Imagino que este artículo les parecerá errejonista a mis amigos pablistas y pablista a mis amigos errejonistas; y que a mis amigos de IU les parecerá, en cualquier caso, podemita. Ojalá esto no les impida a todos ellos leerlo hasta el final. La idea, a mis ojos, es muy sencilla. En las palabras cabe mucha […]
Imagino que este artículo les parecerá errejonista a mis amigos pablistas y pablista a mis amigos errejonistas; y que a mis amigos de IU les parecerá, en cualquier caso, podemita. Ojalá esto no les impida a todos ellos leerlo hasta el final.
La idea, a mis ojos, es muy sencilla. En las palabras cabe mucha más gente que en una casa. En la palabra «casa», de hecho, cabe todo el mundo; aunque cada uno puede imaginar una casa distinta (y no necesariamente la «europea», con su tejado a dos aguas, que se ha impuesto incluso como icono informático) se trata de un significante «universal» en el que caben los chinos y los españoles por igual. También los pobres y los ricos. Ahora bien, en un mundo en el que los conflictos «territoriales» fungen como disputas políticas a través de discursos complejos -y sus metástasis- podemos decir que el que logra quedarse con la palabra «casa» se queda también con las casas, de manera que puede ocurrir, como de hecho ocurre, que -finalmente y de facto- a muchas personas de la casa sólo les quede la palabra, como habitáculo lingüístico, mientras unos pocos acumulan decenas de casas que, dotados como están de un solo cuerpo, no pueden habitar.
También en la palabra «democracia» cabe mucha más gente que en el Parlamento. En ella cabe, es verdad, menos gente que en la palabra «casa» y ello como consecuencia de la erosión que ha sufrido el concepto a manos de intereses concretos -los de los que se quedan finalmente con las casas-; pero lo cierto es que en España la «democracia», como aseguraba el otro día Pablo Iglesias en la facultad de Filosofía, es aún un significante lo suficientemente «vacío» -es decir, lleno de sí mismo- como para que designe una práctica y un proyecto al tiempo que un objeto de disputa verbal. Como en el caso de la «casa», ocurre que de la conquista de la palabra «democracia» dependerá la conquista del Parlamento, desde donde es imperativo defender su práctica e impedir que los que se quedan con las casas nos roben también de un solo golpe el hueso y la palabra. El lenguaje no es un ropaje, ni un velo ni un guante, ni siquiera un escote -a través del cual se vería, deseable e inalcanzable, la realidad-. Es un campo de batalla, como lo demuestra el hecho de que entre las ruinas humeantes yacen cuerpos humanos, pero también palabras muertas. La palabra «casa» es difícil de asesinar; la palabra «democracia» es más vulnerable, como lo evidencia, por su parte, el ascenso en Europa de partidos de ultraderecha que la cuestionan o desprecian sin complejos. Otras son cadáveres desde hace mucho tiempo: pensemos, por ejemplo, en «virginidad» o en «pureza de sangre» o en «dictadura del proletariado», significantes que en Europa han perdido toda su capacidad comun-icadora.
Para evitar que un parlamento-régimen destruya el significante «democracia» abriendo paso a la ultraderecha, es necesario conquistar el parlamento; pero para conquistar el parlamento es necesario apropiarse el significante «democracia». Parafraseando a Marx, podemos decir que la cultura dominante es la cultura de los intereses dominantes, que no son los generales; pero para que los intereses generales lleguen a ser los dominantes es necesario operar sobre la cultura dominante, en la que se reconocen también las mayorías sociales y donde los destropopulismos, al calor de la crisis, están ganando terreno. No hay un acceso directo a los «intereses de clase»; cada vez que la izquierda ha creído encontrar uno, mediante una vanguardia esclarecida y una revolución violenta, el resultado no ha sido el establecimiento transparente del «interés general» sino la reactivación de espesores indentitarios que ha habido luego que reprimir mediante una «dictadura» crecientemente opresiva. Ya se lo advirtió el reaccionario Joseph de Maistre a los revolucionarios franceses de 1789 y ya se lo advirtió el comunista Sultán Galiev (y a veces el propio Lenin) a los revolucionarios rusos de 1917. Como el enfrentamiento es real, es necesario tener también las palabras -es decir, la gente- de nuestra parte. O mejor dicho: de la suya propia.
La lucha es entre palabras en el sentido de que no es lo mismo que se imponga «democracia» o «raza». Pero la lucha es en realidad por las palabras comunes: antes de vencer es necesario entrar -es la primera batalla- en el campo de batalla. Hay que luchar para que te dejen luchar. El acceso al cuadrilátero depende de la contraseña o mot de passe. Allí hay significantes vacíos (casa o democracia) y significantes muertos: uno de ellos es, a mi juicio, «izquierda», donde cabe tan poca gente ya como en una caja de cerillas; o donde cabe mucha menos gente que en un programa realmente «republicano» y de izquierdas. La culpa no la tiene la palabra y certificar su defunción no implica ninguna clase de traición. Al contrario. Históricamente el término «izquierda» tiene mucho menos tiempo de vida que las luchas que de manera coyuntural ha nombrado. Espartaco no fue «de izquierdas»; tampoco Müntzer; ni siquiera Robespierre; y para Lenin la palabra sonaba más bien peyorativa. Empeñarse en seguir luchando por la palabra «izquierda» es incurrir en ese error gravísimo que a menudo se atribuye injustamente a Errejón: el de olvidar que la lucha por las palabras no es una lucha entre palabras sino una lucha entre hablantes. Los hablantes tienen cuerpo; están sumergidos hasta la cintura en el cuerpo: cuerpos mejor o peor alimentados, mejor o peor vestidos, con trabajo o sin él, con casa o sin casa. El lenguaje, campo de batalla, sirve para que se enfrenten los hablantes concretos: los que, por ejemplo, no tienen casa y quieren una y los que quieren especular con ellas. Del otro lado de las palabras no hay una «esencia» sino un combate, una lucha de clases, si se quiere, entre propietarios de una sola casa (o de ninguna) y propietarios de condiciones de vida (incluidas millones de casas sin habitar). Durante décadas el PSOE y el PP construyeron un relato «nacional» en el que la palabra «casa» evocaba la multiplicación de los ladrillos, el acceso barato a una segunda vivienda, la rentable marca España conquistando corazones por todo el mundo. Por eso mismo, cuando la crisis dejó a miles de españoles sin vivienda, el término «casa» se había interiorizado como una riqueza y no como un derecho y por eso los damnificados pasaron a auto-infligirse la palabra «desahucio», con sus connotaciones cancerosas, al modo de una culpa individual. Había que repolitizar la «casa» y eso es lo que hizo la PAH, desculpabilizando a las víctimas de los bancos y conectando su desgracia personal con decisiones políticas y luchas corporales colectivas. Esa es la lucha para la que necesitamos un campo de batalla lingüístico. Y un mot de passe. La palabra «izquierda» nos deja, me temo, sin campo de batalla. Nos deja al margen del cuadrilátero, dentro de una palabra de muy poco metros cuadrados, para mí muy bella y luminosa, pero en la que no cabe ninguna pelea real.
Hay significantes vivos y significantes muertos. Hay que conquistar los significantes vivos para dignificar la vida de sus hablantes. En esta situación de «empate catastrófico», tras tres meses de inútil agonía, unas nuevas elecciones sólo evitarán un interminable día de la marmota o un gobierno de Gran Coalición si Podemos, fuerza mayoritaria del cambio, asienta y amplía confluencias multiplicadoras que atraigan a los que faltan sin soltar a los que ya están. La primera confluencia que hay que conservar y reforzar es la interna de Pablo Iglesias e Íñigo Errejón, cada uno de los cuales agrega a sectores diferentes de esa potencial mayoría social en construcción y cuya coordinación y entendimiento en campaña son imprescindibles. Luego hay que renovar los pactos con En Marea, Compromis y En Comú Podem, que se han revelado flexibles catalizadores de apoyo popular. Pero eso no basta. La situación ya no es la misma y lo que parecía imposible o prescindible el 20D hoy es una necesidad irrenunciable. Me refiero a una confluencia entre Podemos e Izquierda Unida. Ahora bien, no se trata de «celebrar» por fin la unidad de la izquierda décadas postergada, como si eso en sí mismo implicase algún tipo de triunfo. Podemos e IU son proyectos muy diferentes que quizás más adelante puedan articularse en común, pero que hoy, por razones que tienen que ver al mismo tiempo con la historia de España y con la biografía de ambas formaciones, sólo pueden yuxtaponerse, conservando su independencia, para un fin concreto. Ese fin, al alcance de la mano, es hacerse con el gobierno el 26J para frenar la revolución negativa rampante en toda Europa, impedir nuevos recortes, devolver algunos derechos confiscados y mantener abierta la confrontación ampliando el apoyo social necesario para ganarla en el futuro
En definitiva: de nuevo se trata -desesperadamente- de ganar. Se nos proporciona una segunda oportunidad y sería un crimen desperdiciarla. Pero se trata de ganar, no de unirse. O de unirse para ganar. El objetivo no es meter a todas las izquierdas en una habitación pequeña para convertirla en el camarote de los hermanos Marx; el objetivo es tirar la casa por la ventana. Eso quiere decir inventar una confluencia que construya un hogar provisional (aunque no tenga tejado a dos aguas y esté hecha de paja y no de ladrillos) donde quepa casi todo el mundo (salvo, claro, los que se quieren quedar con todas las casas). Un campo de refugiados, si se quiere, para millones de fugitivos de la crisis, sus recortes, sus mentiras y sus abusos. De nada sirve confluir para sacar 70 diputados; hay que sacar 90 o 100 a fin de garantizar el sorpasso y con él un gobierno de cambio o, para ser más modestos y más certeros, de «resistencia» (el «cambio», como la «virginidad», empieza a heder un poco). Ello implica que Podemos acepte la independencia de IU y renuncie a fagocitar sus energías. Pero ello implica asimismo que IU entienda que el «cálculo electoral» -la multiplicación de los votos- debe primar sobre cualquier criterio identitario y, desde luego, sobre la defensa de una palabra y una sigla que deja fuera a muchos hablantes «republicanos» y reduce el campo de batalla común. Ese «cálculo electoral», si quiere ser realmente ganador, debe conservar a los que están y buscar a los que faltan, lo que obliga, por un lado, a evitar la «sopa de siglas» y, por otro, a afinar repartos territoriales diferenciados que, ajustándose a la injusta ley electoral, refuercen las opciones ganadoras en cada lista. Es verdad que el electorado es tan volátil, las encuestas tan engañosas y las interferencias particulares tan prismáticas que caben mil conjeturas y mil matices sobre cuál es esta «fórmula multiplicadora», pero ya habríamos adelantado mucho si las dos partes, contra las presiones internas y externas, centraran las negociaciones en buscar una, entendiendo que la multiplicación beneficia tanto a las partes como, mucho más importante, a casi todas las Españas y casi todas sus gentes. Me consta que esta vez hay conciencia de lo que está en juego y buena disposición en uno y otro lado. No se puede ya concebir un futuro gobierno de resistencia, freno de la revolución negra europea, sin Podemos y sus confluencias «periféricas», pero tampoco sin la IU de Alberto Garzón, cuya inteligencia, carisma y compromiso «republicano» no deberían quedar encerrados en un 4% (ni en un 7%) del electorado. No habrá una tercera oportunidad.
Santiago Alba Rico es filósofo y columnista.
Fuente: http://www.cuartopoder.es/tribuna/2016/04/27/confluencias-cielo-abierto/8511