Anteyer, después del paso o del paseo de Millet y Montull por el Juzgado de Instrucción número 30 de Barcelona, y del anuncio de su libertad provisional, muchos ciudadanos, asombrados, debieron constatar que ante determinada delincuencia de cuello blanco y de un elevado rango social y económico, los jueces casi siempre reaccionan igual: con benignidad […]
Anteyer, después del paso o del paseo de Millet y Montull por el Juzgado de Instrucción número 30 de Barcelona, y del anuncio de su libertad provisional, muchos ciudadanos, asombrados, debieron constatar que ante determinada delincuencia de cuello blanco y de un elevado rango social y económico, los jueces casi siempre reaccionan igual: con benignidad y hasta con afabilidad. Como si, con relación a de estos delincuentes, no existiese ese Poder Judicial que caracteriza al Estado de derecho. Es muy grave y expresa una profunda crisis de la democracia.
Pero los precedentes son muy abundantes. Los grandes procesos contra la delincuencia financiera de esta década han concluido en archivo, sin necesidad de llegar a juicio, como el descomunal fraude fiscal atribuido al presidente y otros ejecutivos del Banco Santander, o en absoluciones, como las cuentas secretas del BBVA en la isla de Jersey -con el correspondiente fraude fiscal-, los fondos de pensiones contratados por los consejeros de esa entidad con cargo a dichos fondos, el tráfico de influencias en la Bolsa del actual presidente de Telefónica, y así sucesivamente.
El Tribunal Supremo llegó a justificar una de las muchas absoluciones invocando «la absoluta libertad de mercado». Esa ideología neoliberal está penetrando cada vez con mayor fuerza en la magistratura y los resultados están a la vista. Ante las gravísimas conductas atribuidas a Millet y sus colaboradores, la fiscalía ha obrado con el rigor y la coherencia que el caso exigía, solicitando la prisión provisional sin fianza, sobre todo cuando concurre un delito de malversación de caudales públicos, castigado con una pena que puede alcanzar los ocho años y, sobre todo, cuando pudiera no estar garantizada la conservación y custodia judicial de todas las fuentes de prueba de los hechos delictivos y de todas sus ramificaciones políticas, con inclusión de una posible financiación irregular de un partido político.
Este enorme, vamos a llamarle presunto, enriquecimiento ilícito con fondos públicos y privados, tratado con tanta dulzura, contrasta con la preocupación por el incremento de los carteristas en Barcelona, además de las restricciones legales impuestas a los inmigrantes y la persecución de la prostitución que no puede recurrir a «espacios protegidos». ¿Será verdad que para ciertos jueces los imputados y acusados en estos procesos están, como se dice en acuerdos relevantes de la ONU, «por encima del alcance de la ley»? Si fuera cierto, como está acreditado en otros procesos, todos, pero especialmente los responsables políticos y judiciales, deberíamos estar muy preocupados por los límites y riesgos de nuestra democracia.