Para el amigo, compañero y maestro Alejandro Andreassi, ciencia con conciencia Ivanov se acercó a su mujer, la rodeó con los brazos y permaneció pegado a ella, inmóvil, sintiendo el calor olvidado y familiar de la persona amada… Mientras él estaba allí sentado, toda la familia trajinaba en la sala y en la cocina, preparando […]
Para el amigo, compañero y maestro Alejandro Andreassi, ciencia con conciencia
Ivanov se acercó a su mujer, la rodeó con los brazos y permaneció pegado a ella, inmóvil, sintiendo el calor olvidado y familiar de la persona amada… Mientras él estaba allí sentado, toda la familia trajinaba en la sala y en la cocina, preparando un festín. Ivanov examinó, uno tras otro, todos los objetos: el reloj, el aparador con la vajilla, el termómetro de pared, las sillas, las flores en los alféizares, el fogón de ladrillo. Aquí habían vivido durante mucho tiempo, y aquí lo habían echado de menos. Ahora había vuelto y los miraba, empezaba a conocerlos de nuevo, como si fueran parientes cuyas vidas habían sido tristes y solitarias sin él. Respiró hondo y sintió el olor de la casa, conocido e inalterable: a madera que arde lentamente, al calor del cuerpo de sus hijos, al humo de la chimenea. Este aroma era el mismo de hacía cuatro años, no se había disipado ni cambiado en su ausencia. En ningún otro lugar había sentido Ivanov este olor, aunque en el curso de la guerra había estado en varios países y cientos de hogares; los olores allí habían sido otros, siempre les faltaba esa cualidad especial que tenía el de su casa.
Platónov; «El rio Potudán» (1937)
Días después de la acción en el frente de Ypres, [Fritz] Haber regresó a Berlín para visitar a su familia. El día 1 de mayo, en las dependencias próximas al Instituto celebró una fiesta para sus amigos con motivo de su promoción al rango de capitán, honor sin precedentes para un científico. La misma noche, su esposa, también una científica distinguida y una de las pocas mujeres alemanas con el título de doctor, salió al jardín con el revólver reglamentario de Haber, disparó primero al aire y después contra su pecho. Dos horas más tarde moría en los brazos de su hijo que, con el tiempo, tambien se suicidaría. A lo largo de los años ha persistido la teoría de que la mujer se suicidó en protesta por el papel de Haber como iniciador de la utilización de gases tóxicos en la guerra. Parece cierto que, en los meses anteriores, cuando Haber expuso sus planes, ella se había declarado rotundamente contraria. La misma mañana de la muerte de su esposa, Haber abandonó su hogar y se dirigió al frente oriental para iniciar un ataque con gases contra los rusos.
John Cornwell (2003), Los científicos de Hitler. Ciencia, guerra y el pacto con el diablo
4. Falsa investigación, duro ultimátum, declaración de hostilidades
La investigación del Imperio austriaco fue rápida, apresurada y más que parcial. La responsabilidad de los ciudadanos procedentes de Serbia era indiscutible pero las conclusiones políticas extraídas estaban aceptadas y anunciadas de antemano: el asesinato se había urdido políticamente en Belgrado; las bombas usadas procedían del arsenal serbio; oficiales serbios habían adiestrado militarmente a los conjurados; esos mismos oficiales les habían ayudado a cruzar la frontera. Conclusión: el gobierno serbio, Serbia como nación, como país, era directamente responsable de la muerte del heredero del trono imperial.
Serbia estaba entonces dirigida por una dinastía, la del rey Pedro, que se había enfrentado abiertamente con Austria. Viena, en su momento, había apoyado a otro pretendiente. Por ello, los círculos de la corte serbia eran hostiles al imperio dual.
El gobierno serbio reaccionó con irritación a la campaña austrohúngara. El pánico cundió entre todos los círculos políticos de Belgrado. Una semana antes del atentado los responsables estaban en la capital serbia, habían conseguido allí las armas. No es imposible que algún soplo llegara a los oídos del gobierno. Pero, ¿tenía interés Serbia, que acababa de salir exhausta de las guerras balcánicas, en provocar una crisis de consecuencias imprevisibles? No parece razonable. De hecho, en aquellas semanas, se estaba ultimando un tratado económico con Austria que hubiera resultado beneficioso para Serbia. Nada podía ser tan desastroso como un atentado de esta naturaleza que permitiera arrojar culpabilidades sobre el país y su gobierno.
La atmósfera se agrietó. Se desencadenó una campaña de prensa violenta en diarios serbios y austriacos, con acusaciones ultrajantes e incontroladas. Preludio conocido, previo al agravamiento de graves crisis internacionales. .
Un momento central en el desarrollo de los acontecimientos: 23 de julio, un mes después del atentado, Giesl, el ministro austriaco ante Serbia, el embajador en Belgrado, tiene que entregar un ultimátum al gobierno serbio. No lo llama ultimátum, apunta Canfora, sino «paso que contempla un límite de tiempo». El documento, que conmina a Serbia a cumplir nueve condiciones sin las cuales la crisis es irreversible, debe ser entregado al gobierno. Giesl tiene que entregar el escrito entre las cuatro y las cinco de la tarde. Austria toma una senda que conduce directamente al conflicto armado
Mientras espera, llega un nuevo despacho de Viena. Como el ministro francés de Exteriores está en San Petersburgo intentando renovar la alianza franco-rusa, convenía retrasar la entrega del ultimátum. Se trata de impedir que la reacción serbia llegue inmediatamente a Rusia con el ministro francés en la ciudad. Giesl decide llevar el ultimátum horas después, a las 18 horas. Lo hace así para evitar contactos, ni siquiera in extremis, con Poincaré en San Petersburgo. En razonable opinión del helenista italiano [22]
El ultimátum transmitido a Serbia era un texto… irrecidible, porque los nueve puntos que se planteaban como irrenunciables violaban, en última instancia, la propia soberanía del país destinatario. Entre las condiciones que se ponían, a cual más dura, habia incluso la exigencia humillante de que los austriacos participaran junto con las autoridades serbias en la investigación y la detención de los culpables serbios.
Austria pretendía introducir a sus propios investigadores en otro país, en Serbia, para que procedieran a la detención de los presuntos responsables o culpables de alto nivel. Conviene recuperar el comentario más que oportuno de Canfora:
Este proceder -imponer unas condiciones totalmente inaceptables, porque violan la soberania nacional, al país que se quiere someter- tuvo luego grandes imitaciones en la historia del siglo XX, incluso en épocas muy recientes: entre otros países, Serbia lo tuvo que padecer otra vez, porque parece destinada a sopotar estos tratos agresivos [23].
La actitud del gobierno serbio fue de suma prudencia. El propio pimer ministro Pasic aconsejó a su gobierno la adopción de una actitud lo más transigente posible: no existía margen de maniobra, el país estaba extenuado por las guerra recientes y el silencio de Rusia era clamoroso. Se aceptan en la práctica ocho puntos del ultimátum. El único discutido es la participación austriaca en la investigación interna del gobierno serbio, una condición propuesta, seguramente, para que no pueda ser aceptada.
Pero cuando llega el momento de entregar el texto, incluso antes de que el gobierno serbio se haya expresado, el embajador austriaco ya ha abandonado la sede diplomática. Viaja de regreso al Imperio sin esperar personalmente y en sede diplomática la más que flexible respuesta del gobierno serbio. El conde Berchtold, el ministro de Exteriores, la Madeleine Albright de principios del siglo XX, la persona que más ha querido jugar con fuego, es el exponente de la tendencia fuertemente belicista del dual Imperio austrohúngaro [24].
La tormenta de fuego se aproxima. Tempestadas de acero se vislumbran en el horizonte… a pesar de que «no tenemos datos suficientes para hacer responsable a Serbia y provocar.. una guerra contra ese estado.» Mientras tanto, Guillermo II ha escrito al emperador austriaco. No ha podido acudir personalmente a los funerales del archiduque asesinado. Le da el pésame aunque no se compromete de modo claro y concluyente. Desconoce si Rusia está lista para movilizarse.
El emperador, que ha enviado copia del texto del ultimátum a Alemania, le responde. Ve el futuro muy negro, no sabe si podrán permanecer mucho tiempo como espectadores tranquilos. Lo que más dice preocuparle: el ejercicio de movilización que había planeado Rusia, en su territorio por supuesto, para otoño de 1914, «en el preciso momento en que nosotros licenciamos llamamos a filas». A su juicio, parecía como si Rusia ya estuviera en condiciones y preparando un ataque… mucho antes que se produjera el atentado.
El embajador alemán está convencido de la neutralidad de Inglaterra. Sin dudas, sin fisuras. Bastaba vencer a alianza francorrusa para establecer un sólido dominio germánico en el continente. El sueño de una Europa germanizada se hace presente. Unos planes del Estado Mayor germánico (tomaron el nombre de Schlieffen por el general Alfred Graf von Schlieffen), elaborados en 1905 [25], unos diez años antes, hablaban de una especie de guerra relámpago contra Francia seguida de una lenta movilización del imperio del zar. La llamada larga paz fue más bien una larga preparación para la guerra.
El 28 de julio de 1914, el Imperio austro-húngaro hizo una declaración formal de guerra a Serbia. El gobierno austríaco consideró insatisfactoria la respuesta a su ultimátum. Belgrado es bombardeada.
Confiábamos en Jaurès, apuntó Stefan Zweig, en la Internacional Socialista, «creíamos que los ferroviarios volarían las vías antes de cargar a sus camaradas hacia el frente como animales al matadero, contábamos con que las mujeres se negarían a sacrificar a sus hijos y maridos al dios Moloc, estábamos convencidos de que la fuerza espiritual y moral de Europa triunfaría en el último momento crítico».
No fue así. Su idealismo colectivo, su optimismo condicionado por el progreso les llevó a ignorar, a despreciar el peligro. Los peores nudos del nacionalismo exacerbado, las pulsiones anexionistas de todos los Imperios, hicieron acto de presencia.
5. La responsabilidad alemana
Tras conocer la respuesta serbia al ultimátum austriaco, Guillermo II comentó a sus colaboradores: «Ante semejante transigencia la guerra ya no es indispensable.» Pero, mientras tanto, Austria estaba en situación prebélica, preparando las operaciones contra el país vecino. Canfora comenta sobre ello [26]:
Pero evidenciar esa reacción en caliente de Guillermo II, esa declaración en un ambiente oficial, ante su gobierno, también significa evidenciar que hasta el último momento la disyuntiva entre la guerra y la paz fue completamente aleatoria.
Aquel que sería señalado como el principal artífice del conflicto, el emperador de Alemania, fue al mismo tiempo, y sin contradicción, quien se expresó de un modo posibilista, inútil visto lo sucedido, sobre la reacción serbia al ultimátum.
En el texto de la respuesta, transmitida y copiada al emperador alemán, figura esta anotación de Guillermo II: «con estas palabras ya no hay motivo para la guerra». Giesl, en opinión del emperador, «tenía que haber permanecido tranquilamente en Belgrado». Después de esto, remarca con énfasis, «yo nunca hubiera ordenado la movilización».
¿Hubo o no hubo entonces responsabilidad alemana aunque no fuera en exclusiva? Habiendo aceptado al principio el esquema de una guerra preventiva contra Rusia y Francia, señala Alejandro Andreassi, los dirigentes alemanes de 1914, más o menos influidos por el pangermanismo, asumieron una clara responsabilidad política en el primer conflicto mundial.
La tesis del historiador Fritz Fischer, de la que habla el helenista italiano en el libro indicado, señala el nudo central de la situación desde una perspectiva histórica: el asalto de Alemania al poder mundial en la guerra del 14. La argumentación gira en tono al concepto de una voluntad única denominada «objetivos de guerra», en la que coinciden, por llamarlos de algún modo, anexionistas y moderados. Los objetivos de guerra les unen, unían a todo el grupo dirigente del Reich, desacreditando de este modo una autoabsolución de los propios historiadores alemanes sobre esa problemática que suele fundamentarse en la supuesta moderación del canciller Bethmann-Hollweg -el mismo que violó la neutralidad del Bélgica- y en la sana y casi sagrada unión de todas las fuerzas sociales y espiriturales germanas ante la amenaza oriental, ante el zarismo, ante la barbarie rusa [27]. En Alemania hubo un impulso específico, sin negar por supuesto las características generales del imperialismo a las que aludieron Lenin o Jaurès, un anhelo interesado de guerra que desencadenó el conflicto. En resumen, escribiendo con trazo algo grueso: un comportamiento imperial con finalidades estratégicas.
Tras la declaración de guerra del Imperio austro-húngaro, el zar ordenó, esta vez sí, la movilización de todo el ejército el 30 de julio, 48 horas después, una movilización cuyo primer objetivo estratégico fue la Prusia Oriental. El 31 se sumó Alemania con una declaración de guerra a Rusia.
La en apariencia inexorable secuencia puede formularse así: asesinato del archiduque en Sarajevo; ultimátum austriaco; respuesta (insatisfactoria) serbia; ataque austriaco; movilización militar rusa; declaración de guerra alemana; aplicación acuerdos de la Triple alianza; Alemania declara la guerra a Francia el 2 de agosto: el gobierno alemán da por sentado que Francia intervendría al lado de Rusia y Francia era una fuerte amenaza para su frente occidental. El «moderado» Bethmann-Hollweg tomó la iniciativa en el proceso desencadenado con velocidad del rayo. No sólo eso, abonó finalmente la supuesta «jugada maestra» del alto mando alemán. Con palabras de Canfora:
Para hacer la guerra relámpago contra Francia se violó la neutralidad de Bélgica y Luxemburgo: se ocuparon -atacándolos brutalmente- dos países que en teoría no corrían ningún peligro de guerra, por el hecho mismo de no pertenecer a ningun pacto militar.
Bélgica no tardó en convertirse en la «gran cuestión». El gobierno alemán, con su agresión ilegal, se situó en una posición insostenible después el punto de vista diplomático y ético.
No fue, en absoluto, un paseo militar. Nada de guerra relámpago. El 20 de agosto, no antes, el ejército alemán, y no sin dificultades, como ya antes las tuvieron en Lieja, logró tomar Buselas. La ciudad belga más occidental capituló el 15 de noviembre, tres meses más tarde del inicio de la ocupación. El alto mando alemán no se imaginó en sus planes una campaña tan dura. Alemania fue acusada de librar una guerra de carácter terrorista, una guerra que aniquilaba los bienes más preciados de la Humanidad, bibliotecas universitarias no excluidas. También deportaciones y agresiones contra la población civil.
Llamamientos de grupos de intelectuales, artistas, profesores y científicos a la opinión pública alemana, europea o mundial hubieron muchos en los primeros meses de la contienda. De entre todos ellos, de estos textos enfrentados a propósito de «la guerra de los espíritus» (Canfora), cabe destacar el famoso llamamiento de los 93, un texto donde se plasma abiertamente una cosmovisión filosófica y existencial con resultados atroces en la historia europea, el pangermanismo.
El pangermanismo fue una forma de nacionalismo étnico, fuertemente relacionado con determinadas tendencias (pseudo) darwinianas y falsamente científicas, cuya influencia fue más allá del círculo de sus seguidores explícitos. Sin ser la causa profunda de la guerra, contribuyó a encender fuegos y praderas. Fue el humus cultural de la contienda
No hay que identificar por supuesto, fuera cual fuera su influencia, el pangermanismo, que sólo afectaba directamente a les élites militares, los medios de la industria pesada y algunos miles de seguidores, con el pueblo alemán. Éste, en 1914, no deseaba guerra alguna. Creyó de buena fe estar defendiéndose contra una agresión rusa de la que sus dirigentes habían logrado persuadirlo. De hecho, ni siquiera el canciller del Reich, Bethmann Hollweg, a diferencia de los jefes militares, sabía demasiado bien dónde se metía cuando declaró la guerra. Su famosa frase: «Wir springen in das Schwarze», estamos dando un salto en la oscuridad, así parece indicarlo
En su inmensa mayoría, los pueblos en 1914, no sólo el alemán, deseaban la paz [28]. Las naciones como tales, el nacionalismo es cosa distinta, no están en absoluto en el origen de la Primera Guerra Mundial [29]. Las causas profundas hay que buscarlas en las contradicciones de la «primera mundialización», iniciada a partir de 1860 bajo la égida de Gran Bretaña, y en la cuestión de la hegemonía: el mercado, en efecto, no puede funcionar, tampoco ahora, un siglo después, al margen de lo «político». Y si pensamos en términos de un ámbito mundial, al margen de un hegemón mundial.
Uno de los grandes científicos y filósofos ingleses de todos los tiempos, uno de los grandes pensadores de la historia de la Humanidad, se opondrá con ahínco a esta guerra suicida. Numerosos sectores de la opinión crítica ciudadana apoyaron sus consideraciones incluso en momentos de histeria colectiva.
6. Un gran matemático y lógico pacifista, Premio Nobel de Literatura, apoyó la neutralidad.
Al estallido de la Primera Guerra Mundial, señala Helge Kragh [30], la gran mayoría de los científicos se consideraban miembros de un colectivo supranacional, una república de aprendizaje donde la nacionalidad era mucho menos importante que los verdaderos logros científicos. Las cosas cambiaron muy rápidamente.
Cuando la ideología del supranacionalismo chocó con la realidad de la guerra, sin embargo, quedó casi inmediatamente destruida y fue rápidamente reemplazada con un chovinismo no menos primitivo que el jaleado por otros grupos en las naciones europeas. Antes de final de 1914, había empezado una guerra de propaganda dentro de la real, una guerra combatida sobre el papel por científicos y otros académicos. Los físicos no eran ya simplemente físicos, ahora eran físicos alemanes, físicos franceses, físicos austriacos o físicos británicos.
Pero hubieron excepciones
Un folleto, impreso por la No-Conscription Fellowship,8, Merton House, Salisbury Court, Fleet Street de Londres, fue distribuido a mediados de mayo de 1916 en Londres, un texto intitulado: «Dos años de trabajos forzados por rehusar desobedecer los dictados de la conciencia». Ernest F. Everett era el protagonista de esta historia, de este panfleto crítico.
Maestro en St. Helens, Everett se había opuesto a todas las guerras desde su adolescencia. Apeló como objetor de conciencia ante los tribunales local y de apelación: «ambos lo trataton injustamente e hicieron todo lo posible para recomendar su expulsión de la escuela». Reconocieron su demanda por motivos de conciencia pero sólo hasta el punto de «concederle la posibilidad de servir como no-combatiente». Everett no aceptó.
Pero como el propósito de este servicio es contribuir a la prolongación de la guerra y desocupar a otros hombres para poder enviarlo a las trincheras, para él no fue posible aceptar la decisión de los tribunales.
El 31 de marzo fue arrestado como prófugo. Llevado ante los jueves, fue multado con dos libras y entregado a las autoridades militares. Everett fue llevado bajo escolta a los cuarteles de Warrington donde le obligaron a ponerse el uniforme. El 1 de abril fue trasladado a Abergele e incorporado al Cuerpo de No-combatientes (del Ejército de Tierra).
El objetor de conciencia adoptó una actitud constante de resistencia pasiva frente a las órdenes militares. Cuando se le ordenó formar para realizar ejercicios la mañana del 2 de abril, declaró: «Me niego a obedecer toda orden de cualquier autoridad militar». El teniente del cuerpo le envío al calabozo. Allí pasó la noche. Visitado por el capitán, ordenó su comparecencia ante el oficial de mando. Acusación: desobediencia. El coronel le leyó la sección 9 de la Ley militar y le explicó las graves consecuencias de desobedecer órdenes militares. Everett se mantuvo firme. Fue juzgado en Consejo de Guerra el 10 de abril. Allí declaró:
Estoy dispuesto a realizar teras de importancia nacional que no incluyan el servicio militar, siempre que con ello no deje libre a ningún otro hombre para hacer lo que yo no estoy dispuesto a hacer por mí mismo.
Se le condenó a dos años de trabajos forzados. Everett libraba la vieja batalla por la libertad «y en contra de la persecución religiosa, con el mismo espíritu con que los mártires sufrieron en el pasado».
El panfleto finalizaba del siguiente modo:
¿Se unirá usted a los perseguidores o estará de lado de aquellos que defienden la conciencia y pagan por ello con su deshonra y su dolor físico y moral? Otros cuarenta hombres sufren la persecución por motivos de conciencia del mismo modo que el señor Everett, ¿callará usted ante esta situación?
El autor del folleto publicó una carta en The Times, el 17 de mayo de 1916: «Adsum qui feci» [Aquí estoy, yo lo hice] era el título de la nota.
Señor: La No-Conscription Fellowship imprimió hace poco un folleto en relación con el señor Everett, un objetor de conciencia que fue condenado en consejo de guerra a dos años de trabajos forzados por desobediencia a las autoridades miliares. Otros seis hombres han sido condenados a diversas penas de prisión y trabajos forzados por distribuir los folletos. Deseo que se sepa que el autor de este panfleto soy yo, y que, si alguien ha de ser juzgado, yo soy el primer responsable.
Firmante de la carta: Bertrand Russell [31].
No fue el primer texto publicado en la prensa en aquellos meses por el coautor de los Principia. Dos años antes, el 12 de agosto de 1914, pocos días después de iniciarse al gran y mortífero estallido, el amigo de un Wittgenstein movilizado en las tropas del Imperio dual escribía una carta que fue publicaba el 15 de agosto en The Nation. La abría con las siguientes palabras:
Al contrario de la gran mayoría de mis compatriotas, incluso en el momento actual, en nombre de la humanidad y de la civilización, yo protesto contra nuestra participación en la destrucción de Alemania.
Un mes atrás, señalaba Russell con profundo idealismo, Europa era un acuerdo entre naciones. Si un inglés mataba a un alemán, era condenado. En cambio, en aquellos momentos, si un inglés mataba a un alemán o un alemán a un inglés, era un patriota que había servido a su país.
Aquellos que vieron a las multitudes en Londres durante las noches que precedieron a la declaración de guera, vieron a todo un pueblo, hasta ahora pacífico y humano, precipitarse en pocos días por la empinada ladera de la barbarie primitiva y desatar en un instante, los intentos del odio y la sed de sangre, contra los cuales se alza todo el tejido de nuestra sociedad.
La razón y la compasión eran arrastradas por un gran aluvión de odio, apunta Russell: borrosas abstracciones de perversidad inimaginable, «Alemania para con nosotros y los franceses, Rusia, para los alemanes», ocultaban la realidad de que los enemigos eran seres humanos como los ingleses. Ni mejores ni peores.
Hombres que aman sus hogares; el calor del sol, y todos los simples placeres de la vida común: hombres que ahora están enloquecidos de terror ante la idea de que sus esposas, hermanas e hijas queden expuestos, con nuestra ayuda, a los tiernos cuidados del conquistador cosaco.
Toda esa locura, toda esa ira, toda esa maldita muerte de la civilización, proseguía el gran filósofo analítico, se debía a que un conjunto de caballeros dirigentes, de vidas lujosas, la mayoría estúpidos y todos «sin imaginación ni corazón», habían permitido que esto sucediera antes de sufrir, ni uno solo de ellos, «el más mínimo desaire al orgullo de su país».
Tras los diplomáticos, limitados por formalismos que les impedían hacer o aceptar las pequeñas concesiones que podrían salvar al mundo y que al final se habían apresurado por ciego temor a lanzar sus ejércitos respectivos a la tarea de la mutua carnicería, tras ellos, decía, escasamente visibles en los documentos oficiales.
Se encuentran las vastas fuerzas de la codicia y el odio nacionales: los instintos atávicos, perjudiciales para la humanidad en su nivel actual, pero transmitidos desde nuestros antepasados salvajes y semi-animales, son concentrados y dirigidos por los gobiernos y la prensa, fomentados por las clases altas como distracción de la disconformidad social, alimentados artificialmente por el siniestro influjo de los fabricantes de armamentos y estimulados por una abyecta literatura que exalta la «gloria» y por libros de texto de historia que contaminan las mentes de los niños.
En opinión de un intelectual y científico que habia escrito «el amor a Inglaterra es probablemente el sentimiento más fuerte que poseo», su nación, no menos que otras naciones que participaban en la guerra, era culpable tanto en lo que hacía referencia a las pasiones nacioales como a su diplomacia y sus clases dirigentes. Durante los últimos diez años, bajo la tutela del gobierno y de una parte de la prensa, se había venido cultivando el odio hacia Alemania y el miedo a la Armada alemana. No sugería Russell que Alemania fuera inocente y que acaso sus crímenes fueran mayores que los de los ingleses
Pero sostengo que cualesquiera fuesen las medidas defensivas necesarias, deberían haberse tomado en un ambiente de serena previsión y no en un torbellino de pánico y sospechas, creados deliberadamente, los que han producido el estado de la opinión gracias al cual nuestra participación en la guerra ha sido posible.
Russell concluía señalando que la neutralidad de Bélgica, la integridad de Francia y sus colonias y la defensa naval de las costa norte y oeste de Francia, habían sido meros pretextos bélicos. Si el gobierno alemán, si Alemania hubiese estado de acuerdo con las exigencias inglesas en todos esos puntos, el gobierno inglés no hubiera prometido tampoco su neutralidad. Russell no podía resistirse a la conclusión de que el gobierno inglés habia fracasado en su deber hacia la nación
Al no revelar los antiguos acuerdos con los franceses hasta que, en el último momento, los presentó como fundamento para una cuestión de honor; que ha fracasado en su deber hacia Europa al no declarar su postura desde el principio de la crisis; y que ha fracasado en su deber a la humanidad al no informar a Alemania de las condiciones que asegurarían su no participación en la guerra, la cual, termine como termine, causara sufrimientos indescriptibles y la pérdida de muchos miles de nuestros más valientes y nobles ciudadanos.
G. B. Shaw le escribía poco tiempo después: su tarea, la tarea en la que ambos tenían que empeñarse era que la gente se tomara en serio de la guerra. «La monstruosa trivialidad del maldito asunto y la vulgar frivolidad de lo que tomamos por patriotismo es lo que me saca de quicio».
Voces intelectuales, reflexiones de grandes científicos, que mantenían posiciones muy alejadas irrumpieron entre sus amigos británicos y al otro lado del Canal de la Mancha en una guerra que aunó ciencia y enfrentamiento militar como ningún otro conflicto hasta entonces. Fue en la noche del 22 de abril de 1915 cuando el imperio alemán lanzó el primer ataque mundial con gas tóxico. Con palabras de Diana Preston [32]:
El científico alemán a cargo del programa defendió el uso del gas como un medio para acortar la guerra y así salvar la vida después de condenar inicialmente los ataques como nuevas violaciones por parte de los bárbaros alemanes de las normas de una legislación civilizada. Gran Bretaña, Francia y, poco después, Estados Unidos, tras su incorporación a la guera, no tardaron en hacer lo mismo.
Cuando llegó el armisticio la producción aliada de armas químicas ya era superior, muy superior a la de Alemania. La gran y criminal guerra también será conocida por ello como «la guerra los químicos».
Al final del conflicto, unos 5.500 científicos de todos los bandos, se habían dedicado exclusivamente a la fabricación de armas químicas, y los ataques con gas habían producido un millón de víctimas.
Entre ellas, el soldado de primera clase Adolf Hitler. Cegado temporalmente por una granada de gas británica el 13 de octubre de 1918, continuaba en el hospital un mes después de que Alemania se rindiera.
Esta gran guerra -se anunció iba a acabar con todas las guerras- no fue la última. Tampoco la primera como recordó Brecht años después:
La guerra que vendrá
no es la primera.
Hubo otras guerras.
Al final de la última
hubo vencedores y vencidos.
Entre los vencidos,
el pueblo llano pasaba hambre.
Entre los vencedores
el pueblo llano la pasaba también.
Desgraciadamente, otras aproximaciones muy alejadas estuvieron muy presentes entre la intelectualidad alemana.
Notas:
[23] A finales del siglo XX, la OTAN tomó el papel del Imperio austrohúngaro. Mismo resultado: el bombardeo de Belgrado en ambas ocasiones.
[24] El conde Tisza representa la opción contraria. Trató de influir en el soberano Francisco José. Algunos pasajes de la carta que envio al monarca (tomados de Canfora, 1914, ob cit): «No puedo sumarme al propósito del conde Berchtold de convertir el crimen de Serbia en un pretexto para ajustar cuentas a Serbia… en primer lugar, no tenemos datos suficientes para hacer responsable a Serbia y provocar -a despacho de posibles explicaciones satisfactorias del gobierno serbio- una guerra contra ese estado… En segundo lugar,considero que justo cuando Rumania se ha desvinculado de nosotros y Bulgaria, el único estado con el que podriamos contar yace postrada, es el momento más desfavorable de los últimos tiempos para nuestra política exterior.»
[25] En 1905, con una Rusia debilitada: guerra contra Japón y, digamos, estallido de la revolución en San Petersburgo. El plan contemplaba invadir Francia de forma rápida y decisiva. Para ello, el grueso del ejército alemán debía invadir Bélgica violando su neutralidad: Francia, desprevenida, no esperaría una estocada de esas dimensiones desde ese flanco.
[26] L. Canfora, 1914, ob cit, p. 69
[27] El «argumento» como se recuerda tomará características similares a propósito del bolchevismo durante la II Guerra Mundial.
[28] Stéphane Audoin Rouzeau, en el artículo citado, comenta sobre este punto: «Los historiadores -sobre todo Jean-Jacques Becker en el caso de Francia- le han hecho justicia desde hace mucho a la idea de que los movilizados partieron en medio del entusiasmo. En algunas grandes ciudades hubo manifestaciones de ardor patriótico». En las capitales y en las estaciones, sobre todo, pero, prosigue la historiadora francesa, «se puede uno preguntar si esas manifestaciones no eran ante todo una forma de negar la angustia que oprimía a los soldados en el momento de dejar a los suyos». En lo más hondo de los países afectados «la noticia de la guerra fue acogida con un sentimiento de consternación y también de aceptación, que se transformó progresivamente en resolución. Pero fue raro el entusiasmo. Por un fenómeno de selección o de deformación del recuerdo es cómo las manifestaciones de belicismo exaltado en el momento de la partida, puestas de relieve por la prensa y a veces filmadas, han acabado por invadir la memoria.»
[29] A lgunos ejemplos de todo ello de la Autobiografía (vol II, Edhasa, Barcelona, 1991) de Bertrand Russell: «Los trabajadores de las fábricas de munición, por extraño que parezca, solían ser pacifistas. Mis charlas con ellos en el sur de Gales, de las que los detectives hicieron informes inexactos, indujeron al ministerio de Guerra a cursar una orden para que se impidiera la entrada a todas las zonas prohibidas» (p. 39). «En los barrios pobres, no era algo infrecuente que las caseras, también pobres, permitieran a los alemanes quedarse sin pagar el alquiler, puesto que sabían que para ellos era imposible encontrar trabajo» (p. 19)
[30] Helga Kragh, Generaciones cuánticas, ed cit, pp. 128-129.
[31] B. Russell, Autobiografía, ed cit, pp. 85-87. Transitando por el mismo sendero de pacifismo, racionalidad poliética y libertad real , Romain Rolland Más allá de la contienda, Madrid, Capitan Swing, 2014 ( p rólogo de Stefan Zweig ; t raducción de Carlos Primo .
[32] Diana Preston, Antes de Hiroshima. De Marie Curie a la bomba atómica, Barcelona, Tusquets, 2008 (edición original 2005, traducción de Victoria Ordóñez), pp. 19-20.
Fuente:
SOCIOLOGÍA HISTÓRICA , nº 4 (2014) MONOGRÁFICO «1914-2014. La Gran Guerra y nosotros, cien años después