Del 29 de noviembre al 5 de diciembre tuve el honor de acompañar a una amplia delegación de organizaciones y expertos al Parque Nacional Yasuní, en Ecuador. La visita al Bloque 16 —liderada por comunidades indígenas Waorani y por la organización Acción Ecológica— nos permitió constatar cómo, a dos años de la consulta popular en la que el país votó Sí por el Yasuní, y tras una segunda consulta en 2025 que ratificó la Constitución vigente con su carácter plurinacional y su reconocimiento de los derechos de la naturaleza, el gobierno ecuatoriano ha ignorado deliberadamente su obligación de detener la explotación petrolera y de desmantelar, reparar y resarcir los territorios afectados en el Bloque 43, conocido como Yasuní–ITT. El encuentro buscó no sólo identificar las acciones y responsabilidades que el Estado ecuatoriano debe asumir para cumplir con el mandato popular, sino también impulsar la Yasunización de los territorios: una propuesta que, partiendo de principios locales, rechaza el localismo y apuesta por tejer redes internacionales orientadas a una transformación socioecológica profunda. Esta perspectiva supera el paradigma simplista de la «transición energética» y se orienta, en cambio, hacia la construcción de autonomías, alianzas transnacionales y formas de vida que desafían los modelos extractivistas y capitalistas que hoy amenazan a los ecosistemas y a los pueblos que los habitan.
A raíz de la decisión de proteger los territorios del Yasuní en la consulta de 2023, la consigna “Yasunizar los territorios, Yasunizar el mundo” ha cobrado una fuerza particular. La frase nombra algo más que una consigna política: funciona como un verbo que convierte a Yasuní en un principio desplazable (Acosta, 2023). Yasunizar significa afirmar —en territorios concretos— que las fronteras extractivas no son “inevitables”, sino dispositivos de colonialidad que producen zonas de sacrificio: espacios que invisibilizan la interacción de la vida (humana y más-que-humana) para sostener la acumulación, la deuda financiera y la promesa del desarrollo. En ese sentido, yasunizar no se reduce a “proteger un territorio”, sino a disputar la normalidad histórica de la extracción y a reorientar la política climática: de la gestión tecnocrática del carbono hacia una justicia material y territorial que comienza por dejar los combustibles fósiles bajo tierra, pero que también nos permite dimensionar la centralidad de los hidrocarburos en todas las cadenas productivas y en la propia construcción del capitalismo global.
Las mal llamadas energías renovables están fosilizadas: dependen de combustibles fósiles, de la minería y de cadenas de valor globales que operan a través de un modelo extractivo-colonial. Hoy repetimos casi como mantra que la transición energética no puede ser sólo una cuestión tecnológica, pero persiste una incapacidad para ver las estructuras coloniales, la creación de dependencia y los sistemas de despojo y destrucción que estas tecnologías producen (Tornel y Dunlap, 2025; Lohmann, 2025). El ejemplo del Yasuní no se limita al proceso de abandonar los combustibles fósiles: pone en tela de juicio la posibilidad misma de organizar una transición más allá del extractivismo. No sólo porque América Latina muestra una tendencia de declive en la producción petrolera, sino porque las alternativas “renovables” o “sostenibles” ofrecen pocas garantías de contribuir a un mundo mejor y nos obligan a abrir un debate esencial: energía, ¿para qué y para quién? ¿Qué tipo de buena vida queremos y de qué forma podemos garantizar la construcción de la subsistencia?
La transición energética y las respuestas a la crisis climática se han convertido en nuevas fronteras extractivas y de acumulación para el capitalismo. La rápida proliferación de zonas de sacrificio en torno a la minería y la ocupación, exploración y destrucción de los territorios por megaproyectos de tecnologías “solares”, “eólicas” o de producción de baterías —entre muchos otros— se presenta como un nuevo campo de oportunidades extractivas y financieras, nombradas como transición energética y mitigación del cambio climático. Lo que enfrentamos, entonces, no es un sistema capitalista que se “transforma” de fósil a renovable, sino un extractivismo del todo: una respuesta del capitalismo que, mediante medios cada vez más violentos, abarata fronteras y vacía territorios de contenido para hacerlos legibles a la inversión y a la circulación. O, como propone Kyle Powys Whyte (2020), no se trata sólo de una crisis climática, sino de una respuesta a la epistemología de la crisis del capitalismo: la forma más eficaz de la modernidad capitalista para justificar su dependencia del colonialismo, el extractivismo y el patriarcado.
Desde aquí, la decisión de la consulta en Ecuador de un “Sí” al Yasuní —que incluye la responsabilidad del gobierno de resarcir el daño y cerrar las industrias petroleras— propone una visión de las reparaciones que cambia la escala, el contenido y los actores involucrados. Si partimos de la noción de deuda ecológica —que posiciona a América Latina y al Sur global como acreedores, y no como deudores, del proceso colonial—, las reparaciones no pueden limitarse a compensaciones monetarias ni a programas estatales de “distribución” que, con frecuencia, reproducen el mismo orden y nos mantienen dependientes de aquello que produjo el sacrificio. Reparar, en clave de yasunización —recordando que Yasuní significa “tierra sagrada”, precisamente lo opuesto a una zona de sacrificio— implica al menos tres dimensiones inseparables: (1) restauración, entendida como recomposición de ciclos ecológicos y remediación sostenida de daños en suelos, ríos y biodiversidad, asumiendo responsabilidades de largo plazo por los “restos” de la extracción; (2) no repetición, es decir, cierre real de operaciones, desmantelamiento de infraestructuras extractivas y prohibiciones efectivas a nuevas aperturas; y (3) transformación institucional orientada hacia la autonomía, esto es, desmantelar las estructuras que hicieron posible la designación de una zona de sacrificio (quién decide, quién controla, quién se beneficia, quién carga con los costos) y construir “zonas sagradas”: formas de gestión de la vida y del territorio desde lo común.
Este último principio nos lleva a pensar que la propuesta de reparaciones tiene que ser prefigurativa: debe constituir un horizonte político de acción que nos permita ver más allá del Estado, sin ignorar su papel ni su presencia. Descentrar al Estado como único mediador de la reparación nos deja ver que es, al mismo tiempo, parte del problema y un campo de disputa. Hay demandas que deben dirigirse hacia él —el cierre de instalaciones, el resarcimiento del daño, la persecución a las compañías y actores involucrados—, pero la demanda no puede construirse en clave de dependencia. Las obligaciones reparativas deben alcanzar a una pluralidad de responsables y reorganizarse en torno a mecanismos de gobernanza autónoma y territorial: fondos y monitoreos bajo control comunitario, planes de restauración co-diseñados por quienes habitan y defienden el territorio, garantías sustantivas para la autodeterminación y formas de justicia que no reduzcan la vida a la métrica del daño, sino que fortalezcan capacidades colectivas para sostenerla (es decir, alternativas que operen por medio de, en contra de y más allá del Estado).
Aquí la noción doble de resistencia–reexistencia (Hurtado y Porto-Gonçalves, 2022) enriquece decisivamente el debate. Resistir no implica sólo oponerse a un proyecto extractivo; es también defender relaciones, cuidados, saberes y prácticas que el extractivismo intenta disolver. Reexistir es aún más radical: no se trata únicamente de sobrevivir al daño, sino de recrear mundos, reconstituir territorios y reactivar instituciones propias —políticas, económicas, culturales— que reorientan la vida desde la dependencia extractiva hacia otras formas de reproducción social. En esta clave, las reparaciones dejan de ser una “entrega” administrada desde arriba y se convierten en un proceso de recomposición autónoma: restaurar no sólo ecosistemas, sino también las condiciones para que comunidades, pueblos, colectivos y movimientos organizados rehagan su capacidad de decisión, su control del territorio y sus formas de subsistencia y buena vida.
Por eso, la autonomía aparece como horizonte de lucha y como criterio para evaluar qué cuenta como reparación. Una reparación que “compensa” pero mantiene intactas las infraestructuras de control —militarización, concesiones, captura institucional, dependencia fiscal del petróleo, avance de megaproyectos y sistemas de desarrollo— no repara: reacomoda el sacrificio. Yasunizar, en cambio, propone que la salida del extractivismo sea también una salida de la dependencia respecto al sistema institucional y a la forma de gobierno estatal que lo sostiene. “Yasunizar los territorios” significa convertir cada cierre, cada restauración, cada disputa por la vida en un laboratorio político de reexistencia; “yasunizar el mundo” significa tejer esas experiencias en una internacionalización del cuidado, la reparación y la no repetición.
Los derechos de la Naturaleza como horizonte político de la autonomía
La noción de derechos de la naturaleza potencia y reencuentra todo lo anterior porque rompe con la ficción moderna de que “nosotros” estamos separados de “la naturaleza”. A diferencia de la idea de garantizar un “medio ambiente sano” —como sostienen constituciones de países como México—, la construcción de los derechos de la naturaleza no implica proteger una naturaleza separada, sino reconocerla como sujeta de derechos. Como han propuesto pensadores como Marisol de la Cadena (2015), Arturo Escobar (2020) y Mario Blaser (2025), aunque esta propuesta ayuda a descentrar la visión profundamente problemática de ver a la naturaleza como “recurso”, todavía persiste una tendencia a imaginarla como algo separado que debe ser protegido. Un giro adicional consiste en reconocer a la naturaleza como mundos vivos: no sólo base material de la vida, sino trama de significados, relaciones y formas de mundo.
Desde esta lectura, los derechos de la naturaleza no pueden reducirse a una garantía constitucional, sino que deben entenderse como un conflicto ecológico permanente contra el capitalismo (Dunlap, 2025): una disputa por las condiciones de reproducción de la vida en la que podemos reconocernos como la naturaleza defendiéndose a sí misma, a través de cuerpos, comunidades y territorios que resisten la conversión de lo viviente en “recurso” y la reducción de sus formas de mundo a meros objetos de conservación (Fremeaux y Jordan, 2021). En este sentido, los derechos de la naturaleza no deberían interpretarse únicamente como una declaración enunciativa ni como una competencia exclusiva del Estado —que delega en sí mismo la protección y nos vuelve dependientes de su administración—, sino como luchas y horizontes de lucha que abren campos de acción política y que, precisamente por ello, deben ser defendidos una y otra vez frente a la captura institucional, la compulsión extractiva, las medidas contrainsurgentes y los intentos de contrarreforma.
Esta perspectiva nos ofrece también una lección sobre la escala de nuestras acciones. La decisión del Yasuní interrumpe el orden establecido, hace visible lo que había sido invisibilizado y rompe con la idea de que “si no pasa arriba, no cuenta”. La consulta parte de una decisión democrática, de una visión subversiva y de un reconocimiento de la centralidad de la naturaleza. Así, el Yasuní es una resistencia localizada, pero decididamente no localista. Sin construcción y organización desde abajo, es muy fácil que estas conquistas se diluyan ante los cambios y las estructuras geopolíticas nacionales e internacionales.
Si lo ponemos en términos de metáfora, yasunizar es similar a plantar manglar. Los bosques de manglar —bosques anfibios— son la primera línea de defensa frente a las corrientes, los vientos y la devastación de los huracanes. Cuando no hay manglar, la tormenta (para usar el término zapatista) arrasa con todo. Hoy enfrentamos una tormenta exacerbada por la crisis climática del capitalismo. Sembrar manglar es un acto de rebeldía, de lucha y de cuidado: guía el camino hacia la resistencia y la reexistencia desde el cuidado mutuo y ecosistémico. Porque cuando llega la tormenta —en forma de derechas o incluso de ciertas “izquierdas” con sus modelos desarrollistas— lo que nos sostiene es haber sembrado con anticipación subsistencias, organización y sistemas de producción que permiten resistirla. El manglar es, así, metáfora de la autonomía que da fuerza, arraigo y capacidad de reorganizarnos.
En términos muy simples, yasunizar es entonces una estrategia de reparaciones que se enfoca en fortalecer los abajos: las autonomías, los procesos de democracia directa, las formas propias de producción y reproducción de la vida. No sólo interrumpe la circulación del capital, sino que orienta las reparaciones hacia la salida del juego político “allá arriba”, ese que siempre pone en riesgo lo que se conquista abajo. Leídos de este modo, los derechos de la naturaleza encarnan el horizonte de lucha de la Yasunización: habilitan exigencias de restauración y no repetición, pero sobre todo funcionan como estrategias de resistencia y re-existencia, porque permiten disputar el sentido mismo de justicia, afirmar la centralidad de las relaciones socioecológicas y fortalecer prácticas autónomas de cuidado y de gobierno de la vida que no se agotan en la tutela estatal, sino que la desbordan, la confrontan y, de ser necesario, la desmantelan.
Desde la experiencia del Yasuní, el potencial de los derechos de la naturaleza se vuelve aún más claro ante la rápida proliferación de zonas de sacrificio. Frente a la centralidad del extractivismo, el colonialismo y el patriarcado como estrategias del capitalismo para producir valor —donde se canibalizan sistemáticamente sus propias fuentes reproductivas: la naturaleza, el trabajo de cuidados y el trabajo no remunerado de las personas hechas subalternas (Federici, 2008; Moore, 2015; Fraser, 2020)—, el sacrificio aparece como condición inevitable y, al mismo tiempo, como pieza central del sistema.
Así, el capitalismo produce zonas de sacrificio mediante una operación previa: la fabricación del desvalor. Para extraer “valor”, el capital debe primero declarar territorios como vacíos, ociosos, mal utilizados o llenos de “potencial”; esa descalificación habilita la enajenación: separar ríos, bosques o cuerpos de su mundo vivo para volverlos legibles a la inversión (Tsing, 2015, ver también, Illich, 1981; Franquesa, 2018). Como propone el historiador Marco Armiero (2021), el desperdicio es una condición constitutiva de la producción de valor. La construcción de valor necesita, entonces, de una construcción simultánea de desvalor: siempre parte de una enajenación que identifica un valor (por ejemplo, el “potencial energético” de un río) para separarlo de su contexto de vida y poder explotarlo. Una vez extraído ese valor, el capital se desplaza hacia la siguiente frontera, dejando tras de sí residuos, daños y desechos. En este sentido, construir territorios sagrados es el opuesto político del sacrificio. Yasunizar interrumpe esa administración “normal” del sacrificio: rechaza la desvalorización como el lenguaje del desarrollo y el progreso y propone, en cambio, reintegrar vida, sentido y reproducción social como criterios de justicia. La frontera “renovable” también funciona como un extractor que avanza dejando residuos; por eso, el territorio sagrado no debe entenderse como una zona de conservación o un santuario, sino una práctica activa de lucha: propone reconstruir, defender o crear relaciones socioecológicas y rehacer instituciones comunes.
La pedagogía radical del Yasuní
La pedagogía del Yasuní comienza por invertir la pregunta dominante. No se trata sólo de “cómo salir del extractivismo”, sino de qué tipo de mundo queremos sostener una vez que la frontera extractiva se cierra, y con qué instituciones, cuidados y economías lo hacemos posible. Si partimos de subordinar la economía al sistema de la vida —y no al revés—, el “día después” deja de ser un horizonte abstracto y se vuelve una práctica: restaurar no es únicamente remediar daños, sino recuperar capacidades autónomas (alimentarias, energéticas, de movilidad, de salud, de aprendizaje, de seguridad, de decisión) que permitan dejar de depender de las cadenas extractivas y del tutelaje estatal. Aquí el criterio no es si la restauración “compensa” algo, sino si devuelve control territorial y fortalece autonomía, o si reintroduce dependencia bajo nuevas formas administrativas.
Ahora bien, esta construcción no exige ignorar al Estado, sino pensar en un horizonte prefigurativo. Hay medidas que sólo pueden disputarse en ese terreno: sistemas redistributivos de ingresos, eliminación de subsidios regresivos que benefician a clases ricas y a corporaciones, persecución de responsables, y —crucialmente— políticas de rechazo a la deuda externa como imposición colonial cuando opera como dispositivo de continuidad extractiva. Pero esa dimensión estatal, por sí sola, no produce territorios sagrados. Su función, en el mejor de los casos, debería ser desbloquear condiciones para que florezcan economías de base: re-localizar la producción y el cuidado, fortalecer circuitos territoriales, garantizar autodeterminación y transferir control real (fondos, monitoreos, planes de restauración) hacia gobernanzas comunitarias y plurales.
La pedagogía del Yasuní insiste en una escala adicional: la internacionalización de los muchos abajos. La autonomía no es autarquía. “Yasunizar el mundo” es enlazar territorios que resisten y reexisten en redes de solidaridad, aprendizaje y defensa mutua: un eco-territorialismo que coordina estrategias, comparte saberes nacidos en lucha y multiplica capacidades para sostener cierres, restauraciones y no repetición más allá de un Estado o un gobierno. En el lenguaje que recuperan el EZLN (2024) y Esteva (2024), el “día después” no llega como decreto: se siembra como práctica colectiva frente a la tormenta, y se defiende como territorio sagrado contra la desvalorización, el desperdicio y el sacrificio.
Referencias
Acosta, A. (2023). ‘Yasunicemos’ el mundo: el mar se encuentra con la selva. Climática. Disponible en: https://climatica.coop/yasunicemos-el-mundo-alberto-acosta/
Armiero, M. (2021). Wasteocene. Cambridge: Cambridge University Press
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de la Cadena, M. (2015). Earth Beings: Ecologies of Practice across Andean Worlds. Durham: Duke University Press.
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Escobar, A. (2020). Pluriversal Politics. Durham: Duke University Press.
Esteva, G. (2024). La fuerza social de la esperanza. México: CLACSO.
EZLN (2024). Sobre el tema: La Tormenta y el Día Después. Postfacio. Primera Parte. La Hipótesis (¿o era la hipotenusa?) Disponible en: https://enlacezapatista.ezln.org.mx/2024/10/11/sobre-el-tema-la-tormenta-y-el-dia-despues-postfacio-primera-parte-la-hipotesis-o-era-la-hipotenusa/
Federicci, S. (2009). Caliban and the Witch. New York: Autonomedia.
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Fremeaux, I. y Jordan, J. (2021). We Are ‘Nature’ Defending Itself. London: Pluto Press.
Hurtado L.M. y Porto Gonzalvez, C.W. (2022). RESISTIR Y RE-EXISTIR. GEOgraphia,24(53): a54550.
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Moore, J.W. (2015). Capitalism in the web of life. London: Verso.
Tornel, C. y Dunlap, A. (2025). Por una desmodernización de la energía: Geopolítica, Estado y el horizonte de las autonomías. Energía y Equidad, 8(1): 9-22.
Tsing, A. (2015). The Moshroon at the end of the World. New Jersey: Princeton University Press.
Whyte K.P. (2020). “Against Crisis Epistemology.” In A. Moreton-Robinson, L. Tuhiwai-Smith, C. Andersen, and S. Larkin (Eds.) Handbook of Critical Indigenous Studies (pp: 52-64). Routledge.
Carlos Tornel es integrante del Parte del Pacto Ecosocial e Intercultural del Sur y del Tejido Global de Alternativas. [email protected]
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