Escribía Albert Camus que lo terrible de la peste no es sólo que arrebata la vida de los seres humanos, sino que desnuda su alma. La pandemia ha puesto al desnudo el semblante de un mundo y unas sociedades cuyos rasgos han sido cincelados por décadas de globalización neoliberal. Es cierto que el virus no conoce fronteras, ni distingue entre gente común o celebridades. Aunque tal vez ni siquiera sea él quien, a decir verdad, haya llamado a nuestra puerta. Los científicos acabarán por dilucidarlo. Es posible que esta epidemia, como otras anteriores, tenga su origen en la alteración de determinados ecosistemas; de tal modo que hayamos entrado en contacto con un organismo que, normalmente, hubiese permanecido alejado de nosotros. En cualquier caso, al igual que bajo una tormenta de verano el agua se precipita a raudales por cauces secos y arroyos, el contagio fluye impetuosamente por los hondos surcos de las desigualdades sociales. No debería ser una sorpresa. Desde hace tiempo la experiencia empírica de sindicatos y movimientos sociales coincidía con los estudios de los expertos: las situaciones de paro, los bajos ingresos, el difícil acceso a la vivienda… en una palabra: todos los rasgos asociados a la precariedad y la pobreza constituyen determinantes de primer orden por cuanto se refiere a la salud de las personas. Hoy sabemos que el coronavirus está afectando con especial intensidad a los barrios obreros. Así lo denunciaba un reciente comunicado de la Federación de asociaciones vecinales de Barcelona. Así, por ejemplo, en Roquetes, en el noreste de la ciudad, se alcanzaba la tasa de positivos más alta –533 por cada 100.000 habitantes– frente a los 77 casos registrados en el acomodado barrio de Sant Gervasi-Galvany. Las zonas donde vive la población con rentas más bajas reúnen a su vez los mayores factores de riesgo: condiciones de vida difícilmente compatibles con las medidas de higiene y distancia social que recomiendan las autoridades sanitarias, pocos perfiles profesionales susceptibles de recurrir al teletrabajo, gente con mayor exposición al contagio empleada en supermercados, servicios de limpieza, fábricas…
La epidemia adquiere así un sesgo de clase. Aquí y en todas partes. Y no sólo porque llueva sobre mojado, sino por la gestión que pretenden hacer de su impacto algunos gobiernos –ya sea por soberbia, inconsciencia o cinismo. Hemos podido comprobarlo estos días con la actitud insolidaria de Holanda y Alemania ante la demanda, por parte de los países del Sur, de un esfuerzo mancomunado de Europa para hacer frente a la devastación que dejará tras de sí la pandemia. ¿Acabará imponiéndose la razón ante la evidencia de que el hundimiento de las economías de España o Italia afectaría gravemente a los hacendosos Estados del Norte? Eso esperan los optimistas. Pero nada es menos seguro. Los mismos que piensan, como el antiguo ministro de finanzas holandés Jeroen Dijsselbloem, que a orillas del Mediterráneo “nos lo gastamos todo en licor y mujeres”, no tienen ningún escrúpulo en facilitar la elusión de impuestos por parte de grandes empresas extranjeras –entre las que se cuentan conocidas firmas españolas-, haciendo de los Países Bajos una suerte de paraíso fiscal dentro de la UE. Según algunas estimaciones, en torno a un 30% de su recaudación anual provendría de esos tributos detraídos a las correspondientes haciendas nacionales –eso sí, de modo legal, a través de empresas instrumentales, utilización de marcas y otros artificios. Sin olvidar que los bancos alemanes fueron en su día partícipes y grandes beneficiarios de la fiesta del ladrillo en España. Es inútil especular sobre lo que ocurrirá en los próximos meses. La crisis que se avecina será de tal magnitud que podría dar al traste con la UE. Cabe esperar, sin embargo, que las élites de los Estados que han sacado mayor provecho de las asimetrías del euro intenten mantener, o incluso reforzar, su preeminencia tras el shock. El Covid 19 merma las defensas naturales de los más débiles, pero no disminuye el apetito de los poderosos.
Ni tampoco inspira una mejor disposición a quienes estaban previamente aquejados de fiebre nacionalista. Poco tardó Trump en hablar del “virus chino” que se cernía sobre América. Pero, imperiales o provincianos, todos los nacional-populismos reaccionan de modo similar. El discurso del President Torra y su entorno ha adquirido estas semanas tintes inquietantes. Todas las medidas del Estado de Alarma son leídas como agravios nacionales y los esfuerzos por soliviantar a la opinión pública de Catalunya contra el gobierno español devienen constantes. Es ya frecuente que, sin el menor comedimiento, los voceros del “procés” se hagan eco de los hashtag de Vox para increpar a Pedro Sánchez. El conocido jurista Hèctor López Bofill, próximo a Puigdemont, acaba de publicar este twitt: “Con 1.070 muertos sobre la mesa, supongo que aquellos que alegaban que los catalanes nunca llevaríamos la secesión hasta sus últimas consecuencias porque teníamos mucho que perder se han quedado sin argumentos. Catalunya será independiente y lo será pronto”. No se trata del delirio de un individuo, sino de un sentir sistemáticamente promovido desde la derecha nacionalista –mientras una pusilánime ERC agacha la cabeza. Ayer, “España nos robaba”; hoy, “nos está matando”. Más aún: quienes no abracen la causa independentista tendrán las manos irremisiblemente manchadas de sangre catalana. Es igualmente imposible predecir hasta qué punto semejante mensaje calará en la sociedad. La prueba a que se ve sometida hace brotar raudales de solidaridad en su seno y un aprecio inmenso por aquellas conquistas sociales que, como la sanidad pública, fueron tan duramente golpeadas por esos mismos “patriotas” en la crisis anterior. Con una redoblada vehemencia para ocultar sus responsabilidades, tratan ahora de expandir el virus del odio, la amenaza más letal para la convivencia. La peste vuelve a desnudar nuestras almas.
Fuente: https://lluisrabell.com/2020/03/29/virus-clase-y-nacion/