Más de 400 ciudades de todo el mundo tienen una población que oscila entre uno y cinco millones de habitantes, según datos del Joint Research Center de la Comisión Europea publicados en febrero de 2018. Por ejemplo en África, durante el periodo 1990-2015 se duplicó la población que reside en zonas urbanas. Actualmente hay en […]
Más de 400 ciudades de todo el mundo tienen una población que oscila entre uno y cinco millones de habitantes, según datos del Joint Research Center de la Comisión Europea publicados en febrero de 2018. Por ejemplo en África, durante el periodo 1990-2015 se duplicó la población que reside en zonas urbanas. Actualmente hay en el mundo 32 «megaciudades» con cerca de 10 millones de habitantes. Tal vez el reverso de esta tendencia global se aprecie en países como España, donde en 2016 la agricultura, la ganadería, la silvicultura y la pesca representaban el 2,3% del PIB, frente al 67,2% del sector servicios y donde a las actividades agrícolas se dedica el 4,2% de la población ocupada (76,2% a los servicios). Esta estructura económica tiene efectos evidentes sobre la demografía. Según la Federación Española de Municipios y Provincias (FEMP), más de la mitad de los municipios del Estado español se hallan «en riesgo de extinción», de hecho, más del 80% de los términos municipales en 14 provincias españolas no superan los mil habitantes.
No se trata de un fenómeno nuevo. De este modo se refería en abril de 1975 el NO-DO franquista al éxodo rural en tres pueblos del Pirineo catalán: «La vida precaria y difícil de varias aldeas cercanas a Seo de Urgel se ha agudizado de tal forma que sus moradores han tenido que abandonarlas. En Biscarbó (Lérida), sólo quedan las casas y los establos vacíos y destartalados. Del éxodo de la población joven se ha pasado al abandono total de los pueblos. La gente de la montaña emigra hacia la tierra baja, la belleza del paisaje no compensa el aislamiento y las privaciones que tienen que soportar».
A esta descripción subyace una «anomalía», sobre la que reflexiona el profesor de Geografía en la Universitat de València, Luis del Romero, en el libro Despoblación y abandono de la España rural. El imposible vencido (Tirant Lo Blanch, 2018). La cuestión es por qué en la España actual existen territorios con densidades de población «en ocasiones propias -según el investigador- de desiertos como el Sahara», cuando ofrecen «una enorme riqueza cultural y natural, tierras fértiles y condiciones geográficas excelentes para la vida humana». Se trata, además, de territorios que desde la edad antigua acogieron núcleos de población. La estadística avala la tesis del geógrafo, activista y miembro del grupo de investigación y Custodia del Territorio «Cartografías», que trabaja en la recuperación de una masada en el barrio de Mas Blanco, en el municipio turolense de San Agustín (132 habitantes). El documento «Población y despoblación en España, 2016» de la FEMP resalta que 1.286 municipios del Estado español no superan el centenar de habitantes empadronados. En quince años 358 municipios se han agregado a la lista, lo que subraya la merma demográfica en las zonas rurales.
El libro consta de 305 páginas y analiza una veintena de localidades, que el autor ha visitado. El primero de los dos grandes bloques del texto concluye que la crisis y debacle del mundo rural se explica, en buena medida, por la consolidación del Estado capitalista a lo largo del siglo XIX. Uno de los hitos en España fue, en el contexto del Proceso Revolucionario Burgués, la desamortización de Pascual Madoz, ministro de Hacienda en el «Bienio Progresista» (1854-1856); la Ley Madoz de 1855 afectó de manera significativa a los bienes de propios (tierras de propiedad municipal) y comunales de los pueblos. Se trataba de impulsar la «modernización» agraria y poner los cimientos de la economía capitalista en el campo. En buena parte de Europa, explica Luis del Romero, pastos, bosques y campos que se habían caracterizado por ser «inalienables» e «inapropiables», se privatizaron progresivamente; lo mismo ocurrió con los caminos, obstaculizados a la ganadería trashumante. Además, las reformas legislativas sobre la abolición de los comunes tuvieron como grandes víctimas a las clases populares, al afectar directamente a su medio de vida.
El declive de la ganadería, la acumulación de la tierra en pocas manos y la política de cercamientos no se desarrollaron sin conflicto; un claro ejemplo en el Estado español fueron las tres guerras carlistas ocurridas entre 1833 y 1876, particularmente duras en Navarra, el País Vasco, Cataluña, Aragón y el País Valenciano. «La causa carlista fue abrazada por numerosos campesinos y ganaderos empobrecidos por las reformas económicas de los gobiernos liberales isabelinos, como la destrucción de los bienes comunales», resume el investigador. Las refriegas y los conflictos abiertos se extendieron en el mundo rural durante el siglo XIX, a lo que se añadió un incremento de la población en el campo que condujo a la sobreexplotación de las eras y la deforestación para poner en cultivo nuevas tierras. El estudio de una masada, la de La Cerrada en el municipio de San Agustín (Teruel), lleva de nuevo a Luis del Romero a la conclusión principal del libro: «El Estado burgués capitalista se convierte en un auténtico destructor de la naturaleza y del medio rural, en especial de todos los sistemas económicos precapitalistas -como la masoveria- que no se basaban en el mercado y la propiedad privada». Así, desde mediados del siglo XIX, los masoveros de La Cerrada tienen que vender tierras y reses para saldar sus deudas y afrontar una privatización creciente de los pastos comunales.
Del Romero es autor de libros como «Conflicts in the city. Reflections on urban unrest» (2016) y coautor, entre otros ensayos, de «Mierda de ciudad. Una rearticulación crítica del urbanismo neoliberal desde las ciencias sociales» (2015) y «Territorios abandonados. Paisajes y pueblos olvidados de Teruel» (2013). El geógrafo y activista destaca el flagrante desequilibrio entre las aportaciones realizadas al Estado por el mundo rural, y los beneficios obtenidos; de hecho, «éste es el verdadero drama poco estudiado en la historiografía contemporánea». Sufrieran guerras, hambrunas o plagas, campesinos y ganaderos no dejaron de pagar impuestos sobre la tierra, las reses y las fincas urbanas, además de mandar forzosamente a sus hijos a morir en los conflictos de Marruecos, Cuba, Filipinas y la guerra de 1936. A cambio de este esfuerzo, «hasta al menos mediados del siglo XX no comienza a establecerse un servicio médico público en los pueblos».
Otro de los ejemplos señalados en «Despoblación y abandono de la España rural» remite a los años de la posguerra; Según el historiador Paul Preston, durante la conflagración de 1936-1939 murieron asesinadas, o ejecutadas sin juicio, cerca de 200.000 personas lejos del frente y otras 300.000 en las zonas de combate. En un país arrasado, Del Romero recuerda que el Servicio Nacional del Trigo (SNT) franquista, fundado en 1937, intervino la producción y distribución del cereal; Todavía en mayo de 1962, un bando del alcalde de la localidad de Campos (Teruel) conminaba a los agricultores a que entregaran la producción triguera en el almacén municipal. A ello se agregan los planes de reforestación de la posguerra, que mutaron el paisaje y expulsaron a población rural; o la regulación de ríos y la construcción de embalses, que terminaron con pueblos, aldeas y masadas (el texto incluye una lista con 127 núcleos de población anegados por proyectos hidráulicos entre 1913 y 1999, aunque algunos investigadores elevan la cifra a 500).
Sobre el campo también pesaba la violencia cultural o simbólica. El autor menciona algunos ejemplos de la cultura de masas, como los filmes del actor Paco Martínez Soria («La ciudad no es para mí», entre otros) que propalaron el arquetipo del paleto simpático; o la crudeza con la que el cineasta Luis Buñuel retrató en 1932, en un documental de 27 minutos, la miseria en la comarca extremeña de Las Hurdes; la leyenda negra sobre los pueblos del interior se agrandó, décadas después, con episodios como los crímenes de Puerto Hurraco (Badajoz); en esta pedanía rural de 135 habitantes, una historia de odios familiares y amores despechados terminó en agosto de 1990 con nueve asesinados. Pero con independencia del imaginario colectivo, los investigadores han apuntado realidades muy tangibles, por ejemplo los movimientos de población, que anunciaban grandes cambios. Así, entre 1900 y 1960 la emigración neta del mundo rural -sobre todo procedente de Andalucía Oriental, Galicia y Castilla y León- alcanzó los 3,6 millones de personas. Sólo en los años 60 del siglo pasado, detalla Luis del Romero, más de dos millones de españoles emigraron a países como Francia, Alemania o Suiza. El éxodo rural también se manifestó en el crecimiento de las urbes (Madrid triplicó su población en tres décadas, entre 1940 y 1970).
El profesor de la Universitat de València señala un cierto «renacimiento» de lo rural durante las últimas décadas, celebrado principalmente en medios políticos y académicos. A esta «revalorización» han contribuido la crisis industrial de los años 70, el empuje del ecologismo, la propagación en la década de los 90 de la noción de desarrollo sostenible y la expansión del turismo rural; frente al estrés de la ciudad, «la mirada del urbanita francés se vuelve hacia el terruño y el pueblo como espacio de sociabilidad y tradición», afirma del Romero. Se buscan asimismo nuevas zonas residenciales en un entorno verde. Pero «tras la gran recesión de 2007 estos discursos ya no son tan triunfalistas en general, y menos aún en España», matiza el investigador. Además se trata de visiones, oficiales y optimistas, que no incluyen otras realidades menos halagüeñas; porque las áreas rurales se han convertido también en áreas suministradoras de energía a un coste ambiental muy elevado: las centrales térmicas de Andorra (Teruel), Carboneras (Almería) y Compostilla II (Cubillos del Sil, León), las tres de Endesa, son ejemplos de ello. En otros casos los pueblos actúan como grandes vertederos de residuos; por ejemplo el proyecto de almacén nuclear en Villar de Cañas, un municipio conquense con algo más de 400 habitantes.
Del Romero concluye que existe una «gran deuda histórica» de la ciudad respecto a los pueblos del interior. Propone, por ello, una Nueva Carta Puebla, con el objetivo de «sacar al medio rural del sistema capitalista». Como punto de partida de esta gran aspiración, plantea mantener a la población que actualmente reside en los municipios rurales, y favorecer la llegada de nuevos habitantes; además propone estudiar los incentivos territoriales que se establecen hoy en Escocia, Escandinavia, Canadá y Alemania. La segunda idea central consiste en revisar el modelo de financiación, de modo que los Presupuestos Generales del Estado beneficien a ayuntamientos, comarcas y agencias de desarrollo, más cercanas al medio rural; pero esta redistribución de recursos no debería tener como fin la construcción de «equipamientos mastodónticos e inútiles, ni artefactos pseudoartísticos», aclara. Más bien se trata de promover pequeñas iniciativas, como en Olmeda de la Cuesta, municipio de 30 habitantes en la provincia de Cuenca, que desde 1960 ha perdido el 80% de la población; en 2011 el Ayuntamiento comenzó un proceso de subasta de solares, a precios muy económicos, con la condición de que los nuevos vecinos edificaran viviendas y así pudiera frenarse la despoblación (hace siete años Olmeda de la Cuesta contaba con la población más envejecida de España). En los últimos años la localidad ha sumado nuevas dotaciones, como un paseo escultórico y un invernadero con el que promover los huertos de autoconsumo.
En un segundo bloque, el libro mira hacia experiencias que sirvan como punto de referencia. Alguna de ellas, como Solidarité rurale du Québec, llevan casi tres décadas de recorrido; se trata de un grupo de presión integrado por ciudadanos, asociaciones, pequeñas empresas, cooperativas y alcaldes de medios rurales. Son 78 asociaciones, subraya Luis del Romero, que han hecho posible, por ejemplo, que se aprobara la Ley de la Ruralidad en esta provincia francófona de Canadá. ¿Lugares para la esperanza? Uno de ellos se asienta en el municipio madrileño de Vadepiélagos, que sufrió la crisis de la agricultura de secano y en los años 50 del siglo XX empezó a perder población. Actualmente no alcanza los 600 habitantes. Pero la historia cambió en 1996, cuando un grupo de familias llegadas al municipio constituyeron una ecoaldea en forma de cooperativa de viviendas, que buscaba 30 socios para comprar los terrenos, urbanizarlos y construir las casas. En 2008 comenzaron a vivir en el nuevo barrio, sin separarse del principio inicial: «Un entorno que minimice el impacto negativo sobre el medio ambiente y donde los espacios guarden relación entre sí». Actualmente la ecoaldea cuenta con un Aula de Biococina, un centro de Yoga y Pilates; y una compañía de teatro infantil («Sol y Tierra»). «Tal vez lo más importante del proyecto es que ha buscado la integración en un municipio existente, en unos años en que éste necesitaba gente joven», resalta Luis del Romero.
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