La conferencia del president de la Generalitat, en el Parlamento Europeo, flanqueado por el vicepresidente Oriol Junqueras y el conseller de relaciones exteriores Raül Romeva, exeurodiputado de ICV, debe interpretarse atendiendo a dos registros. Uno de orden interno y otro externo, pero ambos fundamentales para entender el callejón sin salida en que se halla el […]
La conferencia del president de la Generalitat, en el Parlamento Europeo, flanqueado por el vicepresidente Oriol Junqueras y el conseller de relaciones exteriores Raül Romeva, exeurodiputado de ICV, debe interpretarse atendiendo a dos registros. Uno de orden interno y otro externo, pero ambos fundamentales para entender el callejón sin salida en que se halla el proceso soberanista.
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En el orden interno, se trató de insuflar nuevos ánimos al proceso, que no vive su mejor momento, tras el cambio en la hoja de ruta secesionista. El programa electoral de Junts pel Sí, coalición instrumental formada por la antigua CDC (ahora PDECat) y ERC, contemplaba para este mandado «extraordinario» la elaboración de la Constitución catalana que entraría en vigor después de un referéndum que de facto equivaldría a la declaración de independencia. La imposibilidad de aprobar los Presupuestos de la Generalitat, por el voto negativo de la CUP, motivó que Carles Puigdemont se sometiese en septiembre pasado a una moción de confianza donde modificó esta hoja de ruta por el referéndum de autodeterminación, tanto si es acordado con el gobierno español como si no (o referéndum o referéndum) y que buscaba ampliar sus apoyos sociales y políticos apelando al espacio de los Comunes.
Desde una lógica democrática este giro radical en los objetivos de la legislatura hubiera debido comportar la disolución de la Cámara y una nueva convocatoria electoral para verificar si este cambio de rumbo contaba con el apoyo de la ciudadanía catalana. No obstante, como se ha podido observar a lo largo de estos cinco años de procés, las garantías democráticas son meramente instrumentales. Si favorecen a la causa independentista se las invoca, si son un inconveniente se las obvia. Como ocurrió tras el fracaso de las plebiscitarias del 27S cuando no se obtuvo la mayoría de los votos, con el hecho de que el president de la Generalitat no hubiera concurrido ante el electorado como tal, sino como número tres en la lista de Junts pel Sí por Girona o con la tramitación clandestina de la Ley de Transitoriedad, la más importante del mandato, que prevé transferir la legalidad española a la catalana.
Las extraordinarias dificultades para aprobar los Presupuestos, que probablemente contarán en esta segunda ocasión con el apoyo de la CUP, han provocado una gran desazón entre el electorado independentista, pues si se experimentan tamañas dificultades para sacar adelante las cuentas públicas ¿cómo va ser posible declarar la independencia?
En el orden interno, el movimiento secesionista dispone de la munición que pueden suponer las vistas públicas de los procesos judiciales contra Artur Mas, Joana Ortega, Irene Rigau, Carme Forcadell y Francesc Homs para avivar el victimismo y relanzar el movilización de masas. De hecho, las organizaciones secesionistas Assemblea Nacional de Catalunya (ANC) y Òmnium Cultural han lanzado la campaña para que el 6 de febrero -fecha en que Mas, Ortega y Rigau han de declarar ante el Tribunal Superior de Justicia de Catalunya- los ciudadanos pidan un día de vacaciones para asuntos propios a fin de mostrar su solidaridad con sus dirigentes. Ciertamente, en la cultura política de la formación no tiene cabida la convocatoria de una huelga general. Especialmente cuando saben que una inmensa mayoría de la clase trabajadora catalana no la secundaría. Quizás por ello, la consellera de Gobernación, Meritxell Borràs, manifestó que consideraba «normal y necesario» que los funcionarios de la administración autónoma se sumasen a esta iniciativa, lo cual puede interpretarse como una velada amenaza hacia aquellos empleados públicos no lo hagan.
Espacios internacionales
Ciertamente, en el orden interno, uno de los principales escollos del procés radica en no disponer de una amplia mayoría de la ciudadanía catalana. Una circunstancia agravada por el hecho de que sus apoyos se circunscriben casi exclusivamente a las clases medias catalanohablantes.
La otra gran dificultad se halla en la falta de apoyos a un eventual reconocimiento internacional de la República catalana, a pesar de los recursos y esfuerzos dedicados en este sentido. Desde la Unión Europea (UE) se ha repetido hasta la saciedad que consideran la reivindicación secesionista como un asunto interno español y que una hipotética proclamación de independencia de Catalunya comportaría su salida de la UE. Unas manifestaciones que han intentado ser minimizadas por los medios de comunicación independentistas, pero que generan una enorme inquietud entre sus bases sociales.
A esto deben añadirse las resoluciones de los tribunales constitucionales alemán e italiano respecto a las peticiones de celebración de referéndums de autodeterminación en Baviera, presentado por un ciudadano, y del Véneto, auspiciado por el gobierno regional, en los que ambas instancias judiciales negaron el derecho a realizar una consulta de estas características, contrarias a sus respectivos ordenamientos constitucionales. Unos pronunciamientos que han caído como un jarro de agua fría en el movimiento independentista que habían repetido, como un mantra, la acusación del carácter antidemocrático del Estado español por negarse a realizar una consulta de este tipo.
Los medios de comunicación independentistas, en una enésima muestra del trilerismo que ha acompañado al proceso, pretendieron difundir la imagen que la conferencia de Puigdemont era un acto institucional del legislativo comunitario, cuando en realidad se trató de un mitin de Junts pel Sí en una sala del Parlamento Europeo que careció de este rango institucional. En su discurso, Puigdemont intentó, con ribetes de desesperación, implicar a las instituciones comunitarias en su proyecto secesionista y comprometerlas como mediadoras a fin que presionen al ejecutivo español para negociar el referéndum con la velada amenaza de que lo convocaría de todas formas provocando un conflicto que salpicaría a UE. No obstante, difícilmente esta apelación será aceptada, pues tras el Brexit y la estrategia antieuropeísta de Donald Trump, no parece que los dirigentes comunitarios apuesten por una balcanización de España que podría animar a otros movimientos secesionistas de los Estados de la Unión. De hecho, ninguna autoridad comunitaria asistió a un acto que, en realidad, estuvo destinado al consumo interno.
Meses decisivos
El proceso soberanista se enfrenta a un callejón sin salida. La apuesta por el referéndum sólo es viable si es pactada con el gobierno español lo cual, a su vez, sería la única manera que la consulta contase con el reconocimiento internacional.
La convocatoria de un referéndum unilateral habría de superar enormes dificultades para su realización material, cuando sería prohibido por el Tribunal Constitucional español, y pondría en una difícil tesitura tanto a los funcionarios que habrían de organizarlo como a los ciudadanos convocados para constituir las mesas electorales. Además, la unilateralidad implicaría su no reconocimiento por parte de la UE.
En este contexto, circulan con creciente intensidad los rumores sobre un eventual adelanto electoral ante la imposibilidad de realizar el referéndum. Unos comicios donde se verificaría el traspaso de la hegemonía de la antigua Convergència hacia ERC, pero donde se corre el riesgo de perder la ajustada mayoría absoluta independentista en el Parlament de Catalunya, derivada del desplome electoral que, según consignan las encuestas, sufrirían PDCat y CUP, en las polaridades ideológicas del movimiento secesionista. Un escenario donde no sería descartable un gobierno de izquierdas liderado por ERC, como se dejó entrever en el reciente acto que contó con la participación de Íñigo Errejón, Xavier Domènech y Josep-Lluís Carod-Rovira, ex dirigente de ERC y principal valedor del tripartito de izquierdas dentro de esta formación en la época de Pasqual Maragall.
En definitiva, los próximos meses hasta el verano serán decisivos para el desenlace del proceso soberanista. Sin embargo, no debemos llamarnos a engaño. Incluso, en el caso que el procés en el actual formato fracasase, no por ello se resolverá la llamada cuestión catalana. Esto, a pesar de la enorme frustración que generaría en amplios sectores de sus bases sociales, cuya deriva es difícilmente previsible, pero que contiene elementos muy inquietantes. De algún modo, la movilización de las clases medias catalanas en torno a la independencia se corresponde con los movimientos neonacionalistas de carácter conservador que recorren Europa y Estados Unidos frente a la depauperación provocada por la globalización neoliberal. Con la diferencia que aquí, la larga represión franquista a la cultura catalana, le imprime un carácter diferente y donde las aristas xenófobas son menos evidentes, aunque existentes. El vector xenófobo del movimiento independentista se reviste de rechazo a todo lo español confundido con el PP, ignorando a la otra España progresista, y teñido de una pátina supremacista desde el punto de vista social y étnico.
Todo ello plantea un reto que debería tener una adecuada respuesta, de momento inexistente, por parte de la izquierda catalana y española, pero también del gobierno español, anclado en un inmovilismo que le está reportando réditos electorales en el corto plazo, al presentarse como el supremo guardián de la unidad nacional. Un panorama que alimenta el victimismo del movimiento secesionista y cuya resultante son dos máquinas nacionalitarias que se retroalimentan.
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