Un feminismo que abogue por una paz justa requiere entender que las guerras las hacen el capital, el colonialismo y el patriarcado que las sostiene, pero también la censura, el privilegio y la indiferencia.
Estos días volvemos a leer aquello tan simplón y esencialista de que los hombres hacen la guerra y las mujeres, la paz. Fue uno de los greatest hitsde la propaganda de guerra en Ucrania –ellas tan víctimas, ellos tan crueles– y en la nueva cruzada israelí la invocación de la libertad femenina reaparece para deshumanizar al pueblo palestino, narrado como un hatajo de salvajes embrutecidos y radicales que desprecian a las mujeres. De ellas, de las palestinas, de nuevo silencio: nada. Como si no fueran una de las resistencias anticoloniales más hermosas y potentes del planeta. Ese mujerismo blanco, privilegiado y colonial que descansa sobre sus techos de cristal y sus listas de Forbes vuelve a ser llamado a filas para justificar el genocidio israelí, y si Hillary Clinton y Cherie Blair lideraron la gira por los valores occidentales para justificar la guerra de Irak, hoy es Von der Leyen quien toma la iniciativa ella solita, eso sí, sin ser la accesoria primera dama de nadie. Desde luego, liderar, ha liderado, y empoderarse, se ha empoderado. Si empoderarse es, como dicen las ricas, hacer lo que te sale del mismísimo, porque puedes y porque no tienes ningún temor a las consecuencias.
Ursula von der Leyen se ha revelado estos días como una ferviente sionista para el gran público europeo. Lo ha hecho gracias al apoyo sin fisuras que ha brindado a Israel en su genocidio sobre Gaza, que rozaba lo fanático; se gastó unos miles de euros en proyectar la estrella de David sobre el edificio de la Comisión, y viendo su cuenta de X (antes Twitter) era difícil distinguirla de las cuentas oficiales del sector más reaccionario de Tel Aviv. También gracias a su despotismo para con las vidas palestinas y a su cínico desdén hacia la reacción social levantada en toda Europa, que han dejado claro –para sorpresa de casi nadie– que la democracia en Bruselas es como el Manneken Pis, la estatuita aquella del niño belga que tanto gusta a sus turistas: algo sobre lo que es sencillo mearse encima.
Pero quien haya seguido los pasos de Von der Leyen sabrá que lo suyo con el sionismo, el colonialismo y el supremacismo con formas de recatada institutriz viene de lejos. Con motivo del 75 aniversario de la creación del Estado de Israel, en abril de 2023, la presidenta de la Comisión felicitaba a la “vibrante democracia florecida en el desierto” tirando de todos y cada uno de los mitos del sionismo fundacional, incluído aquello de “la tierra prometida”, tan acorde al Derecho Internacional. Y es que, en la UE, Ursula von der Leyen no es una excepción, ni mucho menos. De hecho, podría decirse que es un producto demasiado perfeccionado de las élites del proyecto comunitario y que si su pulsión prosionista la ha delatado, no será de puertas para adentro ni entre los lobbistas que pululan por sus pasillos. La perfección ursulina como fruto del sueño de Schumann se refleja en su historia de vida, que las biografías no sirven solo para el ¡Hola! –nacida en Bélgica y criada en Alemania, estudió Medicina y se casó con un acaudalado aristócrata industrial de Renania, del que toma su apellido–. Una anécdota, por cierto: en 1828, los trabajadores de la fábrica de los Leyen, propiedad de los antepasados de la familia política de la presidenta de la Comisión, se rebelaron contra sus empleadores en lo que Karl Marxdescribió como el “primer levantamiento obrero en la historia alemana”. Ahí queda.
Von der Leyen se curtió en las carteras de la CDU durante los gobiernos de Merkel –empezó en Asuntos Familiares, temas de viejos, mujeres y tal, pero terminó en Defensa, que le tiraría bastante más– y finalmente se postuló en 2019 como la mujer que relevaría a Juncker al frente de la Comisión. De su paso por el Ministerio de Defensa alemán se recuerda, sobre todo, su impulso de las políticas de conciliación, permisos y guarderías para el ejército federal; eso, y que armó hasta los dientes a los peshmerga en Irak. En su candidatura a presidir la Comisión fue apoyada por Macron, que con su je ne sais quoi acaba metido en todos los perejiles. Se la presentó como una mujer solvente, seria, legado Merkel nada menos, alguien para llevar la batuta de una Europa de Derechos y Valores, de Transformación y Resiliencia, remando en favor de la igualdad y rompiendo también los techos de cristal, qué duda cabe. A un año de las próximas elecciones europeas, se desconoce si repetirá mandato, aunque deja ya un legado que marcará para siempre a la Unión. Dijo en su día que a la UE le faltaba “un ideal, un alma, y voluntad política” y en su siniestra dupla con Borrell le ha dotado de las tres cosas… para convertirla en un aparato de guerra.
Von der Leyen es, en realidad, lo que la Unión Europea siempre quiso para sí, aunque haya hecho falta una buena dosis de política exterior para darse cuenta. Su sueño para Europa, no lo dudo, debe parecerse mucho a esas películas alemanas que Televisión Española pone en las sobremesas del fin de semana –y no por casualidad–, en las que sale gente rubia en paisajes bávaros, mediterráneos o en vibrantes capitales europeas, donde nadie tiene la piel oscura salvo algún secundario inevitable –una exótica frutera, un taxista, un andaluz, quizás– y los problemas se resuelven con una cena amable, en un atardecer de terraza y copa de vino. No se les ve pelear, ni follar, ni quejarse, ni son pobres, ni tampoco demasiado ricos: una suerte de eurofascismo de bajo presupuesto y serie B. Tienen trabajos en oficinas brillantes y toman café para llevar, y a veces viajan a Barcelona, o a Canarias, o incluso a Chipre, y se encantan con su colorido mestizaje. Sus vidas transcurren como deberían transcurrir las vidas de la Europa de las postales, tan cínica y de color pastel como las rebequitas que calza Von der Leyen. Lástima que el mundo de verdad tenga pateras, y muertos de hambre, y gente protestona que reclama sus derechos humanos básicos y todas esas cosas que pretenden arruinarles la película.
A Von der Leyen le encanta citar, siempre que puede, a Golda Meir. En 2022, cuando fue nombrada Doctora Honoris Causa por la Universidad de Ben Gurion, Von der Leyen afirmó que fue Meir quien la inspiró cuando era niña, a ella y a tantas mujeres en el mundo que aspiraban a ser líderes. Meir se convirtió en primera ministra israelí en 1969, cuando Von der Leyen apenas contaba con diez años. No llegaba a los trece cuando “la dama de hierro de Oriente Próximo” lanzó su operación antiterrorista “Cólera de Dios”, de la que Von der Leyen debió tomar buena nota en materia de legitimación de métodos de venganza extrajudicial israelíes. También sería inspiradora, supongo, su buena gestión en materia de presupuesto de guerra, ya que fue Meir –la laborista Meir, la piadosa Meir, la caída en desgracia Meir– la que llevó a un nuevo nivel el apoyo militar norteamericano al ejército israelí, Kissinger mediante. Ha sido resignficada en su país como un icono feminista, algo de lo que renegó siempre que pudo: ella se enorgullecía de ser “la única mujer en la mesa” –una pick me girl en la corte de Ben Gurion.
Pero Mair puede funcionar en los nostálgicos y Von der Leyen en los wannabes de eurócratas de moqueta, así que Israel exporta desde hace años otras señoras de la guerra contemporáneas para extender su propaganda, figuras que demuestran que aquello de las mujeres de paz y los hombres de guerra nunca fue verdad, pero menos aún en la era de la guerra TIkTokizada. Hablar desde ese binarismo solo funciona en los discursos facilones, y pueden llevarnos a argumentos peligrosos: no solo por el vaciamiento del significante “paz” como un mecanismo de desactivación política del feminismo anticapitalista en las cuestiones internacionales, sino porque, al rebatirlo, es importante señalar qué mujeres y por qué hacen la guerra. Necesitamos compartir una mirada feminista del conflicto armado que se coloque lejos del fetiche y de la instrumentalización de nuestros cuerpos, pero también de su uso para desarticular respuestas y resistencias. Y ello implica señalar, señalar y señalar las correlaciones de poder, opresión, dominio, y las distintas motivaciones para estar, inevitablemente –porque siempre estamos, aunque no nos narren– en un conflicto armado. No es lo mismo el fusil de Leila Khaled que los vídeos de las bellísimas y jovencísimas soldados de las IDF que bailan en TikTok.
La campaña que llevan más de una década impulsando las Fuerzas Armadas Israelíes para presentar a las mujeres militarizadas como un ejemplo de empoderamiento, valor y modernidad es la mejor prueba de ello. De hecho, el “sionismo Wonder Woman” que sexualiza a las soldados ha tenido en Gal Gadot (protagonista de la saga con la que DC y Warner inauguraron el tiempo de las superhéroes femeninas) a una efectivísima señora de la guerra. La taquillera película –un alegato por la paz, el amor y contra la esclavitud– hizo brillar a Gadot, que sacó pecho de su pasado como preparadora física del ejército israelí. Recientemente, La Vanguardiaha hecho lo propio por aquí con un artículo que celebraba al “ejército israelí más feminista” y LGTBIQ-friendly, en el mismo día que se contabilizan más de siete mil víctimas civiles en Gaza. Y mientras que estas “feministas” blancas y poderosas –la brava Gadot, la diversa y disruptiva Netta en Eurovisión, la divertidísima Mayim Bialik (sí, Blossom)– despliegan el poder suave israelí, se deshumaniza en la misma medida a Palestina, narrándola como una tierra donde ya no merece la pena ni quedarse. El cinismo implícito en el mensaje de “salvar a Gaza de Hamás” –como pide a menudo Wonder Woman en sus redes– hurta a las mujeres palestinas su agencia y su importancia. Son ellas, estas feministas del privilegio, de moqueta azul o de alfombra roja, quienes amordazan la voz de las palestinas en mucha mayor medida que cualquier otra fuerza, nativa u ocupante.
Aquí en nuestro país no estamos tampoco exentas de vivir el cinismo-mujerismo en tiempos de guerra. No asombra tanto ya en la derecha, con su clásico “¿donde estábais las feministas cuando…?” como en ciertas voces autorizadas, que han dicho de sí mismas ser las guardianas de la radicalidad feminista, del pensamiento materialista y de los valores ilustrados pero que, a la hora de hablar de Palestina, han resultado abogar por las peores formas de racismo y de todas las fobias que puedan encarnarse. Supongo que es el problema de encontrarse una demasiado aburrida y con demasiado dinero.
Un feminismo pacifista que abogue por una paz justa requiere entender que las guerras las hace el capital, el colonialismo y el patriarcado que las sostiene, pero también lo hacen la censura, el privilegio y la indiferencia. Pero defender eso es mucho más incómodo que defender la paz de los villancicos y te mete en muchos más líos que el juego banal de las condenas y las lamentaciones que recorren X (antes Twitter). Pero, ¿acaso no vinimos a incomodar? El feminismo por la paz tiene –tenemos– que dar todavía mucha guerra.