Aproveché mi viaje a Manzanillo para visitarla. Mi primera sorpresa fue saber que aún vivía: me dio clases en la primaria y era ya respetada por su carácter, su inteligencia y su don para relacionarse con niños. Desde mi perspectiva de entonces, era una persona mayor. Ahora me doy cuenta de que a mis diez […]
Aproveché mi viaje a Manzanillo para visitarla. Mi primera sorpresa fue saber que aún vivía: me dio clases en la primaria y era ya respetada por su carácter, su inteligencia y su don para relacionarse con niños. Desde mi perspectiva de entonces, era una persona mayor. Ahora me doy cuenta de que a mis diez años ella no sobrepasaba los treinta y cinco. Lucila, que es como se llama, era a mediados de los 60 todavía una muchacha, y se había graduado en las últimas promociones de la Escuela Normal para Maestros de Santiago de Cuba.
Como mis padres también eran maestros, y amigos de Lucila, me llegaban noticias de ella. En alguna oportunidad le pidieron que dirigiera un centro escolar, y lo hizo bien, pero a regañadientes. Lo suyo, decía, era el aula. Pasó por todos los grados de la primaria y siempre prefirió el primero. Nada comparable, opinaba, al placer de enseñar a leer y escribir.
Vive sola, en la misma casona de madera y tejas que ha soportado peor que ella el desgaste de los años. La gran ventana enrejada que da a la calle estaba abierta, y la llamé. Su sombra encorvada, lenta, fue hasta la sala, preguntó quién yo era. Decidí probar su memoria. Me pidió que me pusiera a la luz, es decir, bajo un sol que en Manzanillo, a esa hora de la tarde, carece de piedad. «Sé que te conozco, pero no doy con tu nombre». Abrió la puerta y me identifiqué». «¡Muchacho!», dijo, y me abrazó. «¿Desde cuándo no venías a ver a tu familia?», reclamó.
Como es costumbre allí, me hizo ir hasta el comedor, me brindó café. Lucila se casó tarde (para la época en que fue joven) con Gregorio, un matancero menor que ella que había estudiado Magisterio en Minas del Frío y Topes de Collantes. Gregorio murió antes de cumplir los cincuenta, cuando Goyito, el hijo de ambos, era adolescente.
«Se hizo ingeniero», me actualizó Lucila. «Pero tú sabes que la cabra tira para el monte. Desde el segundo año de la carrera, allá en Santiago, lo pusieron a dar clases, y dando clases está. Ya se hizo doctor. El primer doctor en la familia». Casado y con dos hijas, Goyito tiene pocas oportunidades para visitar a su madre. En ella se desborda el orgullo por ese hijo al que crió prácticamente sola, «y salió más bueno que un pan. No porque lo diga yo. Allá en la Universidad lo adoran».
La ayudé a preparar una cafetera grande, de seis tazas. «A mí me vendría mejor una de las chiquiticas, porque en esta el café de la cuota se me va en tres coladas», me dijo. «¡Pero son tan caras…!» Se jubiló a los setenta y cuatro años, cuando se dio cuenta de los dolores que se acumulaban en su cuerpo la obligaban a estar más tiempo sentada que de pie ante sus alumnos. «Un maestro no es un papagayo, y menos un locutor televisión. Los niños tienen que ver que uno está vivo. Yo siempre he dicho que dar clases es como conversar. Si tú no te mueves por el aula, si no ves lo que están escribiendo, cómo agarran el lápiz o el libro, si no los miras a los ojos, de cerquita, es mentira que les estés enseñando.»
Después de jubilarse, como se aburría demasiado, decidió contratarse en la Universidad del Adulto Mayor. Todos los sábados se reunía con un grupo de coetáneos, y con ellos hablaba de la calidad de vida en la tercera edad, o de Historia, o de Psicología. «De no haber sido maestra, me hubiera encantado ser psicóloga. Pero en mi época no se podía estar soñando tanto». Un día, de regreso a casa, un mareo la hizo caer en medio de la calle. No se partió un hueso pero se dio un duro golpe en la cabeza que preocupó a los médicos. «Yo sé cuándo retirarme», dijo.
Le pregunté si ahora pasaba el día sola. Goyito paga a una señora que va por las mañanas, limpia la casa, hace el almuerzo. En el resto del día, Lucila, con ochenta y cinco años encima, no tiene otra compañía que la de visitantes ocasionales. «¿Quién queda ya de mis amistades? Los que no se murieron, están peor que yo. Y la mayoría de los que fueron mis alumnos no viven en Manzanillo. O en La Habana» (y noto algo de reproche en la forma como me mira), «o más allá todavía».
Por suerte, uno de esos alumnos tiene un carro que dedica a alquiler, y es quien lleva y trae a Lucila en las muchas ocasiones en que tiene que ir al hospital. «A mí, el pobre, no me cobra un centavo. Y me da una pena… Porque si voy porque las piernas se me acalambran, el angiólogo me remite al cardiólogo, y el cardiólogo al de vías respiratorias, y de ahí al ortopédico. Yo creo que a la única especialidad que me falta por ir es la psiquiatría».
El hijo también se ocupa de pagar la cuenta de la electricidad, que supongo mínima, y algún otro gasto imprevisto. «Pero las medicinas las pago yo. La mayoría son baratas, pero hay unas pastillas de la circulación que valen veinticinco, y cuando te pones a sumar, son casi cincuenta los que se me van al mes nada más que en tratar de curar lo que ya no tiene remedio».
En la medida en que dejamos atrás la memoria y llegamos al presente, el ánimo de Lucila se fue ensombreciendo. «Por ahora no me falta nada. Leche y pan para desayunar, café, aunque sepa a rayos, y de lo demás cada vez como menos. Me sobra el arroz, los frijoles se los cedo a la vecina de aquí al lado, y de vez en vez alguien me regala unos bistecitos de puerco o un muslito de pollo. Cuando Goyito viene, me llena el refrigerador de cuanta cosa hay».
«Pero esto está malo», me dice, como si preguntara. «Muy malo», respondo. «Lo peor que tiene vivir sola es que todo el tiempo estoy pensando, imaginando cosas. Si a Goyito le pasa algo, por ejemplo». «No tiene por qué pasarle nada». «No se sabe. Nada está escrito. Gregorio era un roble y se me fue en un suspiro». Comprendo que está diciéndome a mí lo que se ha dicho a sí misma muchísimas veces. «¿Tú sabes a lo que le tengo más miedo? A morir en la miseria».
Estuve a punto de preguntarle qué es para ella la miseria.
«Yo sé que este gobierno nunca me va a abandonar, y mientras tenga techo, algo que comer y médicos que me atiendan, voy durando».
«¿Y usted cree que pueda perder eso?»
«Bueno, el techo es mío, y salvo que venga un ciclón, nadie me lo va a quitar. De lo demás, no estoy tan segura. El asunto, cuando se tienen tantos años, es que uno ha visto demasiado.»
Le prometí que pronto volvería a Manzanillo, que seguiríamos conversando. «No seas bobo. A ti ya no te vuelvo a ver».
Fuente: http://oncubamagazine.com/columnas/miedo-morir-la-miseria/