Un futuro esperanzador para las jóvenes y futuras generaciones y la defensa de nuestro patrimonio, material e inmaterial, es incompatible con la turistización
En los años 60 del siglo pasado Andalucía comenzó a especializarse en turismo. Dada la limitación de las exportaciones de productos españoles, la necesidad de divisas del régimen franquista -necesarias para realizar importaciones- se cubría, mal que bien, con las remesas que enviaban nuestros emigrantes desde Alemania, Francia y otros países y por el comienzo del entonces incipiente boom turístico al hilo de las campañas del Spain is diferent. Las vacaciones de muchos trabajadores europeos e incluso la residencia de no pocos ya jubilados empezaron a orientarse hacia la costa mediterránea de la península: mucho sol, alojamiento y vino (peleón) baratos y poca necesidad de conocer idiomas porque la relación con los nativos era sólo en su función de camareros o mujeres de la limpieza. Grandes negocios hicieron los jerifaltes del régimen y las empresas de su entorno con la recalificación de terrenos y la construcción de hoteles y apartamentos, principalmente para extranjeros. Así nació la Costa del Sol y surgieron otros enclaves, siempre a orillas del Mare Nostrum.
Con el inicio del llamado turismo de masas, Andalucía incorporó otra actividad extractiva más a aquellas en que había sido especializada desde antiguo y acentuadamente desde la consolidación del capitalismo en el siglo XIX. Con la misma función de extracción de riqueza hacia otros lugares, en este caso vía turoperadores, cadenas hoteleras y agencias de viajes transnacionales, el turismo fue consolidando su peso en el conjunto de nuestra economía paralelamente al proceso de desindustrialización y a la acentuación del extractivismo agrícola y minero. El «éxito» del turismo, además, originó que frente a la crisis del mundo rural -producida por la mecanización y la llamada «revolución verde», la instauración de la PAC y el control creciente de los inputs y de la distribución por grandes corporaciones transnacionales- se planteara el turismo como única alternativa supuestamente viable.
Ahora vivimos una nueva etapa en este proceso y nos encontramos ante una verdadera turistización no sólo de los municipios donde el turismo es central desde hace décadas sino también, y sobre todo, de las grandes ciudades históricas. Entendiendo por turistización la estrategia económica en la que la actividad turística ocupa la centralidad en detrimento de todas las actividades productivas y mercantiles no conectadas a ella, que pasan a ocupar un lugar subalterno o a desaparecer. Esta estrategia, que ha sido alentada desde la Junta de Andalucía durante los casi cuarenta años de régimen psoísta y a la que se han apuntado la gran mayoría de los ayuntamientos de no importa qué color político, tiene unas consecuencias fuertemente negativas tanto en el plano económico (salvo para muy concretos beneficiarios) como cultural y simbólico. El turismo es una actividad (que no industria) muy vulnerable y frágil, sujeta a muchos condicionamientos no controlables -por lo que es suicida convertirlo en eje de una economía-, sus beneficios se van en gran parte fuera y la gran mayoría de los empleos que genera ni son cualificados, ni son permanentes, ni están bien remunerados sino todo lo contrario. Y crea una cultura de la subalternidad que nos enajena de los mejores valores de nuestra cultura. Porque supone vivir en función de otros y no de nosotros.
Los efectos de la turistización en las épocas no turísticas son tremendas. En muchas poblaciones centradas en el turismo, durante varios meses al año parecería que han sufrido la explosión de una bomba de neutrones: están semivacíos y con gran cantidad de alojamientos y tiendas cerradas, casi sin vida. Pero en Sevilla, Málaga, Granada y otras grandes y medianas ciudades con importante patrimonio histórico y cultural los efectos están siendo aún más graves: conversión de sus zonas monumentales en parques temáticos, expulsión de gran parte de los vecinos por el escandaloso aumento de los alquileres para la conversión de pisos y edificios enteros en apartamentos turísticos, rompimiento del tejido social, cierre de pequeños comercios al faltarles sus clientes, aparición de tiendas y bares franquicias que son enclaves foráneos sin apenas conexión con la tradición local…
Un futuro esperanzador para las jóvenes y futuras generaciones y la defensa de nuestro patrimonio, material e inmaterial, es incompatible con la turistización. Por eso, cada vez más gente se posiciona contra esta; lo que no equivale -como dicen algunos- a turismofobia. No se trata de oponerse al turismo como una fuente económica más, incluso importante, pero siempre que sea eso: una fuente entre otras y no un casi monocultivo económico al que todo lo demás deba subordinarse y que arrase con nuestras formas de vida y nuestros valores culturales.
Isidoro Moreno. Catedrático Emérito de Antropología
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.