Reconocerse frágil. Mirarse al espejo, pero no a lo Casado, al contrario, sin postureo. Admitirse vulnerable, sin respuestas a casi nada, con dudas, miedos, incertidumbres… Es quizás el paso, si no más heroico, por no volver al tópico manido, sí el que arrastra, una a una, las piezas de la masculinidad hegemónica en la que nos socializamos, la que representamos cada vez que salimos ahí afuera y nos reflejamos en el prójimo. Cada cual a su medida.
Siguiendo a Freud, Kimmel señala que es el miedo al poder del padre lo que genera la identificación del hijo con la masculinidad, la misma que le aterroriza. Es precisamente el miedo lo que lleva a esconder el miedo, a negarlo y a envolvernos en el absurdo disfraz de la invulnerabilidad.
La cosa va mucho más allá del eslogan “los hombres también lloran”. Que también, y mucho. Tiene repercusiones más generales y perversas: en la actitud ante la vida, porque el obsesivo ocultamiento de las limitaciones propias y la codependencia emocional, afectiva, social, económica, ecológica… empuja directamente hacia el mito del individualismo, a la creencia de que podemos construirnos solos, a la idea del triunfo personal. Lleva al espejismo de sentirse cúspide de la naturaleza, el rey del mundo que grita DiCaprio en la proa del Titanic poco antes de su hundimiento.
Esta actitud es la base del liberalismo, con o sin el prefijo neo. El “sálvese quien pueda” del capitalismo más salvaje, con la competitividad y el desarrollismo infinito como motores, con el mercado como dios absoluto, que engulle planeta y personas, para compensar el éxito de unos pocos a costa de tanto.
La individualidad es una fantasía, como explica Almudena Hernando, que obliga a aparentar. Ocurre igual al intentar esconder la vulnerabilidad, para lo que hay que trepar a la tarima de la arrogancia, a la falacia del control como modus operandi en todos los espacios de relación. Desde tener la última palabra, la innecesaria demostración de saberes o habilidades… hasta el más vulgar de los mansplainings.
Aparentar y acabar creyéndose invulnerable lleva a obviar las consecuencias de los propios actos, sobre uno mismo y en quienes nos rodean. Las estadísticas reflejan consumos de drogas muy superiores entre varones. La detección tardía de enfermedades también está relacionada con los “superpoderes” masculinos, que descartan cualquier posibilidad de enfermar ni, mucho menos, pedir ayuda. ¿Ayuda psicológica?, en esta lógica eso debe ser sinónimo de debilidad. Los varones protagonizamos la mayoría de los accidentes de tráfico mortales, aunque el número de carnés de conducir es prácticamente igual al de mujeres.
Los suicidios son cosa de hombres, con cifras que superan el 80%. En este fenómeno, sospecho, se trenzan varios factores: de un lado, no admitir ni permitirse la depresión; negarse la necesidad de ayuda o, peor, sentirse humillado por pedirla; la falta de habilidades para la gestión de la frustración, habitual cuando no se alcanza el éxito exigido o autoexigido…; pero también está la falta de conciencia de las consecuencias de los propios actos, no sentirse responsable de quienes quedan detrás y de los efectos que la muerte podría generar en su entorno (pienso en hijos y familiares).
Las cárceles también son nuestras. La población reclusa es mayoritariamente masculina, encabezando especialmente los homicidios y los delitos con violencia.
Y qué es la violencia sexual – en cualquiera de sus formas- sino otro intento de camuflar la vulnerabilidad, un acto de reafirmación de la masculinidad, como explica Rita Segato. Nada tiene que ver con el deseo ni el placer, sino con el lugar que se ocupa en el grupo o se pretende alcanzar entre iguales, entre hombres.
En la misma línea, la violencia machista es otro acto de reafirmación. Señala Miguel Lorente que no se trata de crímenes instrumentales, no se consigue nada material a cambio. Son crímenes morales ejecutados por hombres para saciar su necesidad de reafirmar su condición, su posición de poder frente a ellas y ante la mirada del resto del mundo. Volvemos a las apariencias.
Venimos de una cultura que en el siglo XVII consideraba que mantener relaciones con la esposa “de otro hombre” era “la mayor invasión de la propiedad”, que “un hombre no podía recibir una provocación mayor”. Hasta 1963, hace 57 años, se justificaba el asesinato de la “mujer adúltera”. Aquello de los crímenes pasionales que todavía resuenan en algún titular. El adulterio fue delito hasta 1978 en este país.
Y en esto llegó la pandemia
En marzo de 2020 se para el mundo, nos encerramos en las casas (quienes tenemos), porque un ser invisible pone en jaque nuestra supervivencia y, especialmente la fragilidad de nuestra maltrecha sanidad pública, víctima del sálvese quien pueda de las privatizaciones, tan liberales ellas. Se para la actividad económica, disparándose las cifras de desempleo (vía ERTE o no), se cierran escuelas, mientras policías y militares vigilan las calles. Un escenario distópico digno de películas de serie B que tantas tardes de sábado nos acunaron en el sofá.
El covid fundió en negro nuestras certezas, nos desplazó de la que creíamos cúspide de las especies, nos dijo que con el individualismo no vamos a ninguna parte, nos dejó desnudos, sin poder deambular por el espacio público con el disfraz del rango económico y laboral con el que cumplíamos el mandato de proveedores… Hasta el liberalismo estiró su mano pedigüeña a papá Estado, al mismo que desmanteló en el último medio siglo.
Pero no todo han sido aplausos y memes buenrollistas. Sin ánimo de aguarle el optimismo a nadie, ni la fe en la humanidad y en su capacidad de reinventarse en armonía (sonido de violines). Poco entrenados en navegar por la vulnerabilidad de presentes y futuros inciertos, se dispararon las frustraciones que, con escasas habilidades para su gestión, multiplicaron los casos de violencia machista.
Al mismo tiempo, los hombres no tardamos en apropiarnos de los permisos para salir de casa. Siempre dispuestos a correr riesgos por el bien de su manada (como argumentario, bien vale para echarse un cigarro en la calle). Un privilegio es siempre un privilegio. En breve llenamos los supermercados (nunca vi a tantos hombres haciendo la compra, eso sí, muy desorientados, sin remota idea de dónde encontrar cada producto). Paseamos a los perros, luego a los niños y hasta a las abuelas.
De puertas para adentro, habrá que observar si hubo implicación en las tareas domésticas y de cuidados, con qué talante entramos en ese nuevo espacio. Si conquistamos territorios ajenos, imponiendo nuestras normas, obviando las ya existentes, las de quienes desarrollaron esas tareas siempre. Si para adornar, nos convertimos de la noche a la mañana en glamurosos másters chefs, reclamando público reconocimiento.
Las redes sociales, a tono con el debate político, rebosaron virulencia y testosterona, más preocupación por el protagonismo que por el hallazgo de soluciones. Por salir en la foto, aunque sea un ridículo meme. Un meme en el que te colocas frente al espejo no para verte, sino para que te vean. Y sin mascarilla, que dice Trump, en voz alta y sin vergüenza, que eso es síntoma de debilidad. Más de lo mismo.