El día 8 de abril ha sido el Día del Pueblo Gitano, y creo que la mejor forma de conmemorar este Día del Pueblo Gitano es alertar, una vez más, del peligroso avance de las ideas racista en nuestro país. Advertir sobre el fracaso de un discurso político incapaz de implantar entre los valores morales […]
El día 8 de abril ha sido el Día del Pueblo Gitano, y creo que la mejor forma de conmemorar este Día del Pueblo Gitano es alertar, una vez más, del peligroso avance de las ideas racista en nuestro país. Advertir sobre el fracaso de un discurso político incapaz de implantar entre los valores morales dominantes en la sociedad, la capacidad de mirar a los demás con una mirada limpia de odios, prejuicios y recelos.
Decía Einstein que es más difícil destruir un prejuicio que un átomo. Y vaya si tenía razón. Y es que los prejuicios bloquean nuestro entendimiento y nuestra capacidad de comprender el mundo en el que vivimos. Porque si el cambio permanente es la ley que define la naturaleza de las cosas, los prejuicios son la inmutabilidad del pensamiento, el parapeto tras el se refugia la ignorancia y el miedo a lo nuevo. Y si son tan difíciles de destruir, como decía el gran físico alemán, es, precisamente, porque el prejuicio no es más que la parte visible de un andamiaje mental sobre el que se apoya la personalidad del individuo incapaz de mirar el mundo con la generosidad y la transparencia de una mirada limpia y libre. El prejuicio racista, que es de lo que se trata en este articulo, no es un hecho aislado en el pensamiento y por lo tanto es incompatible con una concepción abierta de la vida en su conjunto. No se puede ser demócrata y racista como no se puede ser racista y luchador por la igualdad, aunque uno forme parte de la minoría oprimida. El racismo se fundamenta en la generalización y por lo tanto la culpabilización del inocente, que es el paradigma de la injusticia. El prejuicio es una estupidez, aunque como decía Russell: «gran parte de las dificultades por las que atraviesa el mundo se debe a que los ignorantes están completamente seguros, y los inteligentes llenos de dudas».
El prejuicio racista es también una respuesta simple y estúpida, a problemas complejos, que requieren un esfuerzo de compresión y de capacidad de situarse en el lugar del otro, en asimilar su presencia, pero no como una actitud de tolerancia o condescendencia desde una posición de pretendida superioridad, sino desde el convencimiento de que los derechos inherentes a la condición humana, deben ser iguales para todos y que cuando todas las personas nos miremos limpiamente, como individuos y no como parte de un colectivo, podremos ver que no son las culturas las que nos dividen sino la incultura y la ignorancia, o, en todo caso, la exacerbación de las señas identitarias como cobertura para el fanatismo político, religioso, o las ambiciones de poder.
Por eso hay que resistirse a esa perversa utilización de la cultura como arma para agredir, ignorar, o criminalizar a los demás, y así comprobaremos que se puede convivir en armonía desde principios culturales diversos, siempre que seamos capaces de compartir valores fundamentales y que son los mismos que sirven de base a la Declaración Universal de los Derechos Humanos, cuyo artículo primero dice que: «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros».
Estos derechos deben prevalecer por encima de la voluntad de los gobiernos, de las mayorías sociales e, incluso, por encima de las tradiciones culturales, en aquellos aspectos que puedan oponerse a ellos, ya que la cultura de un grupo humano no debe ser sacralizada hasta el punto de que las personas sean sus esclavas. Pues las tradiciones, los ritos y las costumbres, deben estar al servicio de las personas y no estas al servicio de aquellas. El hombre en su individualidad y en su derecho a buscar la felicidad, está, o debería estar, por encima de cualquier encadenamiento, de cualquier limitación a su libre albedrío, cuyo límite solo debe ser la libertad y los derechos de los demás. Si las culturas nos diferencian los valores nos pueden unir. Unos valores constituidos, por la libertad de pensamiento y de creación, La libertad política, La libertad religiosa, la igualdad entre hombre y mujer, la no discriminación, el pacifismo y la no violencia, así como el derecho y la obligación de acceder a la formación y a la cultura.
Hoy en España con una población inmigrante tan numerosa y tan compleja, como la que tenemos, es urgente que tomemos conciencia de la necesidad de impedir que las ideas racistas y xenófobas vayan tomando fuerza en el pensamiento social y, sobre todo, tenemos que hacer imposible que terminen por cristalizar en organizaciones políticas que puedan ocupar espacios de poder, como es el caso del partido de José Anglada en Catalunya.
Y en esa tarea de freno al racismo, el papel de los medios de comunicación es determinante, pues con demasiada frecuencia el lenguaje que emplean para definir algunos fenómenos sociales, o señalar a determinados grupos o colectivos, terminan por criminalizar aún más a esos grupos y reforzar los prejuicios que ya existen en la sociedad.
Si un medio de comunicación utiliza titulares tales como: «Una familia gitana aterroriza a un barrio» o «Detenido una banda de colombianos que traficaban con drogas», se está criminalizando, se quiera o no, al conjunto de la población gitana, o a todos los inmigrantes colombianos o de cualquier otro país al que pertenezcan las personas implicadas en los delitos. De esa forma el poder de los medios de comunicación modernos, se convierte, se ha convertido ya, en un poderosísimo instrumento de propagación de prejuicios y recelos, que vienen a ser, en la vida diaria de la comunidad gitana y otros grupos, el soporte y la justificación de toda suerte de discriminaciones y exclusiones, que se manifiestan en los ámbitos laborales, económicos, sociales y políticos, de una forma escandalosa.
Por eso, creo que la mejor forma de reivindicar la gitanidad o el orgullo gitano, no es con la reiteración de tópicos folcloristas más o menos bien intencionados sobre la cultura gitana, ni con las declaraciones institucionales de siempre, tan inocuas e insustanciales como efímeras, o como, ha ocurrido este año en Córdoba, con la celebración de una Cumbre Europea sobre los gitanos, tan condenada al olvido como todas las anteriores, pues solos se hacen para la pura propaganda de los políticos y los intereses de toda una pléyade de personas y entidades, ONGs, etc, que medran alrededor de los fondos públicos dirigidos a los desfavorecidos y de los cuales estos ni se enteran, sino con el firme compromiso de aquellos que tienen poder para cambiar las cosas, de impedir que en nombre de la libertad de expresión o la libertad de prensa, se sigan alimentado los prejuicios, los miedos, el recelo y el rechazo hacía grupos amplísimos de personas por el hecho de tener el mismo origen étnico o geográfico que una minoría que delinquen o que se comportan de forma indebida. Pues por encima de la libertad de prensa debe situarse el interés general y el bien común del conjunto de la sociedad, y, por encima de todo, la defensa del Estado de Derecho, de la democracia y de la libertad, amenazadas, (ahí está el caso de Italia con el gobierno neofascista de Berlusconi) por aquellas ideologías que se fundamentan en principios racistas y xenófobos, y que culpabilizan a las minorías y a los inmigrantes, de problemas sociales tan complejos como son el desempleo, la violencia juvenil, o la delincuencia.
Agustín Vega Cortés es gitano y Presidente de Opinión Romaní
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