto a Petrogrado con su mujer, tras larga separación forzosa; en plena efervescencia de la sociedad de estudios poéticos creada por los formalistas, al llegar una noche a su casa con un saco de leña, ve las ventanas de su despacho demasiado iluminadas. Y decide no subir. Le buscaban por una delación. Cruzará a Finlandia sobre el hielo. Había definido Sklovski la ironía como la fuerza necesaria y destructiva que constituye el arte, pero la distancia de Sterne ofrece algo extrañamente protector, un delicado amparo. Y en ella se tejía el hilo resistente de la literatura, el sentimiento de escribir.

 

Lecturas:

Laurence Sterne, Viaje sentimental por Francia e Italia. Traducción de Jesús del Campo. Oviedo, KRK, 2006.

Viktor Shklovski, Viaje sentimental (Crónicas de la revolución rusa). Traducción de Carmen Artal. Barcelona, Anagrama, 1972.

– «La conexión de los procedimientos de la composición del siuzhet con los procedimientos generales del estilo», en: Emil Volek, Antología del formalismo ruso y el Grupo de Bajtin. Traducción de Emil Volek. Madrid, Fundamentos, 1992.

– «Eugenio Oneguin: Pushkin y Sterne», en el mismo volumen.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.