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«Yo, Daniel Blake», la defensa de los oprimidos frente al triste legado estatal

Fuentes: Rebelión

La verdad es: Un ejército móvil de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en una palabra, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas, adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, a un pueblo le parecen fijas, canónicas, obligatorias: las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son, […]

La verdad es: Un ejército móvil de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en una palabra, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas, adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, a un pueblo le parecen fijas, canónicas, obligatorias: las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son, metáforas que se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas que han perdido su imagen y que ahora ya no se consideran como monedas, sino como metal.

(Nietzsche, 1988: 45) (1)

 

Con pantalla en negro y voz en off, durante los primeros tres minutos y 15 segundos de Yo, Daniel Blake (2016), del cineasta inglés Ken Loach (Nuneaton, 1936), Samantha, funcionaria de Asistencia Social, entrevista a Daniel Blake (DB), quien acaba de tener un grave ataque cardiaco, por lo cual su médico le recomienda no trabajar. Ella le plantea preguntas sobre algunos asuntos que ayudarán a conseguirle una asistente social: desde si puede caminar más de 50 metros sin ayuda o poner uno de sus brazos en el bolsillo superior hasta si tiene problemas con el aparato digestivo. En este filme de, con y por los trabajadores lo primero que sorprende es el choque entre la humanidad del carpintero, en este caso, y la dureza y frialdad gubernamental, con el desmonte del Estado de Bien-estar, situación frente a la cual Loach se opone de forma clara: eso sí, sin ruido, todo en voz baja, en contra de la opresión, a favor y en defensa de los trabajadores oprimidos del mundo.

Partiendo de la idea nietzscheana, según la cual «un mismo texto permite incontables interpretaciones: no hay una interpretación ‘correcta'» (Nietzsche, 1988: 179), este ensayo sobre la obra de Ken Loach, creador de filmes como Tierra y Libertad, Riff-Raff, La canción de Carla, Pan y rosas, Agenda oculta, El viento que agita la cebada, Buscando a Erick, El salón de Jimmy, este sobre el activista y líder comunista irlandés James Gralton, el único deportado político de Irlanda, no pretende otra cosa que afirmar la volatilidad de la verdad, es decir, la verdad como ilusión, aunque a la vez, por contraste, mostrar la permanencia de una verdad perceptible frente a una inútil verdad demostrable y de cara a la moda de hoy, la de la posverdad en tiempos de la apócrifa filosofía del «todo vale» o la legitimación forzada de la mentira por un Estado ineficaz e ineficiente, para no decir ladrón, ya que el fin no es lastimar sino proponer reflexiones subjetivas/objetivas.

Desde su apertura ya se evidencia el conflicto central del filme, cuando se oye la voz desinteresada y robótica de una funcionaria tercerizada responsable por el proceso que decidirá la liberación del seguro, una suerte de auxilio por enfermedad del gobierno para DB. La insensibilidad de la «servidora» es manifiesta. Al ignorar el problema principal, el reciente infarto que ahora le impide trabajar, por recomendación médica y no por capricho personal, ella trata el asunto como algo irrelevante y no atiende las quejas de DB, por lo que éste, humorista/irónico, le dice: «Olvídese de mi culo. Ese funciona de maravilla.» Ya antes, DB ha escuchado a Samantha preguntarle sobre si tiene alguna dificultad importante con su sistema arterial y aquél le dice que sí, que es su jodido corazón pero que ella no lo escucha y que, además, a sus dedos no les pasa nada. Así, lanza una sentencia, entre práctica y filosófica, sin que ese sea su objetivo: «Cada vez nos alejamos más del corazón.» Y como se verá, el corazón habrá de determinar la trayectoria del filme, tanto desde la perspectiva de forma y contenido como desde la óptica sentimental y emotiva: podría estar hablándose de un nuevo género, el del thriller cardiaco, en broma y en serio.

Aunque sea un analfabeto digital, DB le recuerda a Samantha, cuando intenta justificarse como «una profesional de la salud», que en la WEB dice que la compañía para la que ella trabaja es estadounidense, en el momento en que él y el espectador ya no dudan sobre en qué consiste hoy ser una de tales: en un Sistema en el que los seres humanos son fichas, números y plazos a cumplirse, si ella no encaja quedará afuera. De ahí su comportamiento, el que para los demás es injusto, arbitrario, irracional, aunque, claro, el Sistema no entiende de sentimientos sino de razones y, en particular, de la Razón de Estado, la sin-razón. Por fin, pasados tres minutos aparece la imagen de DB (59 años) en pantalla, cuando él insiste si de verdad es enfermera o doctora. Y empieza a configurarse uno de los seres más entrañables del cine actual, aunque no por algo extraordinario: o quizás, sí, por lo raro que hoy resulta ver a alguien directo, sencillo, razonable para encarar los problemas o las fallas de un sistema de salud que trata a los humanos como mercancía, cuando no como monstruos u hombres-elefante por manifestarse contra la injusticia, y sin consideración alguna hacia su condición de persona enferma, vulnerable o a punto de derrumbarse.

En efecto, ya se dijo, DB ha tenido un grave ataque al corazón, por lo que «casi no cuenta el cuento». Aun así, él quiere regresar a su trabajo de carpintero y por eso le ruega y a la vez exige a Samantha que hablen de su maltrecho órgano vital. Y es aquí cuando DB bromea sobre la parte del cuerpo que le funciona de maravilla. En la siguiente secuencia, llega a casa y «olfatea», no sin disgusto, claro, la basura de su vecino, negro, China, a quien DB le llama la atención: «¿Disfrutas tu pollo Tikan Mishala? ¿No lo hueles? Está apestando el lugar.» Y le pide que se lleve la basura ya. China, por su parte, le pide un favor pues está por llegarle un paquete «muy importante». DB recibe terapia que favorece el bombeo de sangre, si no habrá que hacer algo con el desfibrilador. Necesita seguir con el ejercicio, pero también descansar. Lo que no es fácil, porque perdió el hábito al morir su esposa.

DB tiene habilidad con la madera y se hace a una bonita pieza, que luego usará para fines solidarios con Katie Morgan y sus dos hijos, Daisy y Dylan. Marca el número de Asistencia Social: ahí permanecerá una hora, 48 minutos, «más que un partido de fútbol», dice, aunque por el altavoz prometen atenderlo «lo más pronto posible». Y suenan unas esterilizadas Cuatro estaciones, de Vivaldi, mientras DB revisa el formulario sobre su evaluación para la Asignación de Empleo y Ayuda. En la espera, sale de su casa y regaña al viejo que, sabía, dejaba «cagar a su perro» en el patio frontal. Ante la respuesta negativa del (mal) vecino que, entre otras, lo manda, literalmente, a «comer mierda», DB se ofrece a «cagarse en su jardín». Vuelve Vivaldi, lo que quiere decir que sigue a la espera, cuando de pronto llega un mensajero, a su casa, con el paquete para China Max: una caja con tenis de China, de ahí… Los de Asistencia Social le aseguran que están muy ocupados, ante lo cual, en respuesta a su mal, DB reacciona: «Debe haber un error. Estoy en rehabilitación y los doctores me dijeron que no podía regresar al trabajo.» Y lo dice pensando en la evaluación. Pero el altavoz del celular le dice que «solo obtuvo 12 votos» de los 15 requeridos para recibir beneficios: «¡Qué mierda!», exclama, no sin razones más que por ser grosero. Él ha sido evaluado por «una profesional» que dice que «puede trabajar»: la verdad irrefutable del Estado, frente a las ineludibles penas del trabajador. Y DB arremete contra la sacro-santa verdad de la posverdad actual, las mentiras del Estado y, más allá, del Sistema: «Así que sabe más que mi doctora, mi cirujano y el equipo de fisioterapia.» Y apela, pero primero debe someterse a deliberación, le dice la voz del Big Brother. La última palabra la dará un decisor que verá «si reconsiderará» cuando apele, aunque sabe que todo ya está decidido.

DB va por la calle, de nuevo hacia el laberinto burocrático de la Asistencia Social. Llega y es atendido por un funcionario, calvo como él, que le explica: «Por aquí, Empleos y Asignaciones. Si está listo para trabajar. Pero, si está enfermo, puede aplicar para Ayuda a Empleados y pedir una evaluación.» DB dice que ya hizo eso pero que [Asistencia Social] no lo respalda.» El funcionario agrega: «Pero, si está listo para trabajar, su única oportunidad es en Empleos y Asignaciones.» O proceder con la apelación en Ayuda a Empleados. Y aquí el filme Yo, Daniel Blake se proyecta como un viaje al fin de la noche de la salud. DB se siente mareado tras la discusión con el guardián y una empleada le trae un vaso de agua. Él está confuso y se pregunta si están jugando o hay un error: en todo caso, se siente corriendo en círculos. Mientras toma agua, al otro lado de la sala, una mujer con dos hijos, discute con otra funcionaria sobre las amenazas del decisor con sancionarla. Mientras DB observa, Sheila llama a Seguridad para que retiren a Katie y a sus hijos.

La mujer explica a otro guardia que acaba de mudarse no sabe adónde, porque se subió al bus equivocado y por eso ha llegado tarde al servicio de salud y no la han atendido a ella ni a sus hijos. Para los guardianes de la salud, tanto Katie como DB están «haciendo una escena» por lo que los echan del lugar. DB, Katie y sus hijos regresan a casa. Ella dice: «Aunque sea lo último que haga, haré de este lugar un hogar.» DB se compromete a arreglarles la cisterna, la calefacción y el espacio en general. Katie recibe una llamada de su madre, quien muestra interés en visitarla. Por el traslado de Londres, donde la vivienda se inundó, a Newcastle, los niños tuvieron que dejar la escuela, lo cual no perdona Daisy, y, con Dylan, a los amigos: «… pero no podía hacer otra cosa», dice la entrenadora Katie. «No tengo gas, los niños estarán en la escuela cómodos y calientes», piensa ella. «Dime tu presupuesto y arreglaré este lugar para ti», dice DB a Katie. Y le da su número, para lo de la electricidad: «DAN 07700900800». La insistencia en los números no es gratuita, sino inherente a un Sistema para el cual los humanos dejaron de ser tales y devinieron fichas de un macabro engranaje, un número más en el archivo de cualquier computador.

La historia de Katie es breve aunque compleja: madre soltera de Daisy y de Dylan es obligada a mudarse de Londres, donde no consigue auxilio para vivienda, a Newcastle, donde pasa los días en subempleos y las noches cuidando un apartamento frío y a cuyo baño se le caen las baldosas, pero que ella igual cuida y limpia para que sus hijos puedan tener un hogar mínimamente habitable. La humanidad que demuestran DB, Katie, Daisy y Dylan contrastan con la indignidad del monstruo (anti)social que los condena a la marginalidad, al ostracismo, a la invisibilidad. Eso, para no hablar de la falta de reconocimiento ni del carácter de no-ser a que está condenado todo aquél que hoy no tribute al Estado, trátese ya no de uno de Bien-estar sino de una Babel burocrática, ya de un Estado ladrón o no. DB pasa al apartamento de China a llevarle su caja, la que han dejado en el suyo. La que contiene zapatillas, pero por las cuales DB piensa que tiene a la mafia en su casa. Sale luego a buscar el Internet. Da vueltas hasta que lo logra. No sabe manejar el ratón del pc, que se congela y se le acaba el tiempo de uso. La funcionaria Ann, se entera de que Molly, la esposa de DB, ha muerto y lo lamenta. Le pregunta si tiene «algún hijo dependiente menor de 20 años», que viva con él. La Jefe reprende a Ann por ayudar a DB y la llama aparte «30 segundos». China le imprime un formulario y le anticipa: «Te van a joder. No es un accidente, ese es el plan.» Por celular le anuncian que no recibirá nada, a menos que lo llame el decisor. DB, ahora se sabe, no tiene ingresos ni pensión. Y aún le queda el arriendo del cuarto donde vive. Ann revisa su pantalla: «Es un mensaje grabado».

Mientras DB arregla una puerta, Daisy lee y Dylan juega con una pelota, hasta que exaspera al cardiaco DB, quien le pregunta al niño: «¿Qué mata más personas, los cocos o los tiburones?» Luego, responderá. Dylan rebota la bola tal vez porque extraña a sus amigos, sostiene Daisy, aunque también cuando está enojado. Ésta, comenta a DB: «La gente nunca le escucha, así ¿por qué él debería escuchar a los demás?» A cambio, recibe un regalo para su cuarto: un móvil de peces. Jugando con unas velas y ante la pregunta de Dylan sobre si era soldado, DB responde, no, algo más peligroso: carpintero. Katie trae pasta para los tres, excepto para ella. Aquí hay un anuncio para su escena posterior en el banco de comidas: «Yo ya comí, sólo cenaré algo de fruta», miente, como quien sabe que hasta las penas deben tener pudor. Su hijo certifica que lo mismo ha dicho los dos últimos días. Katie limpia el baño, de noche, para que sus hijos se sientan a gusto en la mañana. Daisy se disgusta por hacerlo a esas horas, se dan un abrazo y cuando queda sola, Katie llora desconsolada. Al día siguiente, va a la tienda y pone avisos: «Limpiadora confiable» y agrega su número telefónico. Igual cosa hace en los buzones de diversas casas.

DB vuelve a Asistencia Social y es llamado por Sheila, la misma que ya maltrató a Katie y a sus hijos. Le presenta la planilla y le anuncia que debe comprometerse a buscar trabajo 35 horas a la semana. DB se reafirma, no debe trabajar. Y Sheila le responde que entonces debe aplicar para ayuda laboral, algo que ya hizo, pero «un tipejo me rechazó». Ante la aseveración de que esa es su decisión, él subraya que no, sino que no tiene otra opción. Ahora, DB es obligado a hacer un CB, un «acuerdo» entre él y el Estado inglés. Ahora se pueden enviar los formularios por el Smartphone, revela un funcionario, al cual por su largo discurso DB le señala que deberían estar tomando más café. Y busca trabajo en obras y suburbios de Newcastle. En su desesperada búsqueda, cuenta que tiene 40 años de experiencia y deja por doquier su CB. DB, Katie, Daisy y Dylan llegan al banco de comida. Pregunta cuánto se ha demorado y una mujer le anuncia que lleva largas horas. Los niños son bien atendidos, mientras Katie recibe ayuda, con sus «compras», de Jackie. Ella le da comida para un adulto y dos niños y empieza con vegetales, luego le da enlatados, pastas y salsas, pero no toallas higiénicas, porque «de eso, casi no donan». Katie abre una lata de salsa de tomates y come con ansia inusitada. Ante la pregunta «¿estás bien?», contesta: «Es que estoy muy hambrienta». Aun con tal afirmación, no hay quién responda, ni Asistencia ni el banco de comidas ni el Estado de Bien-estar, ya desmontado desde la caída del Muro de Berlín. «Está bien», le dice DB, «no hubo ningún daño». Y Katie: «No sé si pueda salir de esta, Pá». Él: «No hay nada de qué avergonzarse». Daisy, también solidaria, llora hacia adentro, como su mirada lo revela. «Si mi madre me viera», se duele Katie.

DB camina, una vez más, por las calles y se encuentra con China y Piper, su amigo cuasi-mudo, haciendo negocios con los tenis importados, vía on line. Cuando le reclaman por su alto costo, Maxi recalca: «No son caros. No hay intermediarios.» Y DB se ríe de los hombres de negocios. Luego, mientras camina, una llamada de la oficina de empleos le notifica que no le darán título alguno para recibir préstamos: si necesita más información, para eso está la Red… Enseguida, rechaza una ayuda laboral del señor Edwards porque su doctor le ha dicho que no debe trabajar. Aquél le suelta que había puesto mucha fe en sus habilidades «y usted no es más que un vago». Ahora, Katie va a la tienda. Las pantallas la observan. Paga y se despide, pero cuando intenta irse, el Security Man la detiene y le dispara: «Disculpe, señora. Creo que ha estado robando». Y la conduce al encargado. «No he robado», asegura. El vigilante, estoico: «Sí lo ha hecho, porque la vi, así que venga conmigo». «Si las cosas de su recibo están en su bolsa, no habrá problemas». Katie llega donde el encargado y los kótex que no había en el banco surgen de su bolso, junto a unas cuchillas y un desodorante, en otro pico dramático del filme. La angustia de Katie parece cogerla el encargado, que requiere su nombre: «Katie Morgan». Y el otro calvo encargado, ante el «lo siento» morganiano y su «nunca había hecho esto» y su «pagaré por esto», enérgico/sentencioso, aunque condescendiente a su modo, le dice: «Esto es entre tú y yo» y mete las cosas, «que pagarás», en su bolso y la despacha con un «no habrá otra vez, ¿ok?»

Cuando va a salir, recibe el sablazo, disfrazado de «ayuda», del portero: «Lo siento. Si estás en problemas y necesitas dinero, yo te puedo ayudar.» «A una chica linda como tú…» E Iván le da su número, seguro de que Katie lo necesitará. Ésta en la cocina llama a su y le muestra el milagro de Dylan, 15 minutos lijando un pez, como los del móvil de Daisy. DB enseña a Daisy cómo poner un casete, con una música que le gustaba a Molly. Katie le dice a DB que las cosas funcionarán solo hasta que abran las escuelas, a la vez que ha puesto avisos sobre su trabajo. Mientras, Dylan resuelve una antigua pregunta: «Son los cocos» y DB sonríe. Daisy coge las fotos de Molly y DB hace un retrato romántico generoso, entrañable, de su esposa. «Ella era una margarita muy especial. No fácil. Arriba un momento y abajo otro. Inteligente y graciosa. ¡Cómo me hacía reír! Amable. Tenía un corazón grande. Pero, su cabeza era como un océano: rebuscado y salvaje. Impredecible. La música la ayudaba. Ciertamente estoy perdido sin ella», confiesa un DB tan directo, sincero y honesto como el Alvin Straight de Una historia sencilla, de Lynch. DB agrega: «Pensé que iba a estar aliviado de ella cuando muriera. Después de haberla cuidado tanto tiempo.» Sheila, la rancia expulsa-clientes, le pide a DB su CIV y él saca de su bolsillo una carta, cuyo contenido solo se conocerá al final: el que, en manos de Katie y en su voz, será el estruendoso/callado adiós de DB. Sheila lo amenaza con remitirlo para una sanción, inicial, por cuatro semanas, la segunda, por 13 y, entonces, será candidato «al máximo de tres años», se ufana, con la soberbia de quien se cree con poder, así sea prestado, de ocasión.

Por último, Sheila pregunta a DB si le gustaría ser emitido a un banco de comida… en algo así como Humillados y ofendidos, II Parte. Pero, la cara, la mirada, el silencio y el rictus bucal de DB son suficiente muestra de dignidad, en un medio ya no solo desmontado sino, ante todo, descompuesto y maloliente. A renglón seguido, DB sale de sus muebles, ante la sorpresa, de China Maxi, una habitada por la impotencia y la amargura. DB le dice, sardónico: «Me voy a Las Bahamas, estoy cansado de este barrio y necesito un cambio.» Y Maxi: «¿Estás bien, Dan?» y le ofrece ayuda para lo que sea. DB recibe por sus muebles 200 libras. Daisy le cuenta a Katie que en su colegio le hacen bullying, uno, por sus zapatos rotos; dos, por su comida de banco; y, tres, por su piel, pero eso no… Katie le advierte a su hija que con ella siempre estará a salvo. Quizás, claro, sin pensar mucho en lo que va a hacer, le tocará hacer, para obtener dinero. Y llama a Iván, el guardia del mercado y le pregunta sobre el trabajo del que le habló. Katie va al encuentro de la desdicha con los ojos abiertos, sin que aún conozca los detalles. «Sé que estás sufriendo, pero no te preocupes, voy a ayudarte», le dice la proxeneta reclutante. Katie vuelve a casa, DB le pregunta cómo le fue y ella, mintiendo, de nuevo, que «muy bien», que fue una reunión de «madres solteras» y una de ellas ofreció ayudarle con los zapatos para Daisy. Se despiden. Al salir, DB ve en el piso un papel: «Damas de compañía – www.safron.co.uk – Iván: 07522935317. (Se sugiere al lector no comunicarse al e-mail, salvo extrema necesidad, jejeje).

DB corta la madera para el librero de Katie y luego se va, no sin antes llamar a Iván… al llegar a destino, se sabe que se trata del nuevo empleo de Katie. Cuando una mujer abre la puerta del negocio, DB se presenta como el Sr. Ribért y aquélla: «Está bien, pase». Pretende pagar, al entrar, pero la mujer le dice que no, que pague a la chica, adentro. Sin sorpresa ni truco se abre la puerta y la chica adentro no es otra que Katie, quien, al voltearse, sí se sorprende al ver a un DB transfigurado, atravesado por la daga de la vergüenza ajena y picado por el tábano en el lomo de la profesión más antigua del mundo, hoy muy de la mano con la de los políticos. Y uno de los puntales del capitalismo globalizado, junto a la TV, las drogas, la música masificada, las armas y el propio cine, si se piensa en Hollywood. «¡Oh, no, Dan!», dice Katie y se pone un suéter, a manera de cubre/vergüenza, el que ojalá le permitiera recuperar su inocencia y su dignidad perdidas. Pero, como la cosa no da para moralinas/sermones/paliativos, DB lanza una frase tan breve como esperanzadora pero, eso sí, no realista: «Katie, ¡no necesitas hacer esto!, pues resulta que ella sí. Su actitud de asumir la prostitución no es sino la respuesta a la desidia estatal frente a sus ciudadanos, a las trabas que les pone para encontrar un trabajo, uno digno e ideal o, al menos, una opción.

«No deberías haber venido a verme así», espeta Katie. «Lo siento», dice DB. «No, esto es trabajo, es diferente, necesitas irte», exclama ella con una desolación que atraviesa la sensibilidad como balas. Y lo son. ¿Quién podría ser inmune a sus letales efectos, los que emanan de la impotencia, el dolor, la desazón supremos? Con el llanto contenido, DB ruega: «¡Necesito hablar contigo!», lo que no hace por un prurito moralista/vergonzante: por compasión, con quien ha caído en las redes de uno de los más lucrativos y ocultados negocios del mundo, porque la putería es ubicua, está en todas partes pero se oculta en otras tantas: el Sistema no la ve como lastre o calamidad, porque sotto voce como en el Vaticano, se acepta, tolera, comparte, ya que dinero mata dignidad: la de la víctima, la del victimario. Ambos, salen disparados del sitio. Ante el «no sabes adónde va a parar esto», DB responde: «Te construí un librero». «No quiero que me veas así, ¡déjame sola! Tengo dinero en mi bolsillo. Puedo comprar comida fresca. Si no puedo hacer esto, no puedo hacer nada más», expresa Katie con una seguridad que espantaría al más duro, pero que solo aspira a convencer al tierno DB. Guarda un eterno silencio y vuelve a su «trabajo», el que para ella no es indigno: apenas, su único recurso ante la quiebra socio-económico-política.

DB vuelve a Asistencia Social a enfrentar a los monstruos de la (in)Seguridad ídem. Ante la arremetida de Ann, DB le enrostra su «fuerza monumental»: «Está sentada ahí, con una etiqueta con su nombre en el pecho. Yo solo era un hombre enfermo, buscando empleos que no existían. Que no podía realizar, de todas formas. Una pérdida de mi tiempo, del de los empleadores, de su tiempo», le señala a Ann. Un Dostoievski imaginario contraataca: «Todo lo que hacía era humillarme. Derrumbarme. ¿Cuál era el objetivo de tener mi nombre en sus computadores?» Y DB no busca más, ya tuvo suficiente, quiere su cita para apelar a fin de lograr beneficio social. Y Ann: «Por favor, escúcheme, es una decisión enorme salir de la JAC, sin otro ingreso entrando.» Ante sus ofertas y sus ruegos, DB, práctico, le responde: «Gracias, pero cuando te pierdes el respeto, eres un tonto.» A continuación se para y se va, como quien entiende que ante la irreflexión: la sobriedad, la cordura y, de nuevo, la dignidad. La que no puede dejarse pisotear si se pretende no hacer el tonto ante quien no entiende de respeto… esa entelequia de hoy. Al salir, DB les anuncia a sus verdugos: «Los veré por ahí, caballeros», toda vez que ya se ha trazado un plan.

Sale a la vía pública y antes de la vuelta de la esquina, en los muros de Asistencia Social, agita su spray y escribe: «Yo, Daniel Blake, exijo mi cita para ayuda social, antes de que muera de hambre. Y cambien la música de mierda de los teléfonos.» DB es arrestado y llevado a la comisaría. Un solidario con DB y su hazaña social, hecha sin afanes panfletarios ni chovinistas a nombre de los trabajadores del mundo, lanza su imprecación, un tanto racista/xenófoba y plenamente anti-policiva: «¡Detienen al que no lo merece, se llevan al blanco y no a los extranjeros! ¡Cabrones policías!» Ya en la comisaría, un oficial conmina a DB a mantenerse al margen de los problemas y lo amenaza y obliga a firmar un papel: ahí queda claro su compromiso de actuar como el buen ciudadano («oveja del rebaño») que siempre ha sido. Sin más remedio firma, aunque ello arrastre su sentencia de muerte. Porque ella lleva implícita la renuncia a ser él, a protestar, a intentar recomponer lo que ya está podrido. Lo que hiede ya. Como la carne en El patrón: radiografía de un crimen, de Schindel; o las calles llenas de mierda en ¡Quieto, muere, resucita!, de Kanevsky; o las bases sociales en Habrá sangre o Petróleo sangriento, de P. Th. Anderson.

En ese in crescendo dramático que es Yo, DB, uno, eso sí, sin estridencias, sin más maltrato que el que reciben a diario millones de personas, Daisy llega a casa de DB pues en la suya lo extrañan. Por la abertura del buzón reclama su necesidad de hablar con él, le comparte la tristeza que acompaña a Katie y lo invita a hablar con ella. Ya se han enterado de lo que pasa con su corazón. Ante los ruegos de una Daisy congelada, en medio de una conmoción DB sale de su casa, aunque no se siente bien. «Te hice cuscús», dice ella respecto a la rica comida árabe. La que Alí recibe de su amante, cada vez que la visita, en otro filme sobre trabajadores, El miedo devora al alma, de Fassbinder, cuyo final trae otra declaración política, la muerte por pulmonía o cáncer gástrico que causa el polvillo de los rieles que los trenes expelen al arrancar. Y como Daisy supone que los ayudó, se pregunta por qué ella no a él. DB sale y Daisy se lanza sobre él y se abrazan, en un acto que recuerda El libro de los abrazos, de Galeano, y su poema Los nadies: «Que no son seres humanos, sino recursos humanos./ Que no tienen cara, sino brazos./ Que no tienen nombre, sino número.»

La antesala del epílogo muestra a DB y a Katie caminando hacia Asistencia, mientras aquél manifiesta no ser usualmente nervioso, aunque ahora lo está: en su fuero interno, sabe que el encuentro con la parca es inminente. Como dijo a Sheila, cuando amenazó sancionarlo: «Tengo muy poco tiempo». Katie le pregunta si todos los papeles están en regla, si cuenta con alguien que lo represente: y cuando termine que regrese a casa para cenar, para celebrar. Katie cree poder lograr lo que van a buscar. Nada más optimista, merecido y, a la vez, equivocado. DB acude a su cita para recibir ayuda. Aquí, también, nada más mentiroso y al tiempo, esperanzador. El señor de la salud, que lo atiende, simbólicamente, es lisiado: si se acepta el símil, como el Estado, frente a sus ciudadanos. Aunque, en este caso, ir en silla de ruedas signifique lo contrario de la evidencia. Katie se presenta como «una amiga» de DB y el funcionario pregunta/responde si está allí para ayudarlo: «Bien», asiente.

Y viene la sin anestesia espada del Estado damoclesiano: «Tu apelación, Dan, fue revisada por una persona calificada legalmente y un doctor.» DB si pierde, está en la calle. El funcionario, para alentar al moribundo, dice tener reportes actualizados de especialistas: «Y estaban furiosos. Tú vas a ganar esto.» Mientras, DB y Katie se miran escépticos: su desconcierto sorprende o aterra, pero no divierte. «Hago esto cada semana», dice el Health Man y como un croupier: «¡Apuesto mi vida en ello!». Cual taoísta, agrega: «Solo sé tú mismo, responde las preguntas y relájate. Estoy muy confiado.» DB quiere sacar un par de cosas: «Pero, ¿escucharán?», pregunta y señala a una pareja que tiene su vida en las manos. Nervioso, sabe que se va a ir pero, antes, agradece a Katie su compañía y ella por pedírsela. Dice que va a refrescarse. Llega al baño, va al espejo, se echa agua, libera un sutil quejido y vuelve al espejo… Katie, expectante, anhela su regreso. De repente, un hombre mayor irrumpe para señalar que alguien cayó en el baño y hay que llamar una ambulancia: pero, para DB el tiempo se agota. No obstante, Katie y los demás corren al baño. Una vez allí, corea tres veces «Dan», mientras una pareja sobre él, señala que tiene un infarto y que hay que hacer reanimación cardiopulmonar, pero ya no respira. «Me temo que lo perdimos», dice Katie atravesada por la imprevisible dama de la guadaña y ruega a la pareja que sigan tratando, en su inutilidad para restablecer lo imposible: ha muerto el ciudadano Blake, podría decirse a modo de guiño, antitético, eso sí, con el Citizen Kane, de Orson Welles.

Y viene el epílogo en este filme de, sobre, con y para trabajadores, en contra de la opresión y a favor de los oprimidos: un filme democrático, en el más puro, éticamente elástico e incluso estricto sentido. Porque por más marxista que pueda parecer el guion y su conversión en cadáver (exquisito) ya como filme, partiendo del trotskista Ken Loach, y de su cómplice Paul Laverty, Yo, Daniel Blake, no es facilista, sectario ni radical: es marxista en sí, porque su filme no olvida jamás la lucha de clases: a la que, no obstante, hay que abolir; ni la división social del trabajo: el mayor obstáculo para constituir una sociedad eco-socialista; ni la elasticidad y/o la mediación a la hora de dialogar: la flexibilidad del pensamiento general es una vía a la paz. En conclusión, la división social del trabajo es el mayor obstáculo para la constitución de una sociedad libertaria, porque aquella misma división es la referencia orientadora para una serie indefinida de otras: la del conocimiento, la cultural, la geográfica, la de género, la étnica, la del humano y no humano, y tantas otras.

A fin de superar la sociedad de la división social del trabajo, Yo, Daniel Blake, parece proponer: 1. Emancipar el trabajo de las relaciones de sumisión o de esclavitud: producción de plusvalía, de máximo lucro, mercantilización, división social del trabajo. 2. Superación de la alienación política y laboral del trabajador por medio del ejercicio de la democracia directa (no de una teórica democracia participativa, dictablanda, negadora de todos los derechos socio-políticos) y del desarrollo de nuevas formas de participación que derriben la división social del trabajo. 3. Como la reducción en la tasa de trabajadores del proceso productivo sólo encuentra una solución en la racionalidad del mercado, en reducir al máximo el número de trabajadores y esta es la única propuesta que toman en serio los gestores de la sociedad de mercado, la de negar el derecho a la existencia de los pobres y de sus vástagos, al ver el caso de DB cabe preguntar: ¿Cómo convivir con un orden económico que ya prevé la exclusión de millones de personas del proceso productivo o la negación en sí de la vida humana? ¿Qué futuro espera a los humanos si su destino continúa no solo sometido a ese modelo sino a empresarios y políticos que son, en últimas, los dueños de la salud, tras el desmonte del Estado Bien-estar y el ascenso del poder empresarial/mafioso?

DB es consciente de su origen y posición de clase, no hay en él arribismo alguno, desprecio por nadie, intolerancia en su actuar. Por el contrario, su ser lo habita la solidaridad, la camaradería, la bondad y sin que se sienta o crea modelo de nada, ejemplo a seguir o voluntad a imponer. DB vive y deja vivir. Él responde apenas a las afrentas del Sistema, a sus injusticias y las encara con entereza, rectitud, honradez, sin despertar lástima, sin sentir envidia, sin generar odio. Laverty, guionista por Reagan, jamás olvidó su propósito: narrar la tragedia de un hombre frente a los atropellos de los sistemas laboral y de salud, la inercia burocrática/cibernética, el desmonte gradual pero intenso y devastador del Estado de Bien-estar, para caer en el mal-estar a todo nivel. Tras un largo fundido a negro, como para que el espectador se recupere de las sensaciones de choque y, sobre todo, pueda aguantar el mazazo final, viene el a un tiempo inesperado como natural desenlace: inesperado, porque nadie querría presenciar ni menos protagonizar la historia de DB; natural, en tanto devenir lógico de unas causas quizás rebatibles, en todo caso inexorables en cuanto efecto de la inacción, la torpeza, la ineptitud. Respecto al epílogo, se diría, es una coda en palabras, gracias al testamento metafísico de DB a sus coetáneos y a las futuras generaciones.

Un hombre de pie, con las manos cruzadas y en el mismo plano, tres mujeres sentadas. Al centro de la imagen, una mesa, un mantel, la foto de Molly y el móvil de peces. Plano a Dylan, Katie y Daisy; luego al mudito Piper y a su roommate Maxi. Travelling sobre Ann, con la que pese a lidiar DB tuvo mayor empatía y elasticidad en el trato. Katie se levanta y dirige a los dolientes de DB: «Lo llaman un funeral de intención, porque es el más barato, así que saben cómo funciona», empieza y aclara: «Dan no era un intento de persona. Él nos dio cosas que el dinero no puede comprar.» Frase cursi, pero, no: es así. Y lee la carta que encontró en el cuerpo de DB porque ese fue siempre su grito mudo de ayuda, desoído por el Estado y por sus estatuiles/inerciales funcionarios; el que, además, nunca pudo llevar a efecto. Y Katie jura que ese ser encantador tenía mucho más para dar: «Y el Estado lo llevó a otra vida». Texto que aun con la diferencia de matices guarda un sorprendente paralelo con el discurso final de El gran dictador, de Chaplin (2): «No soy un cliente, no merezco ese apelativo. No soy un agitador, un parásito, un mendigo o un ladrón. No soy un número de seguridad social o un nombre en una lista. Un mala paga, nunca dejé de pagar algo. Nunca tuve buena suerte, pero miraba a mi vecino a los ojos y lo ayudaba si podía. No acepto, ni busco la caridad. Mi nombre es Daniel Blake, soy un hombre. No un perro. Busco y exijo mis derechos. Exijo que se me trate con respeto. Yo, Daniel Blake, soy un ciudadano. Nada más y nada menos. Gracias.» Katie se yergue y mira al público. FIN.

Pero la cosa no termina ahí: apenas comienza un nuevo ciclo. Para los trabajadores, no sólo del Reino Unido. Aquéllos a los que, como DB, refiere la carta. Los que no son clientes agitadores parásitos mendigos ni ladrones. Los que no se sienten números fichas ni engranajes. Los que no deben nada, todo pagan, a los que no les han regalado nada. Los que han dado más de lo que han recibido del Estado. Los que con suerte o sin ella, llevan la frente en alto, miran a los ojos a los demás, los ayudan cuando pueden o buscan la ocasión. Los que no imploran ni aceptan caridad, sino que han dejado su vida en el intento por darla. Los que creen que la caridad no debe ser publicitada. En este punto, todos somos Daniel Blake, ciudadanos, trabajadores. Tributarios de un Estado que tiene la obligación de responder por nuestros impuestos con mejores ofertas de educación, salud, vivienda y no de violencia, guerra, muerte. Todos somos DB, pero no a la manera fascista/racista/simplista del Todos somos Charlie Hebdo, mientras, al mismo tiempo, en Nigeria 276 niñas eran secuestradas/violadas por Boko-Haram (3), grupo terrorista financiado por EE.UU (4) y sus perritas falderas (H. Pinter) Francia e Inglaterra, como contrapeso a China por el dominio de África, Asia y América Latina, situación que se recrudecerá con Trump en el poder.

Todos, como DB, somos ciudadanos: ni más ni menos. Debemos las gracias al Estado hasta que se comprometa con el destino de su pueblo. El que elige a sus dirigentes para realizar los planes prometidos, pero no para recibir como pago la traición, el desprecio o la desidia, ni menos la arrogancia de quienes se creen dueños de la vida de los demás. Yo, Daniel Blake (5) es un filme libre: de ataduras, prejuicios, intolerancia, soberbia, de toda diatriba. La que no está en él, sino de él se desprende. Obra que no alecciona, moraliza, sentencia, ni juzga: apenas describe la historia de un ser humano, sin que nadie pueda sentirse humillado ni ofendido por él, al no ser responsable del hecho representado. Otra cosa habría que decir del Estado, ya no de bien-estar sino de bajeza, sordidez, corrupción. Aspectos que Loach no juzga, tal vez por innecesario. Nada más patético que intentar recomponer con imágenes o palabras, lo que otros destruyen con sus actos; que buscar la verdad en la catedral del conocimiento, donde otros han hecho el shopping de la farsa a través del trío Gobierno-medios-poder mafioso. Pese a todo, queda el consuelo de los que, como DB, se conforman, no resignan, con haber sentido toda su vida la inefable compañía de la verdad perceptible, la que no obliga a envidiar la demostrable, ni a aceptar la verdad como ilusión; el consuelo de haber presenciado su lucha contra la adversidad. La de quien ya cansado desaparece de la escena, para entrar, aun caído, al olimpo, digno, íntegro, sin mácula: un hombre, en suma, cuya humanidad, pese a todo, queda muy por encima de la indigna, penosa y muy poco ética coraza de la desidia gubernamental, de su triste/mórbido legado.

A Santiago, por su carácter siempre sobrio frente a la adversidad

A Valentina, por su decisión inquebrantable de querer ser feliz

A Marthica, porque (no solo) su música siempre me ha ayudado

 

Bibliografía, enlaces y fuentes:

1. NIETZSCHE, FRIEDRICH (1988): Nietzsche, J.B. LLINARES (ED.) Barcelona, Península. En:  http://www.shangrilaediciones.com/Materiales3-El-Analisis-Textos-Audiovisuales.pdf (p. 14)

2. Paul Laverty propone darle un Premio Nobel de guiones de cine, póstumo, a Charlie Chaplin. https://www.youtube.com/watch?v=3cFTJ9q5ztk

3.http://www.telam.com.ar/notas/201701/175981-nigeria-boko-haram-chibok-escuela-secuestro-aniversario-mil-dias-violaciones.html

4.http://www.iarnoticias.com/secciones_2007/norteamerica/0092_cia_terrorismo_tercerizado_05jul07.html https://actualidad.rt.com/actualidad/view/141159-eeuu-creo-estado-islamico

5. http://gnula.nu/drama/ver-yo-daniel-blake-2016-online/ 

Luis Carlos Muñoz Sarmiento: (Bogotá, Colombia, 1957) Padre de Santiago & Valentina. Escritor, periodista, crítico literario, de cine y de jazz, catedrático, conferencista, corrector de estilo, traductor y, por encima de todo, lector. Estudios de Zootecnia, U. N. Bogotá. Periodista, de INPAHU, especializado en Prensa Escrita, T. P. 8225. Profesor Fac. de Derecho U. Nacional, Bogotá (2000-2002). Realizador y locutor de Una mirada al jazz y La Fábrica de Sueños: Radiodifusora Nacional, Javeriana Estéreo y U. N. Radio (1990-2014). Fundador y director del Cine-Club Andrés Caicedo desde 1984. Colaborador de El Magazín de El Espectador. Ex Director del Cine-Club U. Los Libertadores y ex docente de la Transversalidad Hum-Bie (2012-2015). Escribe en: www.agulha.com.br www.argenpress.com www.fronterad.com www.auroraboreal.net www.milinviernos.com Corresponsal www.materika.com Costa Rica. Co-autor de los libros Camilo Torres: Cruz de luz (FiCa, 2006), La muerte del endriago y otros cuentos (U. Central, 2007), Izquierdas: definiciones, movimientos y proyectos en Colombia y América Latina, U. Central, Bogotá (2014), Literatura, Marxismo y Modernismo en época de Pos autonomía literaria, UFES, Vitória, ES, Brasil (2015) y Guerra y literatura en la obra de J. E. Pardo (U. del Valle, 2016). Autor ensayos publicados en Cuadernos del Cine-Club, U. Central, sobre Fassbinder, Wenders, Scorsese. Autor del libro Cine & Literatura: El matrimonio de la posible convivencia (2014), U. Los Libertadores. Autor contraportada de la novela Trashumantes de la guerra perdida (Pijao, 2016), de J. E. Pardo. Espera la publicación de sus libros Ocho minutos y otros cuentos, El crimen consumado a plena luz (Ensayos sobre Literatura), La Fábrica de Sueños (Ensayos sobre Cine), Músicos del Brasil, La larga primavera de la anarquía – Vida y muerte de Valentina (Novela), Grandes del Jazz, La sociedad del control soberano y la biotanatopolítica del imperialismo estadounidense, en coautoría con Luís E. Soares. Hoy, traductor y coautor, con LES, de ensayos para Rebelión.

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