Leo en la prensa el siguiente titular: «China recurre a un rector para la guerra antipolución». El texto explica que la preocupación de las autoridades del gigante asiático por la contaminación del aire ha alcanzado tal nivel de alarma que el presidente Xi rompe la norma y encomienda el ministerio del medio ambiente a un […]
Leo en la prensa el siguiente titular: «China recurre a un rector para la guerra antipolución». El texto explica que la preocupación de las autoridades del gigante asiático por la contaminación del aire ha alcanzado tal nivel de alarma que el presidente Xi rompe la norma y encomienda el ministerio del medio ambiente a un científico sin experiencia de gobierno. El nuevo ministro se llama Chen Jining, y se trata de un reputado científico considerado uno de las grandes expertos del país en la problemática medioambiental. La presión ciudadana parece haber empujado a este nombramiento tan poco político, alimentada por datos cuanto menos inquietantes: 250.000 muertes anuales prematuras en las ciudades chinas causadas por la polución; un 90% de grandes urbes que no llegan al nivel mínimo de calidad del aire; un 60% de las aguas subterráneas contaminadas…
Al leer la noticia no pude evitar acordarme de la última película de Cristopher Nolan, Interstellar. Es ciencia ficción en el genuino sentido de la expresión, es decir, se trata de una historia imaginada que se sostiene sobre una especulación científica, en este caso, combinación de teoría general de la relatividad y mecánica cuántica, las dos principales teorías que la física desarrolló durante el siglo pasado y que siguen constituyendo los dos pilares del paradigma científico desde el que el ser humano trata de comprender el cosmos en sus dimensiones de lo infinitamente grande y de lo infinitamente pequeño.
Hay que reconocerle el mérito a la película de que, a pesar de basar la lógica de la aventura en la que se embarcan sus personajes en conceptos tan abstractos, logre mantener el interés del espectador que, en su perfil mayoritario, no se halla muy versado en tales sutilezas cosmológicas. Tal interés lo logra el filme -como no podía ser de otra manera- apelando a los sentimientos de quien no entiende de ecuaciones, dimensiones espaciotemporales, agujeros negros y demás jerigonza científica, pero sí del amor de un padre por sus hijos. Ese sentimiento que, como sentencia el protagonista de la historia, consiste esencialmente en el deseo de que tu prole se encuentre a salvo. Nada más básico, nada más intrínseco a la propia vida de quien alcanza la condición de progenitor.
La película nos presenta un futuro en el que la Tierra es un planeta agonizante, incapaz de nutrir a una humanidad que ha esquilmado sus recursos y que tiene que sufrir continuas plagas que ponen en peligro sus escasas cosechas. El hombre tiene que respirar un aire polvoriento que no hará posible la vida humana más allá de la siguiente generación. En tales condiciones nuestro planeta se torna inhóspito y el principal interés de un padre se convierte en temor. De este modo, Cristopher Nolan muestra que lo más central de nuestro mundo personal guarda conexión con ese entorno aparentemente impersonal de la naturaleza, en la que no hay compartimentos estancos, sino un continuo espaciotiempo que va desde el microcosmos subatómico al megacosmos interestelar, y que compromete decisivamente nuestra propia existencia y nuestro ser.
Hace casi treinta y cinco años, un astrofísico norteamericano, Carl Sagan, se convirtió en el más reputado divulgador científico mediante la creación de una serie documental que se ha visto en casi todo el mundo; su título, Cosmos. Su primer capítulo empezaba con la siguiente frase: «el cosmos es todo lo que ha sido, todo lo que es y todo lo que será». Nosotros también, porque nosotros -decía más adelante- «estamos hechos de polvo de estrellas». ¿Somos conscientes de ello? Enredados en nuestros mundos, cada cual en el suyo, cuyo centro lo ocupa el ombligo propio, perdemos la perspectiva cósmica, la que es obligado adoptar para ponderar el valor de las cosas, la que realmente tiñe de inteligencia ese sentimiento elemental de protección hacia sus hijos que impregna la vida de unos padres.
Como en la película, hoy en día nosotros y nuestros hijos respiramos aire de peor calidad en nuestras ciudades conforme pasan los años. No es ficción. Es ciencia. Es una realidad objetiva, como lo demuestra la reciente noticia referida a China: el clima de nuestro planeta cambia, y nuestra actividad, la misma que poluciona el aire de nuestras ciudades, tiene mucho que ver en ello. Su efecto dañino ya se puede comprobar, incluso medir dramáticamente: 27.000 muertes prematuras al año en España según el último informe de la Agencia Europea del Medio Ambiente (ya se ve que no es cosa que afecte sólo al lejano oriente). Pero diríase que nosotros, inconscientemente instalados en nuestro obligocentrismo, rechazamos pensar en ello. Y me refiero a que ni en la cultura ni en la política de este país nuestro importa demasiado imponer hábitos de vida que restrinjan aquellas pautas de conducta que sólo se justifican por una mirada miope que no ve lo mucho que dependemos de la naturaleza, del aire , del agua, del clima. ¿Tendremos que vernos como los chinos?
Hay países, no obstante, en los que la cultura ciudadana ya ha incorporado esa consciencia ecológica. Sin duda es caso modélico en nuestro entorno europeo el de Dinamarca, donde el medio de transporte más usado por todos los urbanitas de Copenhague es la bicicleta, muy por encima del coche. Aquí, por el contrario, los que usamos bicicleta para movernos por nuestras ciudades parece que tenemos que pedir disculpas por hacerlo; por molestar a los peatones, irritados por que nos vemos obligados a subir a las aceras para que no nos atropellen los automóviles, por ralentizar la marcha de éstos cuando circulamos por la calzada, ya que apenas si existen carriles bici, por aparcar nuestras bicis en mobiliario público o en portales, ya que tampoco hay lugares reservados para ello.
En Interstellar se nos dice que la salvación de nuestros hijos está en las estrellas. Yo la veo de forma menos grandilocuente en una modesta imagen: Carl Sagan montando en bicicleta.
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