Las preguntas producto de la intriga que se hace el abajo firmante (y probablemente también el resto del mundo), para analizar las respuestas en el contexto histórico y antropológico correspondiente, son: la consideración y paciencia que la sociedad española ha tenido desde su muerte, y sigue teniendo, hacia lo atado y bien atado (sobre todo […]
Las preguntas producto de la intriga que se hace el abajo firmante (y probablemente también el resto del mundo), para analizar las respuestas en el contexto histórico y antropológico correspondiente, son: la consideración y paciencia que la sociedad española ha tenido desde su muerte, y sigue teniendo, hacia lo atado y bien atado (sobre todo el Estado monárquico) por un tirano que la oprimió durante cuarenta años; y la consideración y paciencia que ha tenido, y sigue teniendo, hacia la familia consanguínea de éste, enriquecida hasta la náusea y privilegiada por títulos nobiliarios renovados por los ministros de los sucesivos gobiernos posteriores ya en el curso de lo que se muestra como comedia política…
¿Son debidas a la madurez civilizada de la sociedad española? ¿o son consecuencia del letargo o adormecimiento del pueblo español; es decir, de la debilidad fruto de una larguísima sumisión colectiva, primero potenciada y enseguida aprovechada por los albaceas ideológicos del dictador, disfrazados de políticos o emboscados en redactores de esa Constitución que voluntariamente, en apariencia, se dio a sí misma la sociedad?
A mi juicio, sólo los ecos de una prolongada domesticación pueden explicar a duras penas la respuesta consentidora de la sociedad española; consentidora, tanto hacia las decisiones políticas tomadas por un ministro del anterior régimen reforzado y respaldado por un ejército que en aquel entonces era más franquista que su generalísimo, como a todo un proceso minuciosa y arteramente preparado por quienes, en un alarde de prestidigitación psicosocial, recibían el testigo del sátrapa muerto para continuar una carrera que se iniciaba en 1978 y aún no ha terminado.
El caso es que cuarenta años después la situación social, laboral, moral y política en España es deplorable, pese a que estemos en momentos algo más esperanzadores. España, y sus representantes políticos, sus administradores en general, han avanzado muy poco en aspectos muy importantes para la convivencia, como son el rigor, la honradez, la probidad, la decencia o el compromiso públicos… Bloqueada por la parálisis de aquellas cuatro décadas dominadas por el dictador y ralentizada las cuatro siguientes durante las que sus políticos, parte del empresariado y numerosos miembros del partido del anterior gobierno pero también otros del partido que completó la alternancia, estuvieron mucho más atentos a expoliar casi metódicamente la riqueza pública, y al despilfarro o a la malversación, que a esforzarse para poner a España a la altura de los países europeos en cuya Comunidad la permitieron entrar.
La democracia, el gobierno del pueblo para el pueblo, no se promulga ni por ley ni por decreto. La democracia y su nivel los profundiza la propia sociedad. Y es el Estado el que debe alentar el proceso. Pero resulta que, en España, a lo largo de estos cuarenta años, los sucesivos gobiernos tras la dictadura y desde una transición falseada, lejos de potenciar la democracia, es decir, la participación directa del pueblo en los asuntos que a todos interesan, o la ignoran o la coartan o la impiden.
No es preciso que el nivel de la democracia española lo graduen y fijen éste o aquél organismo internacional a los que los poderes públicos españoles acostumbran a no hacer ni el más mínimo caso. Cualquier español, cualquier espíritu libre no más exigente con los demás que consigo mismo, puede estimarlo partiendo de la idea de que la característica principal de una democracia madura es que todo el mundo en ella se encuentre relativamente insatisfecho.
Pues bien, para este espíritu libre, acomodado, sin más interés que contribuir a que en la sociedad española sólo quepa el sufrimiento natural pero no la exclusión del bienestar por la incompetencia o la depredación de los gobernantes, resulta que todo lo dicho y un montón de cosas más forman parte del tremendo decorado de la farsa democrática que en España se representa cada día; un esperpento en el que sobresalen los famosos españoles de bandera gigantesca o de muñeca; esos que disfrutan de una magra liquidez, de acceso a un fácil crédito y de acciones en sicav, y en muchos casos, además, de la recóndita cuenta en un paraíso fiscal.
Una situación global, la descrita, que en otros tiempos hubiese dado lugar a una tumultuaria sublevación, hoy día el coche, la radio, la televisión y la internet, todo muy asequible, hacen de cortocircuito o de cortafuegos y, en lugar de ir a las barricadas estas generaciones porque motivos no faltan, mantenida su pasividad, más o menos forzada, por la pensión de sus padres o de sus abuelos, ahora mismo seguro que están en facebook, en twitter o jugando al candy crush…
Jaime Richart. Antropólogo y jurista.
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