Cuando el pasado 24 de abril llegué a la Audiencia Nacional en calidad de observadora internacional se me planteaban varios interrogantes. No podía olvidar el gran cortejo popular que, en febrero, vi recorrer las calles de Bilbao en apoyo a los imputados del sumario y reclamando la paralización del macrojuicio. Conocía las continuas interrupciones de […]
Cuando el pasado 24 de abril llegué a la Audiencia Nacional en calidad de observadora internacional se me planteaban varios interrogantes. No podía olvidar el gran cortejo popular que, en febrero, vi recorrer las calles de Bilbao en apoyo a los imputados del sumario y reclamando la paralización del macrojuicio. Conocía las continuas interrupciones de la marcha procesal de la vista, pero la significación de lo que pude observar fue especial. La razón de la suspensión, el precario estado de salud de Jokin Gorostidi, histórico militante de la izquierda abertzale que nunca más comparecerá ante la Audiencia Nacional. Tras haber sobrevivido milagrosamente a dos condenas de muerte por su actividad política bajo el régimen de Franco, ha muerto defendiendo su actividad política en la España de Zapatero. Parece que el tiempo no pasa…
Precisamente me sorprendió descubrir que el juicio tiene lugar sólo si todos los acusados están presentes en la sala. La presencia en la sala no es un derecho previsto en el interés de los acusados, como sería lógico y justo, sino una obligación impuesta a los mismos. ¿Tal vez un castigo en sí mismo? La ratio de la medida es difícil de comprender, especialmente considerándose sus inevitables y previsibles efectos dilatorios. Hablando con los acusados, todos residentes en Euskal Herria, pude darme cuenta de lo que significa para ellos viajar todas las semanas a Madrid para asistir al juicio: salidas a las cuatro de la mañana, cientos de kilómetros a bordo de furgonetas, tres días lejos de casa y del cariño familiar, imposibilidad de hecho de trabajar. Me di cuenta del precio de todo eso en términos económicos, de salud, de estrés, y no me sorprendió en absoluto saber que muchos de ellos sufrieron diversas enfermedades desde el inicio del juicio. La lógica de esta obligación de asegurar la presencia aparece quizás más clara desde una perspectiva punitiva. Pude conocer que el Colegio de Abogados de la defensa pidió al Tribunal que se atendiera la demanda de no estar presente en el juicio y que ésta fue rechazada. ¿Una prueba de fuerza?
A pesar de la brevedad de la experiencia, pude asistir a un interrogatorio, leer autos, compartir impresiones y la propia atmósfera del juicio con sus protagonistas… Todo me pareció realmente «especial». Primeramente la aparente tranqui- lidad de la sala en cuanto a medidas de seguridad, considerando que casi todos los acusados están en una especie de «libertad provisional», con graves imputaciones de pertenencia a una organización militar armada, todos juntos en la misma sala, cientos de años de prisión en juego. La Sala estaba casi íntegramente ocupada por los acusados, hombres y mujeres de toda edad, periodistas, abogados, dirigentes de partidos políticos, intelectuales, activistas en diferentes ámbitos. ¡Un placer charlar un rato con ellos! Noté con desconcierto que llevaban una etiqueta identificativa igual a la mía. Solamente cuatro o cinco agentes de policía, muy relajados, la pistola reglamentaria en su funda. La atmósfera me pareció chirriar, enfrentada a la naturaleza y la gravedad de las acusaciones.
El interrogatorio al que pude asistir del señor David Soto evidenció el carácter inquisitorio del juicio y además una intensa y preocupante implicación emotiva de la Corte en el mismo. La Corte, en la persona de su presidente, lejos de mantener una posición de imparcialidad, conducía nerviosamente el interrogatorio, realizando objeciones, silenciando con malos modales tanto al imputado como a su abogado defensor… «¡no ha lugar a la pregunta!» «¡cállese la boca!». Mas allá del tono incorrecto e histérico, me impresionó mucho la aparente inversión de la función entre la Corte y la Acusación Pública: la juez no se preocupaba de ninguna manera de aparecer imparcial y super partes, sino que participaba activamente en la instrucción tratando, además, al imputado como un «presunto culpable». Por otro lado, el Ministerio Público, se quedaba tranquilo y silencioso, sin ninguna necesitad de intervenir sino en apoyo de la presidenta de la Sala, demasiado alterada para conducir el interrogatorio. El fiscal profesional y conciliador. Antes de proceder al interrogatorio, la juez preguntaba al imputado sobre su intención de responder o no a las preguntas del fiscal por medio de una formula capciosa y sarcástica: «usted no tiene intención de… ¿verdad?». A pesar de la respuesta negativa, el fiscal procedía a la lectura de todas las preguntas que había preparado, quedándose éstas maliciosamente sin respuesta. Estos relieves pueden parecer insignificantes pero no lo son de ninguna manera: nos encontramos ante un tribunal especial, el imputado defendiéndose de una gravísima acusación ante un micrófono y con la boca cerrada. Si ha dicho que no responde, no se le interroga. No son simples detalles a la luz de los numerosos pactos y convenciones internacionales en base a los cuales el derecho a ser considerado inocente hasta que se demuestre lo contrario, el derecho a ser juzgado en un tiempo razonable por un juez justo e imparcial, el derecho a defenderse en juicio en condiciones de paridad respecto a las acusaciones, son los requisitos mínimos que un juicio debe concitar para ser justo. Principios de civilización jurídica tan básicos que son universalmente reconocidos como derechos inviolables de la persona.
¿Por qué entonces no conceder un juicio justo a los imputados? Lo que está sucediendo en el macrojuicio 18/98 no sólo es aberrante desde un punto de vista jurídico, sino también inadmisible desde un punto de vista político. Lo que importa es que actualmente en el País Vasco hay una suspensión de libertades democráticas mínimas y derechos fundamentales. Los confines de la libertad de expresión y opinión, de la libertad de asociación, la existencia de la libertad política de los «disidentes» vascos es realmente incierta y depende de la decisión de un juez y de la coyuntura política del momento. El juicio 18/98, intentando confundir peligrosamente los conceptos de activismo y terrorismo, de militancia ideológica y militancia armada, representa una grave amenaza no sólo para la izquierda abertzale, sino para toda Europa. Hay que darse cuenta ¡y rápidamente! de que el juicio 18/98 no es una cuestión que atañe únicamente a los vascos. Es deber e interés de cada uno de nosotros saber captar la alarma, antes de que palabras como libertad, justicia y legalidad asuman relevancia penal y, en el otro sentido, una significación revolucionaria.
Micòl Savia – Abogada italiana, Iniciativa Euskal Herria Watch