La involución en materia fiscal continúa de forma inexorable. Cualquiera que retome hoy un manual de Hacienda Pública de hace veinticinco o treinta años comprobará que lo que en ellos se sostenía como principios sustanciales de la tributación es lo contrario de lo que hoy se defiende. Bien es verdad que este cambio de postura […]
La involución en materia fiscal continúa de forma inexorable. Cualquiera que retome hoy un manual de Hacienda Pública de hace veinticinco o treinta años comprobará que lo que en ellos se sostenía como principios sustanciales de la tributación es lo contrario de lo que hoy se defiende. Bien es verdad que este cambio de postura no obedece tanto a razones teóricas como a intereses y prejuicios ideológicos.
El primer asalto se ha realizado en contra de la progresividad del Impuesto sobre la Renta y de la carga fiscal que gravita sobre las ganancias de capital; más tarde, el objetivo a batir ha sido el Impuesto de Sucesiones y Donaciones, y ahora comienza a cuestionarse el Impuesto de Patrimonio, incluso desde el propio partido socialista y desde el Gobierno.
Resultan sorprendentes las razones que se aducen desde distintos medios, pero más desconcertante aún es contemplar la rotundidad con la que se habla y cómo se pontifica en temas en los que el disertante es un neófito. Pero eso da igual, porque detrás de sus afirmaciones, en realidad, no hay razonamientos sino mero interés, el interés de denigrar unos impuestos que, dada su situación económica, le son perjudiciales.
Se descalifica el Impuesto de Patrimonio porque, según dicen, constituye una doble imposición con respecto al Impuesto sobre la Renta, al ser el patrimonio rentas acumuladas. Pero, entonces, tendríamos que afirmar lo mismo del IVA y de los impuestos especiales, pues los recursos que se gastan han sido antes rentas y, por tanto, gravados como tales. Una concepción tan abusiva de la doble imposición nos conduciría a la conclusión de que sólo puede existir un impuesto.
Más allá de las muchas simplezas que hoy se escuchan, lo cierto es que un sistema fiscal justo y eficaz debe conformarse como un buen edificio arquitectónico en el que las distintas figuras se entrelazan y recaen sobre aspectos distintos de una misma realidad, sin que eso signifique que exista doble imposición, sino tan sólo complementariedad en los gravámenes.
El Impuesto del Patrimonio y el de la Renta ciertamente son complementarios, pero no sólo porque el primero pueda utilizarse como un elemento de control del segundo (versión de algunos para jibarizarlo), sino porque puede desvelar aspectos de la capacidad de pago que el Impuesto sobre la Renta no capta en su totalidad.
Tradicionalmente se ha venido aceptando que dos personas tienen capacidad económica distinta si sus rentas, aun cuando sean cuantitativamente iguales, en un caso provienen del trabajo y en el otro del patrimonio. La segunda es superior a la primera, aunque sólo sea por la mayor tranquilidad con la que su poseedor puede contemplar el futuro. Por otra parte, en el Impuesto sobre la Renta las ganancias de capital aparecen únicamente como ingresos y, por tanto, gravadas cuando se realizan, con lo que la carga se puede diferir indefinidamente. A todo ello viene a dar respuesta el Impuesto sobre el Patrimonio. Bien es verdad que los razonamientos anteriores suenan a hueros en los momentos presentes, cuando los distintos países han trastocado los valores de tal manera que son las rentas del trabajo las que se gravan en mayor medida que las del patrimonio, y se tiende a que las ganancias de capital tributen lo menos posible.
Otra razón viene a respaldar el mantenimiento de un impuesto sobre el patrimonio, la existencia de determinados bienes de lujo o improductivos que no generan ingresos, y que por tanto no serían nunca gravados en un impuesto sobre la renta.
El Impuesto sobre el Patrimonio tiene sentido tanto en un Estado liberal como en un Estado social. En el primero, porque una de las principales razones de su existencia, por no decir la principal, es garantizar y defender el derecho a la propiedad y los bienes de los propietarios. No es de extrañar, por tanto, que Locke se convirtiese en el primer defensor de este impuesto, ya que parece lógico que sean precisamente los propietarios los que contribuyan en mayor medida a los gastos del Estado.
En un Estado social, porque entre las finalidades esenciales de éste se encuentra la de remover los obstáculos que se oponen a la igualdad efectiva. No es ningún secreto que una economía de mercado propicia la acumulación de capital, y por esa razón, las diferencias serán cada vez mayores y la desigualdad más acusada si no se articula un sistema fiscal progresivo con impuestos potentes sobre la renta, sobre sucesiones y, por supuesto, sobre la riqueza y el patrimonio.
www.telefonica.net/web2/martin-seco