Los últimos gobiernos de la dictadura aspiraron a que España contara con armamento nuclear. También los ejecutivos de la Transición, hasta 1981. La programación y construcción del CIN (Centro de Investigación Nuclear) II en la provincia de Burgos, cuyas obras empezaron en 1977, pone de manifiesto estas intenciones. El estado español tenía capacidad técnica para […]
Los últimos gobiernos de la dictadura aspiraron a que España contara con armamento nuclear. También los ejecutivos de la Transición, hasta 1981. La programación y construcción del CIN (Centro de Investigación Nuclear) II en la provincia de Burgos, cuyas obras empezaron en 1977, pone de manifiesto estas intenciones. El estado español tenía capacidad técnica para fabricar la bomba atómica, y este objetivo podía hacerse realidad en el futuro. El historiador Luis Castro Berrojo (Soria, 1952) detalla el proceso en el libro «La bomba española. La energía nuclear en la Transición», editado por el autor. El punto de partida de la obra es un artículo que el investigador escribió para la revista «Mientras Tanto», a petición de Manuel Sacristán (nº9, 1980). De la actualización, poco a poco, surgió el libro, para el que el autor ha utilizado documentación que conservaba de la época (1976-1981), así como papeles oficiales recientemente desclasificados y accesibles en Wikileaks y en National Security Archives. Salvo en un libro del periodista Santiago Vilanova el asunto no está investigado. Castro Berrojo es investigador y profesor de Historia en enseñanza secundaria, autor de obras como «Capital de la cruzada. Burgos durante la guerra civil» (Crítica) o «El recuerdo de los caídos. Políticas de la memoria en la España contemporánea» (Los libros de la Catarata).
-¿Qué importancia tuvo el Centro de Investigación Nuclear (CIN) II -ubicado en el término municipal de Cubo de la Solana (Soria)- dentro los propósitos del último franquismo de contar con la bomba atómica?
Dos de las once instalaciones del Centro eran la planta de reprocesado de uranio irradiado y el reactor rápido CORAL II, ambos relacionados con la tecnología del uranio altamente enriquecido y del plutonio, uno y otro susceptibles de uso militar. (El combustible usado por la central de Vandellós I, operativa desde 1972, también podía tener ese uso). Un país con esas instalaciones y con personal técnico formado -como era el caso de España- estaba en condiciones de fabricar un arsenal atómico en pocos años, si esa era su voluntad política. Al mismo tiempo, el CIN II hacía posible el cierre del ciclo energético nuclear con el reprocesado de los combustibles quemados en las centrales y ello hubiera dado mayor independencia energética. Pero la Junta de Energía Nuclear (JEN) siempre negó tener esos propósitos armamentísticos e insistía en que el CIN II tenía un carácter pacífico y experimental.
-¿Hubo algún tipo de respuesta popular a estos propósitos nucleares?
En el libro hay un capítulo dedicado a la oposición ciudadana antinuclear, que fue un factor del fracaso final del proyecto. En los años setenta, casi en todos los lugares de España donde se plantearon instalaciones nucleares hubo movimientos de oposición muy activos, frecuentemente respaldados por los ayuntamientos y por partidos de izquierda. En Castilla y León eso se manifestó en Burgos (contra la central de Garoña), en Salamanca (contra las minas de uranio y el posible cementerio nuclear), en Zamora y León, donde se proyectaban sendas centrales nucleares, y en Soria. Teniendo en cuenta que más tarde se construyó en Juzbado (Salamanca) la fábrica de elementos combustibles, si se hubieran realizado todos esos proyectos en la región hubiéramos tenido todos los elementos del ciclo atómico, salvo lo relativo al enriquecimiento, que siempre ha dependido del exterior.
En este sentido, recordemos que en Soria tuvo lugar la constitución de la Coordinadora Antinuclear Estatal y por allí anduvieron apoyando pioneros del movimiento ecologista como Pedro Costa, Mario Gaviria, Ladislao Martínez, Benigno Varillas y otros. Fueron los inicios de ese movimiento en España.
-¿La aspiración al armamento nuclear fue sólo una ambición del franquismo, o es extensible a los gobiernos de la Transición?
Es una idea del final de la dictadura que luego se intenta desarrollar en la primera etapa de la Transición hasta 1981. La decisión política sobre el CIN II la tomó el último gobierno de Franco, pero el asunto fue uno de tantos que tuvieron continuidad en la democracia incipiente; de hecho las obras de infraestructura del Centro empezaron en 1977.
Los primeros estudios se hicieron en los años sesenta, bajo los auspicios del general Muñoz Grandes, entonces número dos del régimen, de Carrero y, probablemente, del propio Franco. Ciertos mandos militares franquistas, sobre todo de la Armada, controlaron la Junta de Energía Nuclear desde el principio y patrocinaron la I + D nuclear con fines energéticos, sin descartar a más largo plazo el uso militar. Para ellos, un arsenal nuclear táctico sería útil ante posibles conflictos en el Mediterráneo y en Marruecos, a la vez que daría una mayor influencia internacional y capacidad de negociación ante EE.UU.
Estos temas fueron siempre secretos pero, ya en la Transición, hubo manifestaciones oficiales favorables a la bomba atómica española, como las de los ministros Areilza y Franco Iribarnegaray en 1976. Hasta 1981 la prensa recoge bastantes declaraciones de autoridades con un sentido análogo: España tiene capacidad técnica para fabricar el arma atómica y no descarta que ello pueda ser una realidad en el futuro.
-¿Qué relevancia tuvo el contexto de la «guerra fría» en estas pretensiones?
Fue algo decisivo, pero, paradójicamente, en sentido opuesto según los momentos. Primero fue algo estimulante. La idea de basar la seguridad nacional en el armamento atómico es característica de la mentalidad de la Guerra fría, cuando las élites militares y políticas consideraban que un país no tenía seguridad, independencia y peso internacional sin un poder de «disuasión» atómica propio, a ser posible basado en recursos técnicos y naturales (uranio) nacionales. Eso influyó sin duda en los dirigentes franquistas, lo mismo que la endeble relación militar con EE.UU. en torno a las bases. Estas nunca ofrecieron una garantía de defensa mutua y, por otro lado, se convertían en objetivo soviético en caso de grave crisis. Además, el tratado bilateral de 1976 con EE.UU. preveía la retirada de armas atómicas de las bases americanas, con lo que espacio español quedaba fuera del «paraguas» nuclear.
A esa situación de relativo aislamiento e indefensión se sumaron a mediados de los setenta varios factores de riesgo que la dictadura y los primeros gobiernos posfranquistas percibieron como amenazas más o menos graves (Sahara, Portugal, final de la descolonización en África, crisis del petróleo, auge de la izquierda en Francia e Italia, terrorismo). Toda una «combinación» de problemas que, según un informe de la CIA de 1974, explicaría la deriva hacia esos proyectos atómicos en España.
Pero en esa época las grandes potencias vieron el inmenso peligro de que se generalizara el armamento atómico (la llamada proliferación horizontal) y por tanto aumentara la probabilidad de una guerra nuclear, que podría ser la última de la historia humana. (Recuérdese que en los años sesenta se habían alcanzado los niveles de «destrucción mutua asegurada»). Seguramente, la prueba de la bomba atómica en la India (1974) saltó muchas alarmas. De ahí que las potencias trataran de mantener el status quo aún hoy vigente: seguimos teniendo y «mejorando» las armas nucleares, pero las controlamos nosotros, a través del OIEA, de la presión diplomática y del Tratado de no proliferación. Un TNP que se obliga a cumplir a terceros países, pero que se ignora en el otro aspecto: el compromiso por parte de las potencias de reducir y acabar totalmente con ese tipo de armamento.
-¿Cómo afecta ese contexto internacional al estado español?
Por lo que se refiere a España, esa actitud de las potencias tuvo efectos paralizantes del CIN II, sobre todo por la política del presidente Carter (1977-1981), muy estricto a la hora de controlar e impedir el «doble uso» del átomo en terceros países. Como casi todo el parque de centrales nucleares español dependía del suministro de tecnología y de combustible de EE.UU., esa política de Carter fue, en mi opinión, el factor principal en el fracaso del CIN II. (En esa época llegó a haber retrasos en la construcción de centrales y problemas de suministro de uranio). Bien es cierto que las autoridades españolas, conscientes de ese veto y de esa dependencia norteamericana, trataron de diversificar sus proveedores e hicieron convenios y negocios nucleares con Francia, Alemania e incluso la URSS para suministro de uranio enriquecido y equipos.
-¿Actuó como referente durante la dictadura, para políticos y militares españoles, la autonomía en política exterior que en cierto modo promovió De Gaulle? ¿Constituye un mito o tiene un fundamento real esta autonomía respecto a la OTAN y Estados Unidos?
Sin duda. Y ello además tuvo consecuencias de hecho. Ya hemos hablado de la central de Vandellós I, de tecnología francesa (UNGG), que usaba uranio natural disponible en España (no necesitaba enriquecimiento en el exterior) y producía material fisible susceptible de uso militar. Unos residuos que, teóricamente, iban para su reprocesado a la planta de Marcoule (Francia) en el llamado «tren radioactivo», escapando al control del OIEA y del TNP, que ni Francia ni España habían firmado. Esta central, por sus especiales características, estuvo siempre en el punto de mira de EE.UU.
Además, en los años sesenta el gobierno español, que hasta entonces se abastecía casi exclusivamente en EE.UU., empezó a comprar armamento y aviones modernos a Francia, los cuales podrían proporcionar vectores para ojivas nucleares de corto alcance.
Con todo esto, en el libro se argumenta la idea de que el gaullismo podía tolerar en España, incluso apoyar, una actitud semejante a la suya en política exterior: sin perder el anclaje en el mundo liberal-capitalista occidental, lograr cierta equidistancia respecto de los dos bloques y una mayor autonomía en el ámbito internacional. Para ello se necesitaba músculo militar y, en especial, una force de frappe atómica. Seguramente ello estuvo en la mente de algunos militares y políticos españoles en algún momento y a Francia no le hubiera venido mal un giro de la política exterior española en ese sentido. Pero al final pesó más la dependencia respecto del «amigo americano» y, ya en la transición, las no muy buenas relaciones con Francia.
Sea como sea, el atractivo del gaullismo en este aspecto era indudable para unos mandos franquistas conscientes de que la relación bilateral con EE.UU. era claramente neocolonial y lesiva del principio de soberanía.
-¿Puede constatarse esa misma idea en los gobiernos de Suárez, por ejemplo respecto a América Latina y los países árabes? Si es así, ¿hasta cuando se prolonga? ¿Qué tiene que ver todo ello con la bomba nuclear?
En efecto, creo que hay una línea de actuación en la política exterior de Suárez para buscar una mayor autonomía y peso en el ámbito internacional, sobre todo respecto a América Latina, los países árabes y el entonces llamado «Tercer mundo». Algo que ya habían apuntado algunos diplomáticos del franquismo, como Castiella. Desde luego, esa línea no es algo muy definido ni perentorio para los gobiernos de la primera transición, que bastante tenían con ir capeando los graves problemas internos sobrevenidos (crisis económica, terrorismo, ruido de sables, inestabilidad gubernativa) y a la vez gestionar los cambios legales e institucionales hacia la democracia. Hay que tener en cuenta, además, que en la Transición se dio una situación paradójica en política exterior: en teoría, la nueva democracia española esperaba que se le abrieran las puertas hasta entonces cerradas por la actitud antifascista de Occidente, pero ello resultó mucho más problemático de lo que se esperaba. Recordemos que, por ejemplo, el ingreso en la CEE, quizá el principal objetivo en ese campo, no se hizo efectivo hasta 1986 y el pleno ingreso en la OTAN es aún posterior.
Es cierto que si la nueva democracia española quería tener una relación más fluida con los países latinoamericanos y árabes, o los países descolonizados en general, debía distanciarse en lo posible de la dinámica de bloques y de los EE.UU. (entonces fomentadores de las dictaduras del Cono sur, aliados de Israel y de regímenes cono el de Hasán II, etc). Por otro lado, estaba presente entonces el movimiento de países no alineados, que sintonizaba en buena medida con las ciudadanías occidentales partidarias de la paz y del desarme, ante la grave amenaza del despliegue de los euromisiles y de las doctrinas de guerra nuclear «limitada». Con todo ello de fondo, el gobierno de Suárez hizo ciertos gestos y declaraciones de sentido «alternativo», como recepción de Arafat o la asistencia a la reunión de La Habana de países no alineados. Quizá se hubiera podido avanzar en esa línea, que contaba con amplio respaldo en la opinión pública española, pero al final el lobby pro yanky, encabezado por el propio Juan Carlos I, se impuso durante la presidencia de Calvo Sotelo.
-¿Llegó a desconfiar en algún momento Estados Unidos de España como aliado durante la «guerra fría»? ¿Entendió la potencia norteamericana que las intenciones nucleares del Estado español podían escapar a su control?
No creo que EE.UU. dudara del franquismo como aliado, a pesar de las reservas que pudieran tener algunos, como hemos dicho. Al fin y al cabo esa relación era la única apoyatura importante que tuvo el régimen en el ámbito exterior. Pero sí es cierto que en las sucesivas renovaciones de los acuerdos bilaterales el gobierno español negociaba con cierta dureza para lograr unas compensaciones más justas y minimizar el peligro y las desventajas derivadas de la presencia militar norteamericana en la Península.
Ya en los años setenta los EE.UU. vieron con preocupación que España empezara a diversificar sus suministros de armamento y de equipo nuclear y que con ello se erosionara la dependencia casi total que había con respecto a Washington. Por eso ya desde la época de Nixon y Ford, con Kissinger al mando de la política exterior, aumentaron su vigilancia y su presión para teledirigir los cambios políticos que hubiera tras la muerte de Franco, siempre de modo favorable a los intereses estratégicos norteamericanos. Se trataba básicamente de cerrar el paso al PCE y propiciar el auge de un «nuevo socialismo» desafeinado que, en partenariado con el neofranquismo reformista, llevara adelante unos cambios cautelosos y lo menos lesivos posible a los intereses establecidos.
Esto se acentuó durante la presidencia de J. Carter, que coincide con la segunda etapa de Suárez y el inicio del CIN II. Pero en el campo nuclear se manifestó una contradicción grave: los EE.UU. no podían tirar demasiado de la cuerda poniendo en peligro un negocio de miles de millones de dólares, pues en ese momento el mercado atómico empezaba a globalizarse. A medio plazo, de todos modos, EE.UU. consiguió lo que se proponía en España: un régimen «amigo» formalmente democrático, pero con las mismas estructuras económicas y casi el mismo personal en el aparato del Estado; y en lo exterior, el encaje de España en la CEE y en la OTAN y la continuidad de las bases militares. Sin olvidar la firma del TNP y la sumisión total a las salvaguardias del OIEA.
-¿Por qué se desecharon finalmente las ambiciones de armamento nuclear en España? ¿Cuándo se consideró que el CIN II (el taller de la bomba española) tenía que cambiar de orientación hasta convertirse en un centro de investigación sobre energías renovables?
El CIN II, que para el ejercicio de 1981 iba a tener un presupuesto de más de 1.000 millones de pesetas, abandonó en ese año sus planes de I + D atómica y se reconvirtió en lo que hoy es: el Centro de investigación de energías renovables (CEDER), especialmente del uso energético de la biomasa. En ese fracaso y reconversión influyeron varios factores. En primer lugar, e l centro estaba muy relacionado con unos planes desorbitados de construcción de centrales nucleares que al final cayeron como castillo de naipes. Principalmente porque la crisis económica se dejó sentir como algo no coyuntural y, por otro lado, porque se descartó la tecnología de los reactores rápidos y del reprocesado de combustibles irradiados, empezando por los propios EE.UU., por motivos de rentabilidad y de seguridad. Todo ello tenía mucho que ver con la razón de ser del CIN II.
La gestión de la energía nuclear cambió radicalmente en esos años, en buena medida siguiendo pautas norteamericanas: la JEN se convirtió en el CIEMAT, se crearon el Consejo de Seguridad Nuclear y ENRESA para gestionar los residuos, se «civilizaron» sus directivos, hasta entonces altos mandos militares, etc.
El cambio fue fruto también del giro atlantista en política exterior (Calvo Sotelo) y de las presiones de EE.UU., que querían impedir la proliferación a toda costa, como hemos visto. Y suponemos así mismo que algo influiría el movimiento ciudadano antinuclear. Tras el ingreso en la OTAN, una vez que España aceptó la supervisión de todas sus instalaciones nucleares por el OIEA (1981) y firmó el tratado de no proliferación (1987), el giro de 180º en ese aspecto de la política exterior fue completo.
-¿Es cierto que había un «antiamericanismo» bastante acentuado en la sociedad española, el ejército y los políticos franquistas? ¿También en los políticos de UCD? ¿Pudo tener ello algo que ver en alcanzar una «autonomía» nuclear?
Sí, había antiamericanismo al menos desde la guerra del 98 y durante el franquismo no se olvidaba que en la II Guerra mundial unos y otros habían luchado en distinta trinchera. Adolfo Suárez y su entorno político seguían esa actitud, como es lógico teniendo en cuenta su extracción vital, y más aún los mandos militares españoles, cuya cúpula seguía siendo ocupada por la generación de los sublevados el 18 de julio. En este contexto, la búsqueda de armamento nuclear puede ser vista como fruto de posiciones nacionalistas, que esperaban tener más autonomía y concebían para el futuro una España más moderna e influyente en el plano internacional.
En los años setenta, el antiamericanismo era también una seña de identidad común a casi todas las fuerzas de oposición y preponderante en la opinión pública española. Se veía en los EE.UU. al mentor de regímenes de dictadores «hijos de puta» -por usar la expresión atribuida a Eisenhower- y una potencia intervencionista allí donde veía en peligro sus intereses en cualquier parte del mundo. En España había sido el principal apoyo de la dictadura y, acabada esta, era un condicionante muy serio en la perspectiva de una futura democratización. Esa actitud antiamericana se exacerbó a finales de los setenta y comienzos de los ochenta (presidencias de Carter y Reagan), con la segunda Guerra fría, que tenía expresiones tan escalofriantes como la directiva 59 de Carter (concibiendo la posibilidad de una guerra atómica «limitada» en el escenario europeo), el despliegue de los euromisiles y de las bombas de neutrones, la stars war, etc. A lo cual se sumó en España el debate y la movilización en torno al ingreso en la OTAN.
-¿Qué fundamentos -reales o ficticios- tenía este «antiamericanismo»? ¿Crees que de algún modo se mantiene hoy?
El aspecto principal era que las bases americanas nunca dieron garantía de defensa mutua a España y, por el contrario, podían involucrarla en conflictos ajenos o provocar accidentes como el de Palomares, aún hoy no resuelto del todo. Las compensaciones económicas por las bases nunca fueron justas (por ejemplo, comparadas con las del plan Marshall) y el material de guerra transferido más bien deficiente. (Y para colmo, no se podía emplear contra Marruecos).
Los ideólogos del Movimiento, dentro del falangismo sobre todo, acusaban en esa situación una merma de la soberanía nacional, más allá del anticomunismo de cartón piedra sostenido como bandera común.
El modelo de sociedad, costumbres y valores eran bastante diferentes, si bien es dudoso que el español o el americano medio tuvieran una noción clara de ello, más allá de las visones tópicas de las películas de Hollywood. Gabriel Cardona explica algo de ese antiamericanismo entre los militares y, más en general, Fernández de Miguel lo ve como nota característica del conservadurismo español.
Hoy han cambiado mucho las cosas. Sin duda, la globalización ha implicado, entre otras cosas, la estandarización de hábitos, valores y pautas de consumo, con predominio en ello del american way of life: individualismo competitivo, consumismo, escasa conciencia política y ecológica, etc. Por otra parte, la hegemonía de los EE.UU. ya no es tan indiscutible como en los años de la Guerra fría, aunque recupere a veces rasgos de ella, como la rehabilitación del NORAD en Colorado o la expansión de la OTAN en países del glacis soviético. Todo ello hace que la actitud de las sociedades europeas, también la española, sea más matizada. Quizá ya no se pueda hablar de un antiamericanismo genérico, sino de la crítica y de la oposición a algunas manifestaciones de abuso de poder por parte de EE.UU.
-En el libro también abordas la energía nuclear en la Transición. ¿Qué singularidades tuvo el estado español respecto a otros países europeos? ¿De qué manera influyó en el modelo la política «desarrollista» del franquismo?
La política energética española de esos años fue un caso extremo de una tendencia más general del capitalismo oligopolista; lo que se resumía en el lema de «todo eléctrico, todo nuclear». Los planes energéticos de entonces llevaban el sello del Ministerio de Industria, pero en realidad eran fruto de los cálculos de UNESA, la patronal del sector, que preveía un crecimiento continuado de la demanda y de la producción energética en los años setenta y ochenta, como si se pudieran mantener indefinidamente las tasas de crecimiento del PIB y de la demanda energética propias de los años del desarrollismo.
Puesto que se trataba de reducir la dependencia del petróleo y se descartaban las energías alternativas (y el gas natural) se otorgaba a la energía nuclear un papel estelar: para finales de los ochenta se preveía un parque de 24 centrales con 39 reactores y casi 37.000 megawatios de potencia instalada. (Hoy, con un PIB más de seis veces superior al de 1980, tenemos siete reactores con algo más de 7.000 Mw). Estos planes descabellados de nuclearización se mantuvieron hasta principios de los años ochenta por parte de UNESA y de la JEN, a pesar de que la crisis de 1973 había mostrado claramente la necesidad de una revisión a la baja de los mismos. Semejantes errores de planificación escondían una gigantesca operación especulativa, analizada de modo magistral en el clásico estudio de Juan Muñoz y Ángel Serrano (Cuadernos de Ruedo Ibérico nº 63-66, 1979). La construcción misma de las centrales generó grandes beneficios para las constructoras, empresas de ingeniería y suministradoras de equipo que dependían de la banca y del oligopolio eléctrico, a su vez muy relacionados entre sí mediante consejeros y directivos comunes. Cuando luego hubo que parar el proceso, el coste del lucro cesante y del capital invertido se pasó a los consumidores, pero el negocio ya estaba hecho. Hasta cierto punto, es una operación análoga a la de las autopistas.
Obviamente, esta historia refleja la enorme influencia del sector energético español, fuertemente oligopolizado y simbiótico con el capital financiero, sobre las instancias políticas, tanto en la época del franquismo como después y ahora mismo. No solo se descartó la nacionalización, pretendida por algunos de los ministros de Franco (Suanzes en particular) y realizada en países como Francia o el Reino Unido, sino que la política energética ha venido siendo muy condicionada y adaptada a los intereses de UNESA hasta hoy.
-Por último, ¿qué queda hoy de toda aquella planificación de nuevas centrales nucleares realizadas durante el último franquismo, cuáles son las huellas, hoy, de toda aquella desmesura?
El gobierno del PSOE debió frenar y redimensionar el programa nuclear mediante la moratoria, cuyo coste hemos pagado los consumidores hasta octubre del año pasado. Un bonito ejemplo de «ganancias privadas, costes colectivos», que Ladislao Martínez cuantificó en casi 1,3 billones de pesetas. No solo se devolvió el capital invertido -muchas veces con cálculos inflados sobre los costes de construcción- sino que se añadió un buen rédito como propina para los accionistas de las eléctricas.
Hoy no se aventuran a planear nuevas centrales, pero se alarga la vida de las existentes temerariamente. (Recuerdo cómo en los años setenta era común hablar de una vida útil de 25 años para los reactores, y ya nos parecía demasiado). Y de nuevo se ponen en juego las palancas mediáticas para defender la energía nuclear con los mismos argumentos de siempre y con el añadido de que «no producen CO2».
Está claro, pues, que los efectos de aquella megalómana planificación de los «nucleócratas» civiles y militares nos ha condicionado hasta hoy y sigue vigente en aspectos como el papel subsidiario del Estado en el negocio nuclear (a través de ENUSA y ENRESA, empresas públicas encargadas de la gestión de los residuos y del combustible), la subordinación de las energías alternativas a los intereses del oligopolio energético o los absurdos incomprensibles de la tarifación eléctrica. El poder dominante del oligopolio energético se ha reforzado mediante la política de «puertas giratorias», que es una lacra más del bipartito realmente existente. Que últimamente esté penetrando en el negocio inmobiliario no es nada tranquilizador, vistos los antecedentes históricos de uno y otro sector.
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