Poner la atención mediática en el medio rural no acabará con la despoblación si no se cambia el qué, el cómo y quién lo cuenta
Chimamanda Ngozi Adiche decía que para crear una historia única había que mostrar «a un pueblo solo como una cosa, una única cosa, una y otra vez, y al final lo conviertes en eso». Pues al medio rural lo han reducido desde las ciudades a un espacio vacío, bucólico, sin esfuerzo y de desconexión de fin de semana y a sus habitantes los han representado tantas veces como gente sin cultura ni conocimientos, que nos lo hemos creído.
Continúo con Chimamanda Ngozi. «Es imposible hablar de relato único sin hablar de poder». Ella explica que, como en todos los aspectos, ya sea económico, político o social, la manera en la que se cuenta algo, quién lo cuenta, cuándo, dónde y cuántas veces depende del poder y de quienes lo ejercen. «Poder es la capacidad no solo de contar la historia de otra persona, sino de convertirla en la historia definitiva de dicha persona». Bien, parece evidente que el poder está en el mundo urbano y, por tanto, en quienes lo habitan. Ellos son los que escriben sobre el mundo rural y sus habitantes, ellos son los que han decidido hablar de manera errónea de un espacio que les pilla lejos y omitir la voz de quienes lo habitan. Han dejado de lado los relatos de aquellos que lo conocen y lo hacen posible. Y, sobre todo, han dejado de lado los relatos de aquellas que lo conocen y lo hacen posible.
Es muy fácil desposeer a un pueblo contando su historia desde la perspectiva de una élite privilegiada. Si extrapolamos esta desposesión al mundo rural, el resultado es que la historia de poblaciones enteras la contaban los señores que iban a cazar el fin de semana y la cuentan los periodistas o escritores que salen al campo para desconectar o inspirarse en un mundo completamente ajeno a ellos.
Quizá uno de los relatos que más han calado en la sociedad actual es el de la «España vacía». Yo prefiero la expresión que aprendí de la veterinaria de campo y escritora María Sánchez: «la España vaciada». Y es vaciada, en gran parte, por el discurso urbano. Ese discurso que jamás habla del trabajo ni de los proyectos culturales, ecologistas y revolucionarios que se producen en la periferia, pero sí habla de la falta de futuro en esas zonas sin explicar el origen y siempre con un tono melancólico y de resignación.
Me viene a la cabeza el programa de Salvados en el que Jordi Évole visitaba algunos pueblos de España para mostrar que estaban casi vacíos. Sin trabajo. Sin escuelas. Sin consultas médicas. Sin niños. Sin tiendas. Sobreviviendo casi de la caridad de algunas empresas. Sin historias vivas para contar y perpetuando el discurso predominante en los medios de la «España vacía». Tierra de nadie se tituló. Al acabar el programa hasta yo, una chica de un pueblo de 500 habitantes de Murcia, me quedé resignada a que mi pueblo desaparecería. Sentí que nadie querría vivir jamás en un lugar así y que poco a poco la población se marcharía para siempre. ¡Ni Macondo en Cien años de soledad!
Más tarde reflexioné y concluí que el error estaba en el enfoque que una vez más se le había dado a la forma de contar la vida en los pueblos. Sin darse cuenta, mi madre me abrió los ojos. Un día escuché que le contaba a alguien por teléfono que en mi pueblo hay mucha gente joven porque hay trabajo y servicios básicos, porque la vida es más barata que en las ciudades y porque está muy bien conectado con zonas más grandes. Ahí vi la diferencia. En ese momento me di cuenta de que en los medios solo se habla de los pueblos para decir que están vacíos y del campo cuando una tormenta destroza una plantación o la sequía hace estragos. Es una pena, pero, sobre todo, es una injusticia.
Invito a Jordi Évole, y a cualquier otro medio, a que venga a Canara (Murcia) a grabar la vida diaria de sus habitantes. Desde que se levantan hasta que se acuestan. Una jornada laboral en un pueblo de quinientas personas en el que la mayoría de las familias viven de la producción y comercialización de la flor cortada. Los animo a que conozcan la forma de operar de la cooperativa a la que muchos llevan sus flores y que después las envía a países como Portugal, Holanda o, incluso, Rusia. También a mostrar cómo es el cuidado de árboles frutales, el funcionamiento de un colegio rural o cómo hace unos años se abrió una guardería. Los invito a mi pueblo y a cualquier otro, porque hay muchísimos llenos de vida.
Los que somos de pueblo y amamos los pueblos exigimos que cuando se hable de despoblación se explique qué hay detrás. Por qué muchos se van para no volver. Una de las razones de más peso es el abandono por parte de la Administración hacia los entornos rurales. Si se cierran centros de salud (que no digo hospitales), escuelas, si no se acondicionan carreteras para facilitar la circulación y la comunicación con otras zonas más grandes, no se dan alicientes a asociaciones para que vayan a hacer actividades culturales y de ocio con ancianos y niños o no se dan facilidades a personas que desean montar una tienda o una farmacia en un pueblo, la gente se marcha.
Animo a escritoras y escritores que luchan por eliminar desigualdades de clase a que presenten sus libros en pueblos, es una buena forma de luchar contra la desigualdad en el acceso a la cultura entre el mundo rural y el urbano. Invito a asociaciones culturales o de ocio y a compañías de teatro a que adapten su trabajo y a que exijan ayudas y facilidades a las administraciones para llegar a lugares pequeños y con menor población.
La política estatal está tan histérica que no tiene tiempo de pensar que está dejando de lado a esta población que considera de menor prioridad. El olvido y la ignorancia están condenando a los pueblos de nuestro país. Nadie los recuerda ni nadie los representa. Mejor dicho: no se les da altavoz a quienes quieren exigir condiciones dignas a partidos e instituciones, no se les da espacios a quienes quieren quedarse y trabajar en el medio rural y por su conservación.
Muchas personas se consideran feministas, antirracistas, luchan contra la homofobia y la desigualdad de clases, pero no tienen en cuenta la superioridad del mundo urbano y sus habitantes sobre el rural y los suyos. Tampoco tienen en cuenta que el medio rural tiene su propio ritmo. No es justo exigir lo mismo y a la misma vez a la población de los pueblos que a la de las ciudades. Quien exige lo mismo y al mismo tiempo es porque aún no es consciente de la gran desigualdad que hay entre ambos ámbitos en nuestro país a día de hoy. Por supuesto que el campo (y también me refiero a su población) no parte del mismo punto que la ciudad.
Tampoco en los medios de comunicación hay espacio para los pueblos ni para el sector primario, y si lo hay, es para hablar de la despoblación con tono lastimero o de un desastre en la agricultura. ¿Y los políticos? Actúan de la misma forma. No hay tiempo para dedicar a la minoría rural. No hay promesas para aquellos que se dedican a la floricultura o ganadería y se ven afectados por las consecuencias del cambio climático. Lo mismo con pescadores, apicultores y mineros. Gente trabajadora y digna y que no tiene representación porque los responsables de hacerlo jamás han conocido su realidad. Y, lo peor de todo, no creen posible que alguien con esos orígenes, trabajo y dinámicas sociales esté preparado o preparada para representar a la sociedad.
Otro motivo por el que no nos identificamos con los discursos políticos y de grandes medios se debe a que a la gente de campo se la mira por encima del hombro. Aún nos ven escrito en la frente nuestro origen, el adjetivo «cateto» o «inculta» o la necesidad que tenemos de que nos salven. Y no es así. Yo no quiero que ningún señor de ciudad salve a mi madre, a mi padre ni al resto de mi familia de una forma de vida que ellos consideran inferior. Lo que quiero es que se quiten todos los estereotipos sobre el mundo rural. Lo que hacen mis padres con sus cultivos es cultura, aunque a muchos les explote el cerebro al enterarse de esto. Y es cultura porque se ha trasmitido de generación en generación y si alguien que no lo ha hecho nunca trata de hacerlo, mataría toda posibilidad de vida en un pedazo de terreno en apenas unos días. Claro, porque es un inculto en ese sentido.
La población rural existe y tiene necesidades, como el resto. Pido que se le dé altavoz; son quienes deben hablar de sus condiciones de vida, de su trabajo, de su deseo de permanecer en los pueblos y de las necesidades que poco a poco va dejando de cubrir en esos lugares la Administración pública. Son más que capaces de hacerlo. No necesitan a ningún salvador ni que se hable por ellas ni por ellos. ¿En qué momento un periodista o escritor que no ha salido jamás de Madrid o que lleva 20 años trabajando en una oficina, redacción o escribiendo desde un octavo piso se cree con más facultades para hablar del medio rural que sus habitantes?
Tenemos una población rural mucho más diversa, culta y con valores de lo que se cree en las altas esferas. No es una masa homogénea en la que todos los individuos piensan y actúan de la misma manera. Deberíamos eliminar ya esos discursos que etiquetan y perpetúan prejuicios y la subordinación de unas personas a otras. Y lo más importante, deberíamos tratar de interiorizar que el mundo rural y el mundo urbano no se tienen que mirar con recelo, con desconocimiento y como antagonistas, sino que se necesitan mutuamente y se complementan.
Cierro como abrí este texto, con Chimamanda Ngozi: «Las historias importan. Muchas historias importan. Las historias se han utilizado para desposeer y calumniar, pero también pueden usarse para facultar y humanizar. Pueden quebrar la dignidad de un pueblo, pero también pueden restaurarla». Es necesario que quienes habitan los pueblos y trabajan en el campo tengan el altavoz para contar sus propias historias. Es responsabilidad de todos que tengan ese altavoz.