En esta disciplina de la Historia, siempre se pueden descubrir noticias nuevas. Y una de ellas, para mí desconocida hasta hace unos días, está relacionada con mi ciudad, Zaragoza. Los hechos acontecen en tiempos de la Guerra Civil, ya he comentado en alguna otra ocasión que sería más apropiado el término Guerra de España. Tal cambio terminológico me lo sugirió el libro del historiador David Jorge titulado Inseguridad colectiva. La sociedad de Naciones, la Guerra de España y el fin de la paz mundial, prologado por Ángel Viñas, toda una garantía. Obviamente hubo una guerra civil, entre españoles que lucharon en diferentes ejércitos, pero no solo. Es más concluyente el término de Guerra de España, porque hubo una clara intervención internacional, fundamental en todas las etapas del conflicto: en el golpe de Estado, en la conversión del golpe en una guerra, en el desarrollo de la guerra, en su resultado final e incluso en el mantenimiento de Franco en el poder después del fin de la Segunda Guerra Mundial. En todos estos momentos, la dimensión internacional fue absolutamente decisiva. No se puede, por tanto, reducir el conflicto a una mera guerra civil. Se habla de guerra de Corea o de Vietnam, aunque también en ellas hubo un enfrentamiento civil.
Pero vamos a la noticia de Zaragoza. Se trata de una propuesta de la Cámara Oficial del Comercio y de la Industria de Zaragoza que hizo el 28 de julio 1937 al Ayuntamiento de Zaragoza, antes ya lo había hecho a la Junta Técnica del Estado-uno de los varios organismos político-administrativos creados por el general Franco en octubre de 1936 tras su nombramiento como jefe de gobierno de la España rebelde-para que se convirtiera en capital de España. La noticia es llamativa. ¡Qué diría hoy nuestra ínclita Isabel Díaz Ayuso! No se asuste que la propuesta surgió de los suyos, no tiene nada que ver con los independentistas, filocomunistas, bolivarianos, chavistas… La noticia tan sorprendente la pude conocer a través del libro espléndido Una y Grande. Ciudad y ordenación urbana de Zaragoza (1936-1957) de Ramón Betrán Abadía. Y en concreto, en su capítulo IV, de título muy explícito Zaragoza y la capitalidad de la España nacional. La publicación es consultable y accesible en la web de la Institución Fernando el Católico, dependiente de la Diputación Provincial de Zaragoza (DPZ). Puede parecer un hecho meramente anecdótico, pero tiene muchos aspectos colaterales muy interesantes y relevantes de la Guerra de España. Para describir las principales circunstancias de este intento fallido de la ciudad de Zaragoza de suplir a Madrid, como capital de España, me basaré en el libro citado de Ramón Betrán, resumiendo lo principal. Incorporaré algunas notas más y reflexiones personales. En la parte final explicaré el proyecto de construir una nueva capital, de nombre Iberia, para una República Federal, del arquitecto catalán, Nicolau Rubió i Turdurí.
Madrid, Valencia y Barcelona, fueron las tres capitales del Gobierno legítimo de la República durante la Guerra de España. Por razones estratégicas y de seguridad para el gobierno, como consecuencia del avance de las columnas franquistas sobre Madrid, y ante el peligro inminente de que la capital cayera en manos de los sublevados, el gobierno de Largo Caballero decidió el 6 noviembre de 1936 trasladarse a Valencia. Así, desde el día siguiente 7 de noviembre de 1936 y hasta el 31 de octubre de 1937, fecha en la que el gobierno de Negrín decidió un nuevo traslado de sede, en este caso a Barcelona, Valencia se convertiría en la capital de la República. Las tres capitales del gobierno legítimo de la República, desde determinados sectores de Zaragoza, que se decantó claramente desde el primer momento por el golpe militar, eran mal vistas por su resistencia a la “Nueva España” y sometidas a todo tipo de ataques -los dirigidos contra los catalanes destacan por su visceralidad, acusados del “supuesto” bombardeo de la basílica del Pilar el 3 de agosto de 1936-, y pensaron que su ciudad, la inmortal Zaragoza, destacada en su lucha contra los “rojos-antiespañoles” como ya hicieron contra los franceses en la Guerra de la Independencia, bien comunicada, a mitad de camino entre Madrid y Barcelona sin ser Castilla ni Cataluña, con un mítico pasado religioso-su patrona la Virgen del Pilar -y castrense- había sido la sede de la Academia General Militar hasta su clausura en 1931-, unas clases dirigentes conservadoras, capitanía general, dos catedrales -El Pilar y La Seo- a falta de una y a la espera de recuperar la Academia General Militar -fue reabierta en septiembre de 1942, como consecuencia de una ley de 27 de septiembre de 1940 que se presentó como desagravio a la ciudad y al Ejército-, podía a mejorar su posición relativa en el conjunto de las ciudades españolas. No solo en mejorar. Mucho más. Ya que diversos sectores locales vieron posible y muy interesante que sustituyera a Madrid como capital del Nuevo Estado, dando apoyo político al rango todavía oficioso de capital de la Hispanidad a que le aupaba la tradición pilarista.
Tal aspiración se manifestó oficialmente a través del oficio ya citado de la Cámara Oficial del Comercio y de la Industria de Zaragoza dirigido a la Junta Técnica del Estado y al Ayuntamiento de Zaragoza, que exponía varias consideraciones encaminadas a «solicitar de la Superioridad que la Capital de España se establezca en Zaragoza»; el texto, publicado por la Cámara en la Memoria correspondiente al ejercicio de 1937 (1938: 7-15), comenzaba dando por hecho que…
[…] por lo menos provisionalmente, y en un plazo más o menos dilatado, tendrá que situarse la capital de la Nación, y por lo tanto los órganos centrales del Estado, en un lugar distinto de Madrid. Los trastornos materiales y morales que ha tenido que sufrir la antigua Villa y Corte, después de su prolongada y sistemática rebeldía, tienen que incapacitarla para que encuentren en ella su alojamiento y su centro los poderes públicos. Es de sospechar que tenga que preceder una larga labor de depuración y de habilitación hasta que Madrid pueda volver a ser lo que fue. Entre tanto esta Cámara […] se permite llamar la atención de V. E. sobre la posibilidad de que la capital de España se establezca en Zaragoza […] No perdería gran cosa la Nación con que su capitalidad desapareciera de Madrid, no solo por un plazo limitado, sino de modo perdurable.
No solo se proponía, pues, una solución provisional mientras durara la guerra y la implacable depuración de responsabilidades que le seguiría, sino la definitiva eliminación como capital de Madrid, que “no está bien emplazada”, “no es ni puede ser jamás un centro de comunicaciones” por lo accidentado del territorio circundante y la ausencia de ríos importantes, y está rodeada por una comarca “árida y despoblada”. Lo sucedido durante la República y tras el 18 de julio acreditaba que Madrid llevaba siglos aislada “del resto de la Península y del mundo entero”, y “de espaldas a los verdaderos ideales nacionales”. Al igual que San Petersburgo y Constantinopla habían perdido su rango capital tras la Gran Guerra, Madrid debía pagar su culpa, y por ello ofrecía la Cámara como sede del Nuevo Estado a la ciudad de Zaragoza, de valor estratégico “evidente” e inmejorable en España. Según Giménez Soler…
[…] quien domine Zaragoza, será dueño de la Península […] equidista del Cantábrico y del Mediterráneo, la unen al Duero por Soria, comunicaciones naturales; la distancia que la separa de Tolosa de Francia es la misma que la separa de Bilbao, Barcelona, Valencia y Toledo, con todas las cuales tiene expeditos y directos caminos… Las circunstancias actuales imponen en España la resurrección de aquella política internacional de la nación del yugo y de las flechas; política netamente mediterránea y las circunstancias nos llevan por esa misma causa a considerar como de fuerte tensión la frontera de los Pirineos […] España vuelve a ser lo que fue: el Imperio Español que la Nueva España pone en su lema, está en el Mediterráneo. Y esta política mediterránea es la tradición zaragozana; su historia lo afirma.
Añadía la Cámara que “Zaragoza, como eje de la cuenca del Ebro, constituía un núcleo de atrayente habitabilidad, y así lo demostraba que en medio siglo hubiera triplicado la población. La fecunda y extensa vega que rodeaba a la ciudad le proporcionaba abundantes mantenimientos y no pocas materias primas transformables”, beneficio que aún podría incrementarse fomentando el regadío. Había además abundantes industrias, no de categoría superior, pero variadísimas y susceptibles de crecer; las grandes fuerzas hidráulicas del Pirineo y de los ríos de la margen derecha del Ebro podrían suministrar a la ciudad hasta 175.000 kW, y aún habría que sumar la riqueza minera aragonesa y una “posible salida al mar.”
La posición geográfica de Zaragoza no era menos excéntrica con respecto al resto de la Península que la de cualquier otra gran ciudad española que no fuera Madrid, o que la mayoría de las capitales en relación con sus respectivos territorios nacionales. Si en 1937 no era muy populosa, mucho menos lo había sido Madrid cuando la eligió Felipe II, y tampoco las capitales de Estados Unidos, Australia u Holanda eran sus ciudades más pobladas. Convenía, por añadidura, que la capital de España siguiera en el interior, “aunque solo sea para contrarrestar el desnivel monstruoso que existe entre la población de la periferia y la del resto de España”.
Y, por encima de todas las ventajas materiales citadas, Zaragoza, que siempre «sostuvo como principio incuestionable la unidad de España», estaba “vinculada al culto milenario a la Virgen del Pilar”, lo que la hacía centro religioso del Nuevo Estado y de la pretendida recreación del Imperio. No hay que olvidar que el culto a la Virgen del Pilar se fue vinculando cada vez más a la figura del dictador, un caudillo mesiánico que traía el renacimiento de la España eterna. El culto a la Virgen del Pilar durante la guerra y posteriormente se puso al servicio de la cultura política del nacionalcatolicismo. Una auténtica perversión.
Hasta tal punto reunía Zaragoza todas las cualidades de la capital ideal que, si no existiera, habría que inventar una ciudad análoga situada en el mismo lugar. Al final, la Cámara del Comercio rememoraba el proyecto de capital de nueva planta que el arquitecto Nicolás Rubió y Tudurí había propuesto en el llano de la Almozara, en concreto en el término municipal de Utebo, en los años de la República, argumentando que «la identidad de lengua de esta comarca aragonesa con las dos Castillas y sus fáciles y abundantes comunicaciones con Francia y con todo el litoral Mediterráneo […] le hacen insustituible para el fin apetecido». Al final explicaré con más detalle este proyecto utópico del arquitecto Nicolás Ruidó.
Al final del pleno del 28 de julio de 1937 en que (sin quorum) se aprobó el proyecto de la avenida del Pilar, se leyó el escrito de la Cámara y el Concejo acordó hacerlo suyo. En octubre, el número 145 de la revista Aragón publicó un suelto titulado “Realidades”, donde Fernando Cavero examinaba las bazas de Zaragoza para alzarse con la capitalidad nacional y, aun reivindicando mejoras en el trato recibido del Estado y la vuelta a la ciudad de la Academia General y la Confederación Hidrográfica del Ebro, mostraba su escepticismo hacia las desproporcionadas pretensiones de la Cámara. Pero este sensato llamamiento no influyó en el teniente coronel Antonio Parellada, que aquel mismo 28 de julio se había estrenado como alcalde, de momento accidental, y que en el pleno del 3 de noviembre de 1937 instó la declaración de urgencia de la ejecución de la avenida del Pilar y la finalización de las obras en el interior del santuario, para alentar el crecimiento de las peregrinaciones y acumular méritos que acreditaran que Zaragoza reunía condiciones “para ser la Capitalidad de España”.
Para afrontar la difícil competencia con las grandes ciudades que fueran liberándose y con otras menores pero mejor situadas, como Burgos o Salamanca, el Ayuntamiento emprendió una urgente y ambiciosa reconstitución urbanística basada en la explotación de la potencia simbólica de la capital aragonesa. Frente a las prioridades de la ordenación urbana del período republicano, emergía ahora una intención retórica, cuyos elementos dominantes se habían desplazado hacia el Pilar y la Academia General Militar. El urbanismo catalizó unas reivindicaciones en las que se fundieron el culto a la patrona de la Raza, las reclamaciones de lealtad y heroísmo arraigadas en los Sitios y el empeño industrializador, y todo ello permitía esperar, si no la capitalidad nacional, sí al menos una significativa mejora del rango de la ciudad. Tras un intento fallido por ubicar en Zaragoza un museo de la guerra de liberación- a la petición formal del Ayuntamiento respondió José Moscardó, general del V Cuerpo del Ejército, que toda decisión sería prematura mientras el territorio nacional no fuera liberado por completo de las hordas marxistas- Parellada habló en el pleno del 22 de abril de 1938 de la asistencia del Generalísimo, tres días antes, a la celebración en el Campo de la Victoria del aniversario del decreto de unificación de partidos y milicias-fue un acto masivo lleno de espectacularidad con antorchas, que recordaban las concentraciones hitlerianas-; recordó que Serrano Suñer había asegurado que fueron los actos «más grandiosos, sublimes y magníficos de cuantos había presenciado en España, con ocasión de manifestaciones patrióticas semejantes»; que a Franco le había encantado el «homenaje espontáneo de cariño e inquebrantada adhesión» de los zaragozanos y había aceptado la presidencia honoraria de la Junta de Honor del Centenario de la Visita de la Virgen. Le constaba que el invicto Caudillo conocía las virtudes de este pueblo, reconocía «su pujanza, su heroísmo tradicional y sus muchos dolores y sufrimientos en esta Santa Cruzada», y sentía gran cariño por los aragoneses, a los que consideraba los primeros en la devoción por la Virgen y “los mejores en la lucha para salvar a Zaragoza, corazón de España”: Después de estas halagadoras impresiones recibidas con la visita del Caudillo; después de escuchar las palabras del Ministro del Interior, afirmando que Aragón es indiscutiblemente la columna de la fe de España y el más firme sillar de nuestra Patria, yo tengo que deciros que estas afirmaciones […] nos obligan tanto a la gratitud como a la esperanza […], porque los justos anhelos de este pueblo […] no sería extraño que se vieran un día correspondidos, en primer término, con nuestra salida al Mar Mediterráneo, en satisfacción de una necesidad y en uso de un legítimo derecho; en segundo lugar, con la elevación del rango de nuestra Ciudad, siempre dispuesta a realizar los mayores sacrificios y a facilitar cuanto se relacione con la reorganización Nacional; y finalmente, con el reconocimiento por parte del pueblo católico del mundo entero del derecho que nos asiste para asentar en Zaragoza, en su Templo Mariano, el centro universal del culto a Nuestra Madre la Santísima Virgen del Pilar. En el pleno del 9 de septiembre siguiente, el alcalde invocó la función transformadora del urbanismo, promovida con inusual intensidad por la comisión gestora constituida en julio de 1936 para elevar Zaragoza al “rango de gran Ciudad» y resolver «una infinidad de problemas que afectan a la estética, a la higiene y a la salubridad, a la comodidad del tráfico urbano y hasta el orden social y jurídico”.
Retirada de la estatua ecuestre del general Francisco Franco que presidía el acceso principal de la Academia General Militar de Zaragoza
En enero de 1939, muy pocos podrían seguir creyendo en Zaragoza como
capital provisional o definitiva de la Nueva España. En uno de los
últimos consejos de ministros celebrados en Burgos, Serrano Suñer,
ministro de la Gobernación y exdiputado por Zaragoza en 1933 y 1936,
recogió el sentir de muchos falangistas y alimentó la expectativa de que
Madrid, “la cuna de los errores y el caldo de las corrupciones”, no
recuperara la capitalidad. Pero, en su lugar, el ministro no pensaba en
Burgos, todavía capital provisional, ni menos en Zaragoza, sino en
Sevilla, “que está más cerca de nuestro futuro imperio africano y además
es la vía de América”. Las intenciones de Serrano tropezaron con el
firme propósito de Franco, influido por Carmen Polo, y de los demás
ministros, de trasladarse en cuanto se tomara Madrid al palacio de
Oriente, al Pardo y a los grandes ministerios de siempre. El Cuñadísimo
renunció a su propuesta, y el 28 de marzo de 1939 disipó toda duda sobre
la capitalidad del Estado cuando anunció por Radio Nacional la Victoria
española y la caída del Madrid rojo, que de ciudad traidora había
pasado a «tierra sagrada, porque es como un templo que cobija las
cenizas de nuestros mártires; tumba gloriosa de “fascistas” gloriosos en
la que la Historia escribirá un epitafio de áurea leyenda». Ese mismo
mes de marzo, se había publicado en Valladolid una memoria escrita
apresuradamente por el ingeniero Paz Maroto y falta de aparato gráfico,
que llevaba el nada original título de El futuro Madrid y el inmerecido subtítulo Plan general de ordenación, reconstrucción y extensión.
En su presentación, Alberto Alcocer, prematuro alcalde de la que
todavía era capital de la República, justificaba la propuesta por la
necesidad de colocar la ciudad “mártir de la revolución”, “minada por
defectos funcionales adquiridos en una vida trabajosa y acaso mal
orientada […] sobre la mesa de operaciones”, para someterla «a compleja
intervención quirúrgica», que pasaría por desplazar el centro urbano de
la Puerta del Sol a la Castellana.
La entrada en Madrid del ejército de Franco liquidó la absurda pretensión de elevar Zaragoza a capital de España. Por orden de 27 de abril de 1939, se constituyó la Junta de Reconstrucción para Madrid y su Provincia, que agrupó a todos los organismos interesados en adecuar la ciudad recién tomada a su nuevo papel; con este fin, se encargó al jefe de su oficina técnica, Pedro Bidagor, la redacción de un plan total de urbanización de Madrid. En su conferencia “Orientaciones sobre la reconstrucción de Madrid”, el arquitecto afirmaría que el nuevo plan debía ver en esa población, ante todo, la capital nacional, única razón de su existencia como gran ciudad y realidad que debía asumirse a pesar de su comportamiento desde 1931.
Merece la pena detenerse en ese proyecto utópico y no menos sorprendente del arquitecto Nicolás Rubió, citado al principio de estas líneas. Para ello me basaré en el artículo de Sergio Martínez Gil, publicado en el blog Historia de Aragón, titulado Utebo, ¿Capital de España?
Tras las elecciones municipales del domingo 12 de abril de 1931 los resultados desembocaron en la proclamación, dos días después, de la Segunda República Española. Se presentaba un panorama de ilusión e incertidumbre a partes iguales, pero también de nuevos proyectos para crear una España diferente. Aquí es donde entra el arquitecto menorquín Nicolau Rubió i Turdurí. Era un arquitecto muy fructífero cuya buena parte de su labor profesional la había desarrollado en Cataluña, participando por ejemplo en la organización de la Exposición Internacional de Barcelona de 1929. Uno de los iconos de esta Expo fue una réplica de la torre mudéjar de Utebo, con la que Rubió se quedó en la cabeza y que hoy en día puede seguir viéndose en el llamado «Pueblo Español», situado en Montjuic.
Y en julio de 1931 en plena fase de ideas para estructurar aquella nueva república cuando Rubió presentó su idea: España necesitaba una nueva capital. Existía el planteamiento de construir un país con un modelo federal y, según las palabras del arquitecto, “la capital de España no podía seguir siendo una ciudad que llevaba 500 años acostumbrada al centralismo” como era Madrid.
Su idea era seguir planes como los realizados en Brasil, Australia y Estados Unidos, que habían edificado nuevas ciudades para que fueran sus capitales y estuvieran enfocadas exclusivamente a esa función. Ni industria, ni comercio, ni otro sector económico. Que fueran ciudades administrativas en las que vivieran funcionarios. Así nacieron Brasilia, Camberra y Washington D.C., capitales de Brasil, Australia y Estados Unidos respectivamente.
¿El lugar elegido? Utebo, provincia de Zaragoza. Recordemos que Rubió había conocido este pueblo por esa réplica de su torre mudéjar. La idea era construir una nueva ciudad en un lugar simbólico al estar cerca del río Ebro, cuyo nombre dado en la antigüedad, Íber, había dado nombre a la península que habitamos. Y así presentó el proyecto de Iberia, pues así sería rebautizada Utebo. Una capital neutral, situada prácticamente a la misma distancia de algunos de los principales núcleos poblaciones y económicos como eran Madrid, Barcelona, Bilbao y Valencia.
El plan que presentó estimaba una planificación urbanística moderna, con una ciudad habitada tan sólo por funcionarios, con multitud de hoteles, sin industrias y que tuviera, como mucho, una población de unos 150.000 habitantes. Los planos de la ciudad dividían a esta en varios sectores: el residencial, el político, con subsectores dedicados a los poderes ejecutivo, judicial y administrativo y la zona de embajadas. Serían edificios altos, con grandes paseos y con la prohibición del uso del vehículo privado. Toda la movilidad se haría basada en el transporte público con una red de metro que conectaría la ciudad. Además, se iba a dotar a la nueva capital con su propio aeropuerto. Así sería la nueva capital del país.