Había un programa de televisión. Se llamaba, como se llamó después la obra de teatro, Doña Disparate y Bambuco (aunque no sé por qué, en casa decíamos «Bambuco y Disparate»). Allí estaban Leda y María pero no era lo único que había. Si no me equivoco, un hombre gigantesco enseñaba a tocar el tonette, asignando […]
Había un programa de televisión. Se llamaba, como se llamó después la obra de teatro, Doña Disparate y Bambuco (aunque no sé por qué, en casa decíamos «Bambuco y Disparate»). Allí estaban Leda y María pero no era lo único que había. Si no me equivoco, un hombre gigantesco enseñaba a tocar el tonette, asignando a cada nota un número. Y uno aprendía, también, a «fabricar» pergaminos antiguos, con papel, aceite y talco. En esa época, papá trajo a casa el primer disco de María Elena Walsh que tuvimos, Canciones para mirar, con una tapa de papel satinado. Fue a comprarlo, contaría infinidad de veces, a un departamento donde una señora de ojos claros atendió la puerta, dijo «un momentito» y al rato salió con el disco en la mano.
Yo tenía seis o siete años. No había casi televisión -El Capitán Piluso, algunas series, El llanero solitario, Superman–; estaban los discos Calesita, de plástico de colores, con canciones infantiles tradicionales, y un LP de «nursery rhymes» («The Farmer in the Dell», «Jack and Jill», «London Bridge», «Mary Had a Little Lamb», «Humpty Dumpty»). Estaba la bicicleta, también, y las revistas mexicanas, y el Parque Rivadavia los domingos a la mañana, y una escuela en la que no podía suceder nada interesante. Era un mundo pequeño. No había muchas novedades: apenas las que podían entreverse en las conversaciones de los grandes. Y ese mundo cambió de tamaño con Leda y María. No se trataba sólo de canciones divertidas -que lo eran-. O tristes -«La Pájara Pinta» era insoportable, por más que la «escopetita verde» intentara restarle algo de dramatismo-. Lo que allí sucedía era la revelación de un universo en el que cabían bagualas, milongas, zambas, el vodevil, el jazz, ritmos caribeños, más adelante chamamés y chacareras y hasta un twist. Leda y María se convirtieron, en poco tiempo, en María Elena Walsh a solas. O, mejor, en ella junto a músicos como Oscar Cardozo Ocampo y acompañada por arreglos de una sutileza y un detalle altamente infrecuentes en la música argentina en general y, hasta ese momento, simplemente impensables en las canciones para niños. Yo no lo sabía entonces, y ella lo negaría cada vez que pudiera, pero en esas canciones había un proyecto pedagógico. Un modelo acerca de lo que el aprendizaje podía ser y acerca de lo que tenía que abarcar.
No se trataba de moralejas, desde ya. Ni de esa escuela que funcionaba como un Rey Midas al revés, convirtiendo todo lo que pasaba por ella en tonto, aburrido y, sobre todo, falto de humor y novedad. Las canciones de María Elena Walsh, como lo que estaba en sus discos anteriores junto a Leda Valladares, respondían a un cierto modelo humanista según el cual cuanto más se conociera más libre se podía ser. La exhumación de folklores, el americano o el español, como en el notable Canciones del tiempo de Maricastaña («en qué nos parecemos, tú y yo a la nieve; tú en lo blanca y galana, yo en deshacerme…») respondían al mismo impulso que el mapa que sus canciones infantiles buscaban trazar: la diversidad como un bien en sí mismo. Y la cuestión no estuvo ausente, tampoco, en su plan para educar adultos. El chamamé «La Juana», en todo caso, era una pequeña lección de sociología («sé que ustedes pensarán, que pretenciosa es la Juana, cuando tiene techo y pan también quiere la ventana… yo vivo en un cuadradito de oscuridad recortada… y mi único balcón es ver la televisión»). Y ese «¿diablo estás?» al que se le contestaba con «me estoy poniendo la cartuchera y la casaca militar, y con mi música de metralla a todos quiero ver bailar» resultaba igualmente didáctico en ese 1968 previo al Cordobazo. Su Juguemos en el mundo, estrenado en el Teatro Regina, se convirtió en un éxito sin precedentes inaugurando además un género, «a la manera del Olympia de París», según la revista Primera Plana.
Podría pensarse que la educación argentina -y la vida misma- se desarrolló, simultáneamente, en dos direcciones opuestas. Dos poderosas líneas se habían ido gestando junto con el país: una abierta, atenta a la variedad y a las novedades de todo tipo; la otra, cerrada en sí misma. Una sintetizada, tal vez, en ese espíritu dentro del cual revistas como Primera Plana o Análisis reemplazaron a la Iglesia en la formación del gusto de clase media; la otra corporizada en el golpe de Onganía y su gesto restaurador. En la primera sonaban las relecturas del folklore del Nuevo Cancionero mendocino, de Mercedes Sosa y, claro, de Leda y María. A la segunda le llegaría su banda de sonido con Roberto Rimoldi Fraga. ¿Diablo estás?, preguntaba María Elena Walsh. Y el lobo estaba poniéndose su cartuchera para imponer, además de los consabidos recetarios económicos de sus ideólogos, un modelo cultural. «Anastasia querida», le cantaba Nacha Guevara a la censura, que se entronaría en esos años y que, luego de un cortísimo interregno al comienzo del gobierno de Cámpora, volvería a reinar a partir de 1975.
En 1979, en plena dictadura, Walsh escribió un texto titulado Desventuras en el País-Jardín-de-Infantes. No era exactamente un alegato contra la tiranía, de hecho -concesión a los tiempos que corrían o, tal vez, convicción- reivindicaba la lucha contra el terrorismo -aunque lo llamara, igual que los militares, subversión-. Era un texto contra la censura. Allí se hablaba de la libertad. Se hablaba de la Argentina abierta, en cuya aniquilación la Junta Militar puso por lo menos tanto ahínco como en la de la lucha armada. Los niños de los ’60, formados por la riqueza cultural de sus canciones, por los infinitos juegos que podían surgir de «el gato que pes, sentado en su ventaní», la «gaviota medio marmota» que confundía un perro salchicha con una gran lombriz o las «ganas muchas ganas, de tomarse un desayuno con catorce medias lanas», pertenecían a ese país. Se habían (nos habíamos) educado en un mundo de bomberos con brillantes sacapuntas y de escuchas donde se pasaba con naturalidad de la chanson francesa al huayno y del jazz o la chaya al «Señor Juan Sebastián».
Ya en los ’90, Walsh me dijo, en una entrevista, que la Argentina había salido del jardín de infantes pero estaba en la secundaria y en una escuela de varones. Era un país de «muchachones», decía. Ese país en que la comicidad adquiría la forma de la módica violencia de la «jodita», y donde se buscaba zafar más que estudiar, con Tinelli como referencia cultural y, un poco más adelante, con Macri como más perfecta encarnación política, con su culto a la homogeneidad más flagrante y su desprecio por el saber (al fin y al cabo, se puede dirigir una empresa y hasta ser intendente sin haber leído un libro), volvería a poner en entredicho a la Argentina abierta. La modernidad del ’68, con Juguemos en el mundo y, a pocas cuadras, la María de Buenos Aires de Piazzolla y los primeros recitales de Almendra, ya no estaba más. Era, quizás, un proyecto terminado. Y, no obstante, permanecía -y así seguirá siendo- en esas canciones extraordinarias. En esas obras de perfecta concisión, belleza melódica, humor, inteligencia, ingenio y vuelo poético que enseñaron -y enseñarán- que sin curiosidad no hay escucha verdadera, Y que mostraron, entonces y siempre, que un mundo más grande es un mundo mejor.
Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-6762-2011-01-18.html