Irma, la que es grande y poderosa. Eso significa el nombre y le quedó justo a la medida al monstruoso huracán que nos azoló este fin de semana buena parte de Cuba. Pero si grandes fueron los zarpazos de Irma, tanto o más de lo han sido las cadenas de solidaridad humana tejidas en torno […]
Irma, la que es grande y poderosa. Eso significa el nombre y le quedó justo a la medida al monstruoso huracán que nos azoló este fin de semana buena parte de Cuba.
Pero si grandes fueron los zarpazos de Irma, tanto o más de lo han sido las cadenas de solidaridad humana tejidas en torno a los necesitados.
Así pueden dar fe los vecinos de El Yoyi, en La Lisa. Cuando ya Irma andaba arrasando por Varadero y la capital aguardaba cruzando los dedos, ellos cruzaban satisfechos los brazos sobre sus estómagos bien llenos.
El Yoyi tenía en el congelador un pernil de cerdo y al comprender que «lo de la luz sería para largo», decidió asarlo en el jardincito, debajo de un techo improvisado.
El olor se encargó de avisar a todos y, antes que empezaran a sentirse las primeras rachas en la ciudad, casi la cuadra completa había cenado como en fin de año. Porque la de más allá aportó un caldero con frijoles para el congrí, «de todas formas se van a echar a perder»; el otro, trajo arroz y unos limones… y al final -aunque en verdad no había nada que celebrar, más bien que lamentar- compartieron todos una cena como no debe haber habido otra en ese momento.
Hoy, a unos kilómetros de los huesos del pernil y cuando ya parece haber pasado lo peor, el frízer de Norka, se apunta también dentro de las singularidades.
Nunca ha estado tan lleno, pero no es porque esta vecina de la Víbora se haya abastecido en extremo sino porque, solidaria, ofreció esta alternativa a cuanto vecino fuera donde ella quejándose de cómo iba a perder lo mucho o lo poco que tenía en el congelador.
Ahora, si uno se asoma al interior del frízer, tropieza con algo así como un peculiar árbol de navidad atestado de jabitas y paquetes, cada uno con una cintica de color diferente.
Esa fue la condición que puso la duela «para que cada cual luego pueda identificar lo suyo».
En casa del doctor Tony, en San Miguel del Padrón, uno de los primeros lugares donde ya volvió la electricidad, se amontonan ahora mismo parientes, amigos y compañeros de trabajo venidos de los más diversos municipios capitalinos para cargar sus teléfonos, lámparas, radios… y llevarse, al menos, un pepino con agua.
Como todos los tomacorrientes están llenos, hasta el del baño, han armado una colita mientras disfrutan del café que Ada no para de colar, porque más de uno se ha aparecido con el paquetico de la cuota por aquello de «una mano lava la otra».
En muchas otras latitudes de este planeta las situaciones aquí descritas pudieran resultar impensables o un tanto surrealistas. Pero si de surrealismo hablamos, entonces sí parece ganarse la corona el pregonero que, ya bajo los primeros vientos del ciclón, andaba por anunciando a voz en cuello por una barriada de Plaza: «Vaaaaya tu cebolla aquí, cómprala que se la lleva Irma».
A esas alturas todas las ventanas estaban cerradas, las puertas aseguradas. Me pregunto si alguien se arriesgó a salir de su resguardo siguiendo la invitación del vendedor de cebollas.
Bueno, todas-todas las ventanas no estaban aseguradas porque en el mismo barrio podía verse una entreabierta desde la que dos niños lanzaban cohetes de papel para verlos ascender a alturas grandísimas, impulsados por los malos aires de Irma.
Me contó la madre de los dos muchachitos que ayer en la tarde, cuando las cosas empezaron poco a poco a acomodarse, fue a buscar la copia de su certificado de matrimonio que le había costado días de gestiones, colas y esperas.
Lo había dejado sobre la cómoda «porque era para un trámite que tenía que hacer en cuanto todo volviera a funcionar y quería tenerlo visible».
Al ver que no estaba donde lo había dejado, preguntó a sus hijos, los lanzadores de cohetes de papel. Sí el resto ya se lo imaginan. Quién sabe sobre cuantas azoteas sobrevoló aquel documento. Al menos, tuvo un final más entretenido que la aburrida existencia que llevaba entre tomos y folios de alguna notaría.
Justo hace una hora fue testigo de otra escena, que podría ser también muy poco frecuente en otras latitudes:
Asela andaba casi llorando porque no había podido saber nada de su hija, ya una mujer, que vive en Ciego de Ávila. Una vecina, que es también mi vecina, al escucharla, se asomó a la puerta del apartamento para ofrecerle que la llamara por su teléfono celular «que todavía le queda una rayita de carga, aprovecha.»
Cuando finalmente Asela pudo hablar con la hija, respiró tranquila, y también lo hizo mi vecina. Se quedó sin saldo y sin carga, pero también sin la carga de haber sido una mala cubana; ahora, cuando todos tenemos que ser hermanos.