La exageración es uno de los componentes principales de nuestra vida política, especialmente del proceso independentista de Cataluña. El conflicto acerca de una región en la cual una parte de sus habitantes quiere independizarse del conjunto del país se ha convertido para muchos españoles en un tema donde se juegan principios absolutos y sentimientos sagrados, […]
La exageración es uno de los componentes principales de nuestra vida política, especialmente del proceso independentista de Cataluña. El conflicto acerca de una región en la cual una parte de sus habitantes quiere independizarse del conjunto del país se ha convertido para muchos españoles en un tema donde se juegan principios absolutos y sentimientos sagrados, en una discusión en la cual no se habla de las ventajas e inconvenientes reales de esa posible secesión sino de pueblos oprimidos, unidades sagradas, golpes de estado y mártires laicos.
Vaya por delante que los nacionalismos en general y este proceso independentista en particular me parecen proyectos regresivos, incompatibles con los desafíos que se presentan a los ciudadanos en estos momentos en que el avance del capitalismo financiero pone en peligro el mismo concepto de democracia. Cuando los actuales problemas políticos, económicos y ecológicos requieren la concentración de todas las fuerzas progresistas, dedicar el tiempo y las energías a cuestiones de parroquia me parece la mejor manera de desviar la atención de aquello que realmente importa. Y que buena parte de la izquierda catalana prefiera aliarse con una burguesía tradicional que busca evitar los compromisos y regulaciones que implica la solidaridad con el resto de España me parece realmente escandaloso.
Pero la reacción del Estado a estas pretensiones secesionistas ha caído en las mismas exageraciones que los secesionistas. Y con ello ha llevado el conflicto a un ámbito en el cual la racionalidad tiene poco que decir, favoreciendo así la trasformación de un problema político y administrativo en un conflicto casi religioso, y nutriendo de paso al independentismo más visceral. Por ejemplo. ¿Tenía sentido descalificar un proyecto de estatuto de autonomía denunciándolo ante el Tribunal Constitucional una vez que fue aprobado en referéndum y corregido por las Cortes? ¿Era una respuesta proporcionada a la realización de un referéndum ilegal la irrupción violenta de guardias civiles contra ciudadanos que trataban de votar? Y sobre todo: ¿tenía sentido mantener en prisión provisional durante dos años a algunos dirigentes independentistas? Hay que recordar que la prisión provisional constituye un recurso extraordinario, aplicable sobre todo en casos en que se trata de evitar la reiteración del delito, la destrucción de pruebas o la fuga del supuesto delincuente. Y parece difícil que en este caso se dieran estos supuestos, sobre todo teniendo en cuenta que los procesados habían decidido quedarse en el país cuando varios de sus colegas prefirieron «emigrar».
No se trata de negar o disminuir la responsabilidad política y penal de esos dirigentes. Es evidente que proclamar unilateralmente la independencia de una comunidad autónoma sin siquiera contar con una mayoría de ciudadanos que la respalden y organizar un referéndum sin garantías y sin encaje en la Constitución constituyen conductas penalmente sancionables, sobre todo cuando en algunos casos han sido cometidas por políticos y funcionarios del Estado utilizando recursos públicos. Pero aplicar penas iguales o superiores a las que merece un homicidio (desde 10 años) o una violación (desde 6 años) resulta difícilmente compatible con el sentido común, aunque puedan encontrarse justificaciones en el Código Penal. Dentro de la hipertrofia de exageraciones que existen en este proceso, se ha comparado la conducta de los dirigentes catalanes con el intento de golpe de Estado de Tejero. Además de la utilización del secuestro y la violencia por parte de este último, hay que recordar otra diferencia fundamental entre ambos casos: el objetivo último de los catalanes no era delictivo en sí mismo como lo era el de Tejero ni atentaba contra los derechos humanos (la independencia de Cataluña en sí misma es una decisión política discutible en democracia). Lo ilegal fueron los medios utilizados: declaraciones y actos políticos sancionables pero que no produjeron efecto alguno, sin que se hayan utilizado medios violentos vinculados a lograr su finalidad, aunque hayan aprovechado algunas movilizaciones para acompañarlo. Convertir este intento en un ataque contra la unidad sagrada de España implica compartir ese carácter sagrado que utilizan los independentistas para convertir un conflicto de competencias administrativas y políticas en una gesta liberadora y que convierte en inútil cualquier argumento racional.
Estas exageraciones han constituido uno de los mayores tributos que ha otorgado el Estado a las tesis independentistas. Porque lo que realmente importa en este proceso son los números: mientras quienes defendían la secesión rondaban el 20% de los catalanes, como sucedió durante muchos años, era posible la propuesta de Ortega y Gasset, que aconsejaba «la conllevancia» con el nacionalismo. Pero cuando el independentismo, radicalizado por dirigentes oportunistas además de la torpeza del gobierno de Rajoy y las exageraciones judiciales de las que hemos hablado, se acerca a la mitad de los habitantes de Cataluña, esta «conllevancia» se hace imposible. Seguramente las movilizaciones de respuesta a la sentencia disminuirán con el tiempo. Pero será muy difícil gobernar un Estado dentro del cual varios partidos políticos y cerca de la mitad de los habitantes de una de las autonomías más importantes se declara poco menos que en rebeldía y se niega a reconocer las decisiones de los poderes del Estado. Por no hablar del efecto contagio que puede provocar el proceso.
Probablemente ya es tarde. Pero si en su momento se hubiera abierto un proceso de reforma constitucional que convirtiera la confusa legislación autonómica en un Estado federal con competencias claras, acaso se hubiera evitado la situación actual. Seguramente eso no hubiera desalentado a algunos dirigentes obtusos, pero hubiera reducido considerablemente el número de ciudadanos catalanes dispuestos a seguirles. Quizás hayamos perdido esa oportunidad.
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