Se escucha y lee a menudo: Vox es un partido “facha” que aspira a actualizar y a proyectar al siglo XXI la ideología y mentalidad franquista. La historiografía sale al paso del trazo grueso y matiza: el fascismo fue un movimiento ultranacionalista que rindió culto a la violencia y se sometió al principio del caudillismo, a la voluntad de conquista y a la militarización de la sociedad. Las reducciones ad hitlerum resultan efectistas, agitan pulsiones movilizadoras en parte de la sociedad, pero desde una perspectiva histórica son cuestionables.
Vox es algo distinto al franquismo puesto al día, pero no se puede entender Vox descuidando el marco del fascismo español. Hay hilos que ligan a y el franquismo. Uno de ellos nos lleva al político y ensayista franquista Gonzalo Fernández de la Mora. En ambos late una crítica a la democracia liberal articulada por los partidos políticos. Además, los aspectos de la Constitución de 1978 que indujeron a Fernández de la Mora a pronunciarse en su contra durante la Transición son, en gran medida, los mismos que articulan al nacionalpopulismo español del siglo XXI.
La animadversión de Vox hacia los partidos establecidos es evidente en sus documentos programáticos y en las intervenciones públicas de sus dirigentes. El Manifiesto Fundacional (2014) de Vox denuncia a las cúpulas de los partidos políticos, cuyos responsables serían un “grupo reducido, cooptado y oligárquico de dirigentes [que] […] maneja a su arbitrio el Estado”. Su desconfianza hacia los partidos encuentra un reflejo en la elección del nombre para designar la formación. Lo confiesa Santiago Abascal: cuando Vox fue registrado como partido buscaron “un nombre corto, que excluyera la palabra partido. Sí, queríamos olvidarnos de las siglas, de la vieja política”. Se trataría de presentar, y ahora es Rocío Monasterio quien se pronuncia, “propuestas alternativas al pensamiento único, a esta política y este proyecto totalitario que nos quieren imponer la mayoría de los partidos”. Y es que no habría diferencias sustanciales entre los principales partidos, todos ellos abducidos por el “consenso progre”.
Abascal ha arremetido contra la “partitocracia” en tanto que forma contemporánea de articulación del “establishment político”. Dicho término resulta revelador, por cuanto delata una deuda intelectual con Gonzalo Fernández de la Mora, que introdujo y teorizó el concepto en España. Hablar hoy de “partitocracia” en España supone engarzar con una tradición crítica de la democracia liberal que tiene a Fernández de la Mora como su referente inmediato de la extrema derecha.
Fernández de la Mora fue ministro de Obras Públicas entre 1970 y 1974. Tras la dictadura se empeñó en la misión de coescribir el guion del nuevo orden naciente. Lo hizo con el retrovisor mirando atrás. El “Estado del 18 de julio” habría traído paz y prosperidad a España, el Estado “más eficaz y vanguardista que hemos tenido”. En julio de 1976 Fernández de la Mora se alzó a la presidencia de la Unión Nacional Española (UNE). La UNE aspiraba a aglutinar a “todos los que quieren la continuidad perfectiva del Estado que ha dado a España la paz más dilatada, la justicia distributiva más avanzada y el mayor desarrollo económico de toda nuestra historia”.
Para la UNE los Principios Fundamentales del Movimiento Nacional eran irrenunciables. Sus estatutos enfatizaban “la solidaridad moral de la Iglesia católica con el Estado” o la “intangibilidad” de la unidad nacional. En el plano propositivo la UNE encarriló sus propuestas en un marco de fidelidad al proyecto franquista; en el plano emocional no ocultó ni disimuló su deuda y admiración hacia el dictador. Coincidiendo con el primer aniversario de su muerte, varias organizaciones del espacio ultranacionalista español, entre ellas Fuerza Nueva, convocaron a una concentración de homenaje en la Plaza de Oriente, a la que asistió Fernández de la Mora representando a UNE.
En 1976 la UNE pasó a integrar Alianza Popular (AP), por la que Fernández de la Mora fue elegido diputado en las elecciones constituyentes de 1977. Abandonó ambas formaciones al año siguiente por su discrepancia en torno a la Constitución. Fue uno de los seis diputados que se pronunció en su contra. En carta remitida a Manuel Fraga, Fernández de la Mora resumió las razones de su rechazo: “[La Constitución] incluye artículos que expresamente contradicen puntos esenciales de nuestro programa, entre los que citaré las nacionalidades, la familia, la educación y la economía de mercado”. El modelo de Estado social incorporado en el proyecto de Carta Magna tenía a su juicio tintes socializantes y amenazaba con estrangular la iniciativa privada y el crecimiento económico. Para alguien como Fernández de la Mora que apostaba, como Vox por “menos Estado y más sociedad”, se trataba de un argumento relevante de rechazo. Más relevante para él como motivo de rechazo era que la Constitución reconocía y sancionaba la pluralidad de España, lo cual ponía “en entredicho la unidad de la Patria”. Y es que Fernández de la Mora fue, como lo es Vox, un defensor inquebrantable de la “unidad nacional con regionalización administrativa”.
Durante la Transición Fernández de la Mora abogó por reformar España para hacerla “más ordenada, justa y próspera”. Se trataba de evitar “saltar en el vacío” sucumbiendo a la “epilepsia constituyente” que reclamaban quienes buscaban trascender el “Estado del 18 de julio”. Se mantuvo fiel a estas ideas hasta el final de sus días.
En plena vorágine transicional desde un orden autoritario a otro democrático, en 1977 Fernández de la Mora publicó La partitocracia. El libro supuso la introducción en España de la denuncia al “gobierno de los partidos”, en realidad vampirizada (sin el reconocimiento debido) al jurista y teórico político alemán Carl Schmitt. Las cúpulas de los partidos habrían reemplazado a los parlamentos como el eje de la vida política y dejado de ser expresivos de la voluntad ciudadana. El control de la vida política en las democracias liberales no radicaría tanto en el parlamento en tanto que depositario de una supuesta voluntad popular como en la cúpula de los partidos, erigida en una auténtica oligarquía que suplanta la voluntad popular y sucumbe a la “designación por el dedo”. La función atribuida al parlamento en la teoría democrática liberal como foro en el que discurre el debate, se despliega la razón y fluye el libre intercambio de argumentos habría devenido una quimera. El diálogo es ficticio desde el momento en que los responsables de los grupos parlamentarios han tomado una decisión que antecede a los debates. Más que para la confrontación de la razón, el parlamento sería un espacio para la teatralización de decisiones tomadas con carácter previo al debate por las cúpulas de los partidos.
¿Cuál era la alternativa ofrecida por Fernández de la Mora a la democracia de partidos en un país que intentaba dejar atrás las estructuras heredadas de una dictadura y sentar las bases de un nuevo contrato político? El político franquista se destacó tras la muerte del dictador como defensor infatigable del legado del régimen. Su proyecto para la nueva fase que se abría después del dictador lo resumió así el propio interesado: “Aspiro a la victoria: en este caso, a que no se malogre la Victoria, con mayúscula, que ganaron nuestros padres”. Este es el marco en el que se enmarca su defensa de una “democracia orgánica o corporativa”, su alternativa a una democracia liberal. Las ventajas de este tipo de democracia frente a la democracia de partidos serían varias, entre las que interesa destacar una: la democracia orgánica resulta “perfectamente compatible con la democracia directa, que apela directamente al pueblo, sin la manipuladora mediación de los partidos”. Es la misma propuesta que recogen en sus programas partidos como Rassemblement National, Alternativa por Alemania o el Partido Liberal de Austria (FPÖ), aunque no (¿todavía?) por Vox.
Los partidos populistas ultranacionalistas muestran una profunda desconfianza hacia los partidos y al papel articulador que desempeñan en la vida política de las democracias representativas. Hay varios hilos que remiten a Fernández de la Mora como un antecesor ideológico que Vox representa en la España del siglo XXI. Como el avalista de la “continuidad perfectiva” del franquismo y defensor entusiasta de los logros del “Estado del 18 de julio”, Vox aboga por una marcha atrás a la articulación autonómica del Estado en una dirección centralizadora.
Con todo, Vox no es strictu sensu un partido franquista. Sus referencias a los periodos recientes de la historia de España, como la Segunda República, la Guerra Civil y el franquismo son más bien escasas y, en sus programas, no efectúa una defensa abierta del “Estado del 18 de julio”; prefieren el tiro largo de la historia y remitirse a la Reconquista, los Austrias o la conquista de América. La familia y la educación, junto con el papel de la mujer y las políticas de la memoria, forman parte de la “guerra cultural” de Vox. A Fernández de la Mora le preocuparon los dos primeros (el feminismo y la memoria histórica eran no-problemas en la Transición), pero sobre todo defendió un Estado mínimo que interfiera lo imprescindible en la vida económica y un estado en el que solo cabe una nación, España. Para trazar la genealogía de Vox resulta imprescindible conocer el franquismo y su historia. Si no siempre para saber a dónde apunta la versión española del nacionalpopulismo, servirá al menos para identificar su bebedero intelectual.
Jesús Casquete es doctor en Sociología y doctor en Historia, y profesor de Historia del Pensamiento Político en la Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea. Es autor de Nazis a pie de calle. Una historia de la SA en la República de Weimar (Alianza, 2017) y de El culto a los mártires nazis (Alianza, 2020).