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«Yo te lo explico»

Fuentes: OnCuba

Existe un comportamiento masculino que consiste en explicarles cosas a las mujeres –sepan o no del tema–, en general con paternalismo o condescendencia.

«Ellas quieren tomar el cielo por asalto, pero lo más recomendable es que piensen bien a dónde quieren llegar».

«En Cuba no se dan esas condiciones para la mujer… No tiene sentido hacer un paro».

«¿Qué es lo que van a parar? Jaja. Qué escrito tan vano. Blaff».

«La mujer mía seguro no protestará, trabaja siete noches y descansa 10, el que debería protestar soy yo, soy el que más trabaja el que más gana y el que menos gasta».

Los anteriores son comentarios a un texto de esta columna, publicado hace poco más de un año a propósito de la convocatoria al Paro Internacional de Mujeres el 8 de marzo. Todos son comentarios de hombres interesados en explicarme a mí, mujer, por qué no tiene sentido la huelga de mujeres; por qué no tiene sentido la huelga en Cuba; por qué no tiene sentido la huelga para su mujer.

La mayoría de quienes comentan mis textos son hombres. Esta columna tiende a hablar desde la experiencia, el cuerpo, el conocimiento y la política de las mujeres, aunque no busca hablar solo a mujeres, sino a la sociedad completa. Con frecuencia ellas me escriben para solidarizarse, identificarse, discrepar y politizarnos mutuamente. Los hombres alzan más la voz en la web, y una parte de las veces lo hacen para decir: «Mira, yo te explico».

Pasa siempre. No solo en los medios de comunicación. Pasa en la sala de la casa, en las reuniones de trabajo, en encuentros con amistades. Pasa en la pareja, acostados en la cama. Pasa en la redes sociales. Es probable que vaya a pasar también aquí, con la publicación de este texto.

En inglés hay una palabra para ello: mansplaining. El término, surgido hace pocos años, resulta de la combinación de man (hombre) y explain (explicar). Su objetivo es llamar la atención sobre el comportamiento de hombres que explican cosas a nosotras -sepan o no del tema- y que en general lo hacen con paternalismo o condescendencia. No necesariamente es consciente, visible o apreciable. Pero es real. Y funciona. El término es nuevo, pero el hecho no.

No es mi opinión. No es solo mi experiencia individual. No es algo solo verificable en una conversación informal. Es una práctica aprendida, un gesto aparentemente automático que ejercitan ellos, y nosotras lo asimilamos como algo diferente.

Las mujeres intervenimos menos que los hombres en espacios públicos, aunque estemos de cuerpo presente y aunque sea un tema que nos competa. No hay una única razón. Hemos sido socializadas en la inseguridad, y ella está en la escena, sentada a nuestro lado.

Estudios demuestran que, en situaciones grupales, los hombres hablan más veces y por más tiempo que las mujeres. Y que a nosotras se nos interrumpe en las reuniones más que a los hombres, tanto por hombres como por otras mujeres. Si él se extiende en su discurso, tiende a valorarse positivamente como indicador de conocimiento sobre el tema. Si lo hacen mujeres, muchas veces se interpreta como exceso.

Recuerdo que hace unos años, una mujer muy admirada me dijo refiriéndose a su participación en conferencias internacionales en los 1970: «Yo decidí que en todos los espacios a los que iba diría algo, aunque fuera algo pequeño. Pero iba a estar presente, se iba a notar que una mujer hablaba. Y lo hice».

En efecto, estar presente de voz, si eres mujer, es un plus. Y muchas veces tiene que ser un gesto consciente. Si es para disentir, aún más. Después que lo has hecho, podrán referirse a lo dicho como «aquello que dijo la muchachita», aunque tengas los mismos o más títulos que quien habla, aunque tu voz pueda estar igual o más autorizada. Si eres mujer y hablas de feminismo, paro, persistencia de desigualdades, seguramente serás una exagerada, ¿o es que no te has preguntado cuántos hombres sufren violencia femenina? Resentida. Insatisfecha. Malagradecida. Ciega. Banal. Imprecisa. Extremista. Dirán los mansplainers: «Mira, permíteme explicarte, sin ofender».

Que tire la primera piedra el que no ha sido mansplainer. Que no la esquive quien, de nosotras, no lo ha vivido al menos una vez.

Los mansplainers nos pueden decir que en Cuba no hay violencia de género, aunque nosotras la verifiquemos, y aunque seamos quienes ven el semen de un desconocido correr en el malecón habanero un día cualquiera, mientras denunciamos y otros solo observan. O quienes registran casos de feminicidio. O escarban en la información oficial disponible y comprueban que sí existe violencia y no solo en el entorno inmediato.

Los mismos mansplainers dirán que no hay desigualdad, aunque las mujeres cubanas tengan menos participación en el mercado laboral; más horas de trabajo de cuidados no remunerado; más presencia en los grupos empobrecidos; sean más vulnerables -aún más las mujeres racializadas o las migrantes internas- o sean sumamente escasas las Premios Nacionales o Heroínas del Trabajo. Los mansplainers nos enseñarán cómo aprovechar los derechos que tenemos legalmente. O nos mostrarán por televisión cómo cocinar frijoles o usar una olla arrocera.

Aunque se usa sobre todo para hablar de hombres y mujeres, el mansplaning es aplicable a otras situaciones. Al racismo, por ejemplo. Sobran ejemplos de cómo y cuándo se intenta explicar a las personas racializadas qué es el racismo y por qué están bien o mal sus visiones o reacciones.

¿Hay que ser mujer para hablar de género, ser una persona racializada para hablar de racismo, ser homosexual para hablar de derechos LGBTIQ, haber abortado para hablar de aborto, ser empobrecido para hablar de pobreza?

No. Quiero decir que es virtuosa, humana, sabia, políticamente imprescindible, la conciencia de que, a veces, la posición desde la que hablamos es un lugar de privilegios. Desconocerlo es, con frecuencia, la solución interesada de quien intenta conservarlos.

A los «deja que yo te explique» podríamos decirles que sabemos la virtud de tener institucionalizado -aunque no legalizado- el derecho a la interrupción voluntaria del embarazo. Y que, por saberlo, acompañamos a las argentinas, chilenas, ecuatorianas, y a todas las que luchan por lograrlo.

Sabemos también que Cuba tiene uno de los índices más altos de mujeres con presencia en el Parlamento. Y que nuestros índices de feminicidio no son como los de México, aunque existen. Sabemos de nuestra notable presencia en el sistema de educación superior, y en los sectores de ciencia y tecnología. Sabiendo todo eso, sin embargo, podemos identificarnos con el Paro Internacional de Mujeres.

El Paro interesa a las mujeres cubanas que advierten que, frente al avance de fundamentalismos religiosos, es mejor legalizar el aborto. Interesa a las que abogamos por una ley de violencia de género. A quienes queremos disputar la posibilidad de matrimonio igualitario. A las que emplean ingentes horas de trabajo no remunerado en sus casas a costa de su bienestar y autonomía. El Paro interesa para recordar que en Cuba también existen y persisten, interconectadas, desigualdades de distinto tipo.

No necesitamos que otros nos expliquen. Necesitamos explicarnos entre nosotras por qué sí y por qué no queremos participar del Paro. Es nuestra la elección. Mejor será si hombres nos acompañan sin aspiración de liderazgo o de acumular créditos, y nos apoyan con lo que necesitamos y no con lo que nos puedan «ceder». Menos mansplainers y más compañeros, a ver si nos va mejor.

Fuente: http://oncubanews.com/opinion/columnas/sin-filtro/yo-te-lo-explico/?fbclid=IwAR1YzagfeKqS6dqmz6ZHnHtnGWztREErA4iZsvniMaoUPulsoZ0UPA5SX1o