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Y Ratzinger volvió a hablar

Fuentes: Rebelión

No había llegado a la apostólica Galicia y ya se permitía el lujo de pegar su primer «tirón de orejas», entrometiéndose en la política del Gobierno español, con la impunidad que le otorga su inmunidad diplomática y la debilidad que hace de España un Estado confesional encubierto, mal que le pese a nuestra Constitución. Benedicto […]

No había llegado a la apostólica Galicia y ya se permitía el lujo de pegar su primer «tirón de orejas», entrometiéndose en la política del Gobierno español, con la impunidad que le otorga su inmunidad diplomática y la debilidad que hace de España un Estado confesional encubierto, mal que le pese a nuestra Constitución.

Benedicto XVI, el papa que aún sin cumplir cinco meses en el cargo ya bendecía la gigantesca escultura vaticana del fundador del Opus Dei, San Josemaría Escrivá de Balaguer; el mismo que dos meses después, durante una de sus audiencias públicas en la plaza de San Pedro, se encasquetaba ufano el tricornio de la Guardia Civil que le acababan de regalar; el que en una visita a Ratisbona tuvo el desahogo de afirmar que la Teoría de la Evolución es irracional y, de paso, encender la cólera del Islam con una mezcla de torpeza y desmemoria diciendo que «la violencia de la yihad (guerra santa) contrasta con la naturaleza de Dios y del alma» -lo que le valió ser quemado «en esfinge», a la usanza de los tiempos «gloriosos» de la Inquisición, en la oleada de airadas reacciones que levantaron sus palabras a lo largo y ancho del mundo islámico-; el papa que desató la ira de protestantes, ortodoxos y coptos, al proclamar que la Iglesia católica, apostólica y romana, es la única Iglesia de Cristo; el que fue vetado para entrar en la Universidad romana de ‘La Sapienza’ por una movilización laica de profesores y alumnos que lo consideraban demasiado reaccionario para hollar «el templo del conocimiento»; el que rehabilitó las misas preconciliares en latín; el que levantó la excomunión a los obispos ordenados en 1988 por el ultraconservador monseñor Lefebvre, fue quien aprovechó la rueda de prensa concedida en el mismo avión que lo llevaba a Santiago de Compostela para declarar que «España necesita una reevangelización» y denunciar que en nuestro país «ha nacido una laicidad, un anticlericalismo, un secularismo fuerte y agresivo como se vio en la década de los años treinta.» Una forma solapada de ejercer presión sobre el Gobierno a la astuta manera vaticana.

Y es que Ratzinger sigue siendo Ratzinger, aunque se apode Benedicto XVI y haya cambiado su cargo de prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe -último bastión del Santo Oficio- por el de Vicario de Cristo en la Tierra. Su férreo conservadurismo, su autoritarismo inflexible, su estricto desempeño de guardián de la ortodoxia, que le llevaron a ser conocido como el «cardenal no» -No a la Teología de la Liberación, no al sacerdocio de la mujer, no al matrimonio de sacerdotes, no al comunismo, no al laicismo, no a los preservativos, no a la homosexualidad…(del capitalismo no dijo nada)- definen su andadura como cancerbero de la fe. Nunca, en la época contemporánea, sufrió como con él la vida intelectual de la Iglesia una rigidez doctrinal tan absoluta ni un control tan a ultranza sus teólogos, algunos de cuyos miembros más brillantes optaron por irse -como Leonardo Boff-, por sellar sus labios -como Gustavo Gutiérrez-, o por rebelarse -como hizo Hans Küng para ver anulada por el Vaticano su licencia como enseñante de teología católica, pese a lo cual sigue impartiendo clases de Teología Ecuménica en la Universidad de Tübingen.

Sin embargo, a pesar de lo dicho, no deja de parecerme un sarcasmo que la persona que representa a un Estado -la Santa Sede-, que puede considerarse como uno de los menos comprometidos en todo el mundo en la defensa de los Derechos Humanos, cuya Declaración no ha firmado todavía; una persona que no ha tenido escrúpulos en declarar que le sigue pareciendo justo el proceso de la Iglesia contra Galileo, sea capaz de amenazarnos con la «reevangelización» y se atreva a hablar, como ha hecho en esta visita a España, de verdad y libertad, afirmando que «la Iglesia está al servicio de ambas». No será, desde luego, la Iglesia que contemporizó con el nazismo, que apoyó la «Cruzada» contra la República, y a Franco durante cuatro décadas, y que mostró su adhesión a regímenes dictatoriales como los de Videla y Pinochet; no será tampoco esa Iglesia rancia y medieval que él ha venido a fomentar acercándose a los grupos anticonciliares, antiecuménicos y más retrógrados de la extrema derecha con sotana.

Sólo en una mente ultraconservadora como la suya podría caber esa comparación entre el laicismo actual y el violento anticlericalismo de la España republicana; un anticlericalismo, no se olvide, dirigido más hacia las estructuras eclesiásticas y a su proyección social y educacional, a su labor de quinta columna al servicio de las clases dominantes, que a la creencia religiosa en sí.

Tal vez, lo que Benedicto XVI pretenda es devolvernos a aquella intolerancia franquista-religiosa, inspirada en el concilio de Trento, cuando la Iglesia, como Ratzinger, se jactaba de ser «martillo de herejes». Tal ve desee el retorno de aquel espíritu apostólico que canonizó la guerra civil como Cruzada, que presentaba como enemigos de España al «liberalismo, la democracia y el judaísmo» y pretendía que «el Estado debe sujetarse a la Iglesia». Tal vez añore que los obispos vuelvan a predicarnos que es pecado bañarse en piscinas y playas estando juntos hombres y mujeres, que los novios no pueden cogerse del brazo, que el baile agarrado es pecaminoso, o que el bañador de la mujer debe llevar una pudorosa falda. Tal vez aspire a que el prelado de cada diócesis determine la longitud de la falda y de las mangas que debe llevar el traje de la mujer y se les enseñe a los niños que el 99% de los condenados al infierno lo están por pecados sexuales, que el obispo nos bendiga con su paternalismo social asegurándonos que lo mejor para el obrero es «resignarse a vivir en su clase social» o que todo tipo de socialismo, además de absurdo, es injusto. Tal vez consista en todo esto su proyectada evangelización. Por eso, pontífices tan peligrosos como este Benedicto XVI siempre pueden prender la mecha que reabra la grieta de las dos Españas y nos aproxime a una situación de conflicto que nadie quiere. A este respecto, el gran inquisidor debería saber que fue la llegada de los reyes denominados Católicos y su intolerante dogmatismo, los que acabaron con la tradición que había hecho, de lo que después sería esta Nación, el país de Europa más respetuoso con las diferencias religiosas de toda la Edad Media.

Tanto él como su timonel en España, el cardenal Rouco Varela, deberían reflexionar sobre esto antes de volver a provocar con sus palabras.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.