En 1997, en Gernika, nuestro sindicato hizo una reflexión política muy compartida (no sólo dentro de ELA): «El estatuto ha muerto. Lo que fue una oportunidad se ha convertido en una trampa. Muy débiles, muy divididos, muy despistados y muy acomplejados nos tienen que ver los españoles centralistas para atreverse a derogar de facto el […]
En 1997, en Gernika, nuestro sindicato hizo una reflexión política muy compartida (no sólo dentro de ELA): «El estatuto ha muerto. Lo que fue una oportunidad se ha convertido en una trampa. Muy débiles, muy divididos, muy despistados y muy acomplejados nos tienen que ver los españoles centralistas para atreverse a derogar de facto el Estatuto y quedarse tan campantes. Tenemos que sumar, tenemos que incorporar a todos aquellos demócratas que aceptan que la soberanía, que el derecho a decidir nuestro futuro como pueblo, corresponde a los ciudadanos y ciudadanas vascas».
El Estatuto fue recibido como una oportunidad. El estatutismo formaba parte de la cultura de ELA. Pero la mutilación del autogobierno nos hizo replantearnos nuestro horizonte estratégico. Y esa involución que denunciamos hace dos décadas ha crecido en los últimos años.
El Gobierno español ha persistido en la recentralización, tanto ejecutivos socialistas como populares. Mantienen la negativa a transferir competencias reconocidas como exclusivas en el Estatuto. El Estado ha limitado, además, las competencias en ejercicio y ha invadido nuestras competencias. Los recursos contra actuaciones de las administraciones vascas, leyes incluidas, se han convertido en una práctica habitual, lo que ha judicializado hasta el extremo la actividad política.
El autogobierno se ha erosionado igualmente a través de decisiones pactadas con nuestras instituciones, como la regla de gasto, para imponer recortes y medidas antisociales. Por lo demás, el Estatuto adolece desde su origen de limitaciones de especial interés para la clase trabajadora y el sindicalismo, como son la legislación laboral y la seguridad social.
Por tanto, el Estatuto hoy necesita más un examen forense que una celebración.
Ocultar la erosión, no mantener el pulso y hablar de una bilateralidad que no existe no es coherente. El ocultamiento y la ausencia de pulso tienen un objetivo: no cambiar de políticas y no cambiar de aliados.
Urkullu ha manifestado en más de una ocasión que, a su entender, el gran error de Ibarretxe fue romper los puentes con el PSOE. Esta posición, obviamente, es del todo legítima, pero debería reconocer que nunca accederemos al derecho a decidir ni a verdaderas políticas progresistas de la mano de ese partido.
Tomando en cuenta las alianzas del gobierno de Urkullu y su apuesta por no confrontar ante el ataque continuado al Estatuto, lo natural es desconfiar del texto que vaya a presentar la comisión de juristas sobre un proyecto de Estatuto. Para el PNV, posiblemente el nuevo estatuto sea un artefacto de distracción política más que un intento real y sincero por abrir un nuevo escenario. No es posible conciliar un marco de garantías basado en la soberanía con un Estado autoritario y uniformizador y con esos partidos como actores principales.
Los aniversarios invitan a la reflexión. Cuando coinciden con cuestionamientos profundos del statu quo, como el que se vive en Cataluña, esa reflexión se vuelve más urgente. La sentencia catalana demuestra el nulo interés en abordar políticamente ese debate. Dentro del consenso del 78 no hay márgenes más allá del ataque a derechos fundamentales y de la recentralización progresiva. Las fuerzas soberanistas estamos obligadas a pasar a limpio lo que ha sucedido, porque no se puede seguir como si no pasase nada. La respuesta del lehendakari ante la gravedad de lo acontecido, limitándose a meditar o a ofrecerse como mediador es decepcionante. No se puede dar normalidad a la excepcionalidad de la política española.
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