I ¡Pero qué fácil es tener razón! Esto es lo que le viene a uno a la cabeza tras la lectura del artículo Populismo bueno de Javier Cercas. Es un fenómeno habitual en lo que podría llamarse el «entorno PRISA» que, por más que cambie de propietarios y de jefes, continúa siempre en la misma […]
¡Pero qué fácil es tener razón! Esto es lo que le viene a uno a la cabeza tras la lectura del artículo Populismo bueno de Javier Cercas. Es un fenómeno habitual en lo que podría llamarse el «entorno PRISA» que, por más que cambie de propietarios y de jefes, continúa siempre en la misma línea desde los tiempos de Felipe González: poniendo siempre el dedo en la llaga, exhibiendo una madura ecuanimidad progresista cargada de razón. Estos intelectuales se informan de lo que es el populismo leyendo El País y luego lo refutan. Es inevitable recordar lo que decía Chesterton en un famoso texto: es muy mala idea identificar la locura con la pérdida de la razón, porque el loco, precisamente, es más bien quien lo ha perdido todo, excepto, precisamente, la razón. Los locos no razonan nada mal. Hay ciertos delirios psicóticos que construyen razonamientos intachables y minuciosos, verdaderas catedrales metafísicas invulnerables a cualquier objeción. A eso se le llama, psiquiátricamente, paranoia. El loco no ha perdido la razón, ha perdido el juicio.
La diferencia entre razón y juicio hizo a Kant escribir una nueva e inesperada crítica, la Crítica de la facultad de juzgar, para sustentar el negocio racional diseccionado en la Crítica de la razón pura y la Crítica de la razón práctica. Una cosa es saber razonar -y un loco sabe razonar- y otra cosa es saber juzgar. Pongamos un ejemplo: una cosa es razonar que robar está mal, porque nadie tiene derecho a apropiarse de lo que no es suyo, y otra es juzgar si, por ejemplo, Robin Hood es un ladrón o es, más bien, el precursor del sistema de impuestos progresivos para las rentas más altas. O si Blesa o Rodrigo Rato son más bien ladrones descomunales o, sencillamente, banqueros. O si, en realidad, un banquero es un ladrón por el mero hecho de serlo, un usurero que la Iglesia condenó en otros tiempos, o es más bien un sujeto que cumple una función social imprescindible. De la pretensión de meter en el mismo saco lingüístico, bajo el término «ladrón», al yonqui que roba un yogur en un supermercado y al banquero que blanquea dinero en un paraíso fiscal es algo de lo que no puede dar cuenta la razón, sino el juicio. Se puede razonar que molestar a los vecinos con la música alta está muy mal, pero la cosa cambia si juzgamos que unos lo hacen en nochevieja y otros los domingos por la noche cuando al día siguiente hay que ir a trabajar. En un caso se está «celebrando una fiesta», en otro caso se está «cometiendo un delito». Pero entonces hay que saber «identificar los casos», y para eso, la razón es una facultad muy insuficiente.
Pondré, otro ejemplo: hace ya años Jose Luis Pardo defendió la coherencia entre dos editoriales de El País que se referían al Che Guevara en un caso como un «idealista coherente» y en otro caso como un «caudillo asesino». No había aquí cambio de opinión alguno, pues se puede demostrar que ser un idealista coherente es lo mismo que ser un caudillo asesino. El razonamiento era intachable y muy brillante, aunque el problema era que, al final, valía lo mismo para identificar a un caudillo asesino como Jesucristo que a un idealista coherente como Hitler. A veces, a la hora de juzgar si «esto es o no un gato, aunque parezca un perro», la razón no ayuda lo suficiente. Hay que tener, como suele decirse, un poco de «juicio».
Los intelectuales del tipo de Javier Cercas razonan bien, pero su facultad de juzgar está podrida. No están equivocados, están locos. Quizás no clínicamente hablando. Se trata, más bien, de una forma de locura abyecta política y moral, pues su responsabilidad como intelectuales es inmensa y su delirio a la hora de juzgar hace el juego a las potencias económicas, políticas y mediáticas más salvajes del neoliberalismo y del bipartidismo que le es tan funcional.
Javier Cercas, Antonio Elorza, Félix de Azúa, Fernando Savater, Félix Ovejero o Jose Luis Pardo siempre recurren al mismo argumento contra el supuesto «populismo» de Podemos. Hay que hablar de ciudadanos no de pueblos. El populismo es (siempre) malo -en palabras de Cercas- «porque apela al pueblo, que es una abstracción de trilero, y no a los ciudadanos, que son realidades tangibles, sujetos de derechos y deberes, hombres y mujeres responsables de su destino». Es una idea genial y hay que responder que, en efecto, tienen mucha razón y que qué más podría pedirse. Pero el asunto del «populismo» reivindicado por Podemos es un poco más complicado de lo que se puede deducir leyendo estos artículos y los editoriales de El País.
¿Por qué, desde Podemos, hemos empezado a reivindicar una cosa tal como el «populismo»? La cosa parte, sí, como suele decirse, del 15M, cuando una gran parte de población (a los que se presupondrá, espero, la «ciudadanía») se reunió en las plazas de este país para caer en la cuenta de un verdadero descubrimiento político: «no somos antisistema, el sistema es antinosotros». Esto supuso un verdadero viraje en el pensamiento de izquierdas, un viraje que podríamos calificar de «muy conservador». La ciudadanía -incluso los muy jóvenes de Juventud sin Futuro- cayeron en la cuenta de que vivían en un sistema que les había sustraído derechos muy elementales: el derecho a una vivienda, a tener una familia estable, a tener hijos, a tener una pensión, a protegerse con un derecho laboral, a una sanidad y una escuela pública dignas, etc. Era, como he dicho tantas veces, una especie de «antimayo del 68», cuando la gente pedía lo imposible, bajo el lema de «la imaginación al poder». Ahora era más bien al revés, y la cosa se hacía, podríamos decir, a lo Gunther Anders: si había que llevar la imaginación al poder no es por lo que esta facultad tenía de desbordante y utópica, sino por todo lo contrario. La imaginación es una facultad finita, que nos recuerda constantemente nuestra escuálida finitud. Es imposible imaginar, por ejemplo,la cadena causal que liga el movil con el que llamamos a mamá los domingos, con una guerra en el Congo en la que han muerto diez millones de personas, causada por la minería del coltán. Nadie puede imaginar que lleva tantos cadáveres en el bolsillo. La complejidad de este mundo es ya, desde hace mucho, demasiado grande para nuestra torpe imaginación. Por eso, cada vez más, es imposible distinguir las noticias de los fakes y las bromas de los periódicos satíricos.
Ocurrió entonces algo muy importante para nuestro destino político. La imaginación, tan reivindicada por la izquierda, lejos de sobrepasar todas las barreras, conectaba de forma imprevista con el sentido común. La izquierda se encontraba así frente a un experimento insólito. De pronto, se perfilaba, sí, un «ellos» y un «nosotros», pero, por primera vez en la historia de los movimientos anticapitalistas, de una forma invertida. Ahora resultaba que «ellos» eran los revolucionarios antisistema, los partidarios del salvajismo neoliberal que está socavando todas las instituciones democráticas de nuestro orden constitucional. Y «nosotros», los que antaño éramos los anarcoides antisistema, nos convertíamos en los guardianes del orden constitucional, en los defensores de esa consistencia política a la que hacemos bien en llamar, como Javier Cercas y compañía, «ciudadanía».
¿Javier Cercas o Jose Luis Pardo han escuchado muchos discursos de Pablo Iglesias o de Ada Colau reivindicando las ancestrales y oscuras densidades de un pueblo imaginario? Yo no. Más bien, habría que decir que, mucho antes que con Ernesto Laclau o Chantal Mouffe (que luego veremos a cuento de qué vienen, en la segunda parte de este artículo), lo que define al discurso habitual de Podemos es lo que Habermas llamó «patriotismo constitucional». Pensemos, por ejemplo, en el discurso con el que Pablo Iglesias no ha parado de machacar en todo momento, la reivindicación de la palabra «patria». Defender la patria no es llevar una banderita española en la correa de tu perro, es no evadir impuestos. Defender la patria es defender la escuela pública, la sanidad pública. Defender la patria es defender un sistema fiscal que funcione sin paraísos fiscales, sin franjas de impunidad legal para el dinero. Defender la patria es defender el derecho laboral de este país, para que la ciudadanía -sí, la «ciudadanía»- no tenga que emigrar lejos de su país para buscarse la vida con todos sus títulos universitarios en la maleta. Defender la patria es defender la división de poderes, la autonomía del poder legislativo, en lugar de vender el parlamento nacional a los dictados del Eurogrupo. Defender la patria es defender a nuestros abuelos, sí, pero para no matarles de hambre, para defender el sistema de pensiones y no porque sean el receptáculo de una atávica sabiduría ancestral que nos conecta con el «pueblo» (no sé si esto es lo que piensan que pensamos Javier Cercas y compañía). Hay aquí un largo etcétera acorde con el patriotismo constitucional. Esto es Habermas, no Laclau. Y esto representa el 99% de las reivindicaciones de Podemos. Lo de Laclau y el populismo tiene mucho sentido, como vamos a ver, pero no tiene ninguno si no se empieza por aquí. Y si se critica el populismo de Podemos sin tener en cuenta que el punto de partida es puro «patriotismo constitucional» se podrá tener, desde luego, mucha razón, pero en el interior de un delirio paranoico (por otra parte muy bien recompensado mediáticamente).
La razón siempre defiende el patriotismo constitucional, lo mismo en los discursos de Podemos que en los editoriales de El País. Lo que pasa es que luego hay que identificar cuánto de patria y de constitución hay en la cruda realidad y esto es una cuestión de juicio, no de razón. Algunos contemplan el panorama europeo y ven mucho patriotismo constitucional, otros vemos ahí mucha dictadura de los poderes financieros y un patriotismo constitucional herido de gravedad y amenazado por una más que probable reacción populista de derechas cercana al fascismo. Lo sorprendente son los efectos paradójicos de esta discrepancia. A los que defendemos que haya más patriotismo constitucional y menos dictadura, se nos llama populistas. Y los que, desde sus imperios mediáticos, se alinean con la dictadura económica y el terrorismo financiero (llegando a aplaudir, como Savater, golpes de Estado financieros como el que no ha dejado de perpetrarse en Grecia), se reservan para sí la etiqueta de patriotas constitucionales. En su delirio paranoico, basta, por lo visto con defender el patriotismo constitucional para que de verdad lo haya. Es gente que, como dios, crea el mundo con sus palabras.
II
El «patriotismo constitucional» de Podemos es lo que verdaderamente ha desconcertado al mundo político de este país, es lo que en verdad ha cambiado, como suele decirse, «la centralidad del tablero» y lo que ha hecho tambalearse al bipartidismo (que gracias, entre otras muchas cosas, a gente como Javier Cercas y compañía no ha terminado de derrumbarse). El desconcierto ha sido que Podemos irrumpiera en la escena pública diciendo algo así como «no defendemos lo imposible ni ninguna ocurrencia parecida» (de las que normalmente ellos fueron fervientes entusiastas en otros tiempos en los que siempre «corrían delante de los grises»): «defendemos lo que tú defiendes, defendemos que esto sea de verdad lo que tú dices que es», una «patria constitucional», un «estado social de derecho».
Defendemos un sistema parlamentario que sea de verdad un poder legislativo y no una dictadura económica recubierta de impotencia parlamentaria, que es lo que en realidad tenemos (más aún desde que se firmó el artículo 135). Defendemos una libertad de prensa que lo sea de verdad y no esta dictadura mediática en la que un puñado de oligopolios ejerce una implacable censura despidiendo o no contratando jamás a los periodistas que podrían llevarles la contraria. Defendemos la división de poderes, pero muy conscientes de que el poder económico es un poder salvaje que no está en absoluto dividido, ni sometido a la ley, ni, en suma, civilizado. Defendemos que haya un ejército de inspectores fiscales, de peritos contables que asistan al poder judicial que se ocupa de los delitos económicos. Defendemos que haya una buena policía, que se encargue cada vez más eficazmente de meter en la cárcel a esos enemigos de la patria constitucional a los que hemos llamado, a veces, la «casta» y otras veces la «mafia». En suma, como se verá, todo un programa ‘habermasiano’ de lo más normalito y moderado.
Y entonces, se dirá, ¿por qué el famoso «populismo»? ¿Por qué Laclau? Eso viene después. Hay que tener un poco de paciencia, señores. De hecho, antes habría que hablar todavía de otra cosa. Habría que preguntar aún, ¿y por qué Marx?
Eso del patriotismo constitucional y la apelación a la ciudadanía encierra el único proyecto político que es irrenunciable para la humanidad y fue muy bien teorizado por los filósofos de la Ilustración (como no me he cansado de repetir en mis últimas publicaciones). Pero, utilizando la expresión de Jorge Alemán, hay que decir que al pensamiento de la Ilustración le esperaban dos buenos jarros de agua fría, dos grandes «malas noticias». Una la trajo Marx y la otra Freud.
Marx demostró por qué el aparato institucional republicano pensado por la Ilustración funcionaba muy mal bajo condiciones capitalistas, es decir, bajo unas condiciones en las que, al tiempo que se dividía el poder político, el poder económico permanecía en estado salvaje y sin civilizar. En nuestros días, en los que el terrorismo financiero cambia de opinión en milésimas de segundo, chantajeando toda posible actividad parlamentaria e hipotecando caprichosamente la vida de la ciudadanía, la cosa es infinitamente más grave que aquella de la que se quejaba Marx. El parlamentarismo, sí, bajo determinadas condiciones económicas, se convierte en la coartada de un capitalismo de casino. Es verdad que buena parte del pensamiento marxista se equivocó radicalmente al arremeter entonces contra el parlamentarismo, en lugar de contra las condiciones económicas que lo subyugaban. Pero no se puede decir que ese haya sido precisamente el error de Podemos, que ha apostado sin reparos por la vía parlamentaria e institucional. Lo malo es el poder financiero que convierte el parlamentarismo en una estafa grotesca, no el parlamentarismo. Los que no lo ven así, es que no quieren ver. Combaten un fantasma en su imaginación y se regodean de lo fácil que es tener razón contra él. Por eso no se puede decir que estén equivocados, sino que deliran. Otra cosa es que su delirio sea, ciertamente, criminal e irresponsable, porque, cerrándoles las puertas al patriotismo constitucional de Podemos se las están abriendo de par en par, precisamente, a eso que ellos pretenden combatir: el populismo de derechas que, tarde o temprano y con su encomiable colaboración, se apoderará de Europa.
¿Por qué, entonces, en Podemos nos hemos puesto a leer a Laclau y nos hemos llegado a definir como «populistas»? En primer lugar, porque no queremos colaborar con esa estafa -tan habitual en gente como Javier Cercas- de defender el concepto de ciudadanía entre las nebulosas de un delirio. Sabemos muy bien que el destino de la «ciudadanía» -que es lo que defendemos como cualquier otro bien nacido- está condenado mientras no se afronte el reto de legislar sobre los poderes económicos. Si no queremos que la economía llene este mundo de cárceles y campos de refugiados (que también, sí, son «ciudadanos»), tenemos que encarcelar legislativamente a la economía. Pero son estos objetivos políticos -que intentan poner freno a la dictadura neoliberal- los que suelen mirarse por encima del hombro como «populistas». Los que así hablan deberían pensar un poco, de una vez por todas, de qué lado están. Ellos dicen que de la «ciudadanía» y de los derechos y libertades. Pero eso es lo mismo que decimos nosotros. Y como precisamente vemos a la ciudadanía postrada frente a unos poderes económicos que deciden políticamente al margen de cualquier deliberación pública y parlamentaria, en las puertas cerradas de un nuevo feudalismo, además de defender abstractamente la «ciudadanía» lo que hacemos es poner manos a la obra contra este sobrevenido Antiguo Régimen que nos ha caído encima.
En segundo lugar, y ahora sí que es el momento de reivindicar a Ernesto Laclau y el asunto ese del «populismo», porque somos muy conscientes de la otra «mala noticia» de la que hemos hablado. El giro hacia el «sentido común» y la «política conservadora» de la que hablábamos en la primera parte de este artículo, ha cambiado la correlación de fuerzas. Ahora los radicales antisistema son «ellos», los defensores de esta salvaje revolución neoliberal (sean quienes sean, Javier Cercas sabrá si esto va por él o no). Nosotros, en cambio, los que abominamos de esta barbarie revolucionaria en nuestra vida cotidiana, somos muy conservadores y sensatos, tanto que podemos reivindicar, como hemos dicho, el patriotismo constitucional por el que nos identificamos con una escuela o una sanidad pública, con unos derechos laborales, con un parlamento o unos tribunales de justicia. Ahora bien, eso del «sentido común» no es algo que se sirve a la carta. Es un tejido muy abigarrado y tozudo, atravesado por prejuicios, tópicos y mentiras mediáticas. Althusser lo llamó el «macizo ideológico». Y cuando hay que moverse en ese terreno conviene consultar a algunos expertos. Uno de ellos, que trajo, en efecto, muy malas noticias, fue Freud. Otro es el famoso Ernesto Laclau. La pregunta ¿cómo piensa el pueblo?, no es el hilo conductor de ningún programa político. Es una pregunta realista que no se puede responder desde las atalayas mediáticas en las que se mueve gente como Javier Cercas. El mundo político no está tejido de argumentos y contrargumentos, no está trenzado con razones, sino con algo de naturaleza muy distinta, algo semejante a lo que en psicología se llama «síntomas». No vale de nada argumentar con un tímido hasta convencerle de que es científicamente imposible que se le trague la tierra si se arranca a cantar por bulerías. Los síntomas no se transforman con razonamientos. Por poner un ejemplo menos «psicológico»: no es «diciendo la verdad» en tu muro de Facebook o en el salón de tu casa como se combaten los grandes constructos mitológicos que los medios de comunicación incrustan a diario en el sentido común de los votantes. Un imperio mediático no se combate diciendo la verdad, sino, en todo caso con otro imperio mediático (que quizás, eso sí, podría trabajar en favor de la verdad).
En atención a este tipo de problemática es por lo que acepté titular a mi último libro En defensa del populismo, algo de lo que mi amigo Jose Luis Pardo se ha pitorreado mucho (he de decir que con bastante gracia). Hay una especie de dogmático veneno racionalista en este tipo de intelectuales. Lo guay es que el ser humano sea un ser racional, de modo que (como si Freud, Lacan o la antropología misma no contaran un pimiento), por lo visto, basta reivindicarlo como tal para que lo sea. Y si no llega a serlo del todo, mira por donde, será porque hay unos populistas por ahí empeñados en aguar la fiesta. El problema es que en absoluto es así. El ser humano no es ni mucho menos un ser tan espontáneamente lingüístico como se pretende. Más bien hay que decir que el ser humano se sostiene en el lenguaje como un trapecista en una cuerda floja. El ser humano no nace hablando, nace del sexo, en un afuera del lenguaje desde el que tiene que escalar muy tortuosamente a través de una aventura que llamamos infancia.
Esto hace que el lenguaje, para el ser humano nunca sea un mero instrumento para la comunicación. El ser humano, cuando habla y cuando razona, siempre está, al mismo tiempo, haciendo «otra cosa». La evidencia antropológica es que el ser humano no accede a la palabra más que a condición de que sea una palabra ritualizada. El rito es una especie de tributo que pagamos los humanos por no ser ángeles, por haber nacido del sexo y por tener infancia. Lo curioso es que Javier Cercas pretende explicarnos, precisamente a nosotros, que «nadie con dos dedos de frente se cree la pamema de que el pueblo es por esencia virtuoso». Es imposible saber de dónde se saca semejante presuposición respecto a nuestras convicciones. Lo que sí que es esencial al pueblo es la religión, como atestigua toda la historia de la antropología y de la sociología. Régis Debray dijo una vez, con mucha razón, que había que ser «un poco antropólogo» para enterarse de lo que estaba pasando (eran los años noventa): el resurgir de los nacionalismos, los tribalismos, los fundamentalismos, los racismos, los regionalismos, los sectarismos y los integrismos de todo tipo. El problema, decía él (llamó a esto pomposamente el «teorema de Godel de la política»), es que socialmente es imposible cerrar un círculo sin levantar una vertical, es decir, sin recurrir a un cono. El ser humano no puedo prescindir de los tronos y los altares (aunque algunos sí pensamos que puede «civilizarlos»). Esto puede ser repugnante, pero está en la raíz de las cosas que hay que tener en cuenta a la hora de hacer política.
El ser humano es, sin duda, repugnante, pero es lo que hay. Eso sí, es muy fácil olvidarte de las verticales y de los líderes cuando vas ganando. El populismo (en el peor sentido) del PP y del PSOE es apabullante y patético. Pero, bueno, si ésta es más o menos tu opción política no hay razón para aplaudirlo o para confraternizar. Uno ve a Pedro Sánchez entrevistarse por televisión mientras escala el Peñón de Ifach y, en fin, la cosa no va contigo; al fin y al cabo, lo importante es que se siga defendiendo la ciudadanía. Pero, para los que no nos conformamos con defender la ciudadanía desde nuestras tribunas, sino que queremos, además, hacer algo políticamente para hacerla realidad, la cuestión es cómo movernos en un mundo político amasado con síntomas, ritos, mitos e ideólogos como Javier Cercas o Jose Luis Pardo. Y entonces, sí, nos volvemos muy sensibles a los efectos populistas del mundo político en el que queremos actuar. Es muy fácil mirar por encima del hombro el populismo cuando tus opciones políticas van ganando. Es bastante más difícil esa altanería cuando para ganar necesitas crear, como dicen en Podemos, una «hegemonía popular», y cuando tienes que hacerlo con todos los imperios mediáticos en contra y con cuarenta años de franquismo y cuarenta de bipartidismo a tus espaldas.
«El peor de los políticos es preferible al mejor de los caudillos», dice Javier Cercas. Estamos completamente de acuerdo. Añadimos que el peor de los caudillos es, además, el Eurogrupo, esa instancia misteriosa que (como se le dijo a Varoufakis) ni siquiera existe, pero que decide sobre nuestras vidas al margen del cualquier control público y parlamentario. Algunos pensamos que a ese caudillismo del capital financiero es posible aún pararle los pies por vía parlamentaria, derogando, para empezar, el artículo 135 de la Constitución y luchando por crear un verdadero orden constitucional europeo. Otros, como Javier Cercas en su artículo, son mucho más radicales, al parecer, porque abogan -dice- por «cambiar de sistema». Yo no alcanzo a comprender a lo que se refiere. En todo caso, para «cambiar de sistema», ¿a quién habría que haber votado en las elecciones? ¿Con quién conviene pactar en esta nueva legislatura? Esto a Javier Cercas se le olvidó explicitarlo al final de su artículo. Él quiere cambiar de sistema. Nosotros no, nosotros queremos el sistema de siempre, un orden constitucional en estado de derecho. Esa patria constitucional de la que se ríen a diario los poderes económicos.
Carlos Fernández Liria. Profesor de Filosofía en la UCM. Su última obra publicada es En defensa del populismo (Ediciones Catarata).
Fuente: http://www.cuartopoder.es/tribuna/2016/09/02/respuesta-a-javier-cercas/9033 / http://www.cuartopoder.es/tribuna/2016/09/03/respuesta-a-javier-cercas-2/9040
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