«Dejé un temblor, dejé una sacudida,un resplandor de fuegos no apagados.» (del poema Lo que dejé por ti de Rafael Alberti) Se nos ha quedado un homenaje por el camino, otro más supongo. Se nos ha ido Antonio José Domínguez, ¡quién nos hablará ahora de la gran literatura! Durante casi tres décadas Antonio ha escrito […]
«Dejé un temblor, dejé una sacudida,
un resplandor de fuegos no apagados.»
(del poema Lo que dejé por ti de Rafael Alberti)
Se nos ha quedado un homenaje por el camino, otro más supongo. Se nos ha ido Antonio José Domínguez, ¡quién nos hablará ahora de la gran literatura! Durante casi tres décadas Antonio ha escrito de teatro, poesía y novela en Mundo Obrero . Cientos y cientos de páginas llevan su sello inconfundible con ese escribir difícil, tortuoso en ocasiones, pero sólido y trabado como orfebrería fina.
Me consta que el director de MO, Ginés Fernández, tenía en mente un homenaje, quizá en forma de libro que recogiera sus mejores entrevistas, y habría sido bonito que él mismo presentase su antología -sin duda habría dado pie a un nuevo texto memorable-, pero no ha podido ser. Otros lloraremos por Antonio el día de la presentación. También Gema, la coordinadora de la redacción de MO, había propuesto una entrevista, algo así como «de entre todos los clásicos ya sólo nos falta Antonio», y ese cara a cara se me ha escapado a mí. Pido disculpas, lo lamentaré siempre.
La última vez que nos vimos fue en la fiesta del PCE hace tres o cuatro años, en la presentación del libro de Manuel Fernández-Cuesta. Otro grande que nos dejó. Durante mucho tiempo quedábamos los tres a comer los viernes, y hablábamos de literatura y de política, y al final de la sobremesa echábamos un ojeo por los puestos libreros de la Cuesta de Moyano o nos perdíamos hacía alguna ‘librería de viejo’ o escrutando los últimos saldos en el VIPS de Fuencarral. Yo guardaba silencio mucho rato y les oía a ellos hablar de editoriales y de ediciones. Cuando salía alguna cosa que merecía la pena nos la regalábamos. Casi siempre era yo el agraciado. A ellos, que sabían lo que leían, ya les sorprendían pocas cosas…
Manuel le decía a ‘Tito’ Antonio que lo suyo era una «mala salud de hierro». Era una forma de hablar, claro… En realidad Antonio fue toda su vida de salud quebradiza. Me imagino a sus padres, en aquella posguerra de pueblo, en la provincia de Huelva, haciendo lo imposible para que su hijo pequeño saliera adelante y pudiera tener estudios. Como otros muchos estudiantes andaluces, por alguna razón que no tengo clara, acabó estudiando en Barcelona -también fue el caso de Julio Anguita-, y en Cataluña comenzó a trabajar de profesor de Lengua y literatura. Muchas de sus amistades nacieron allí, lo mismo que su militancia comunista.
Cuando yo comencé a colaborar en Mundo Obrero hacía 1983, en una redacción de toma pan y moja, Antonio ya estaba por allí. Los jueves, día de entrega en el semanario, eran de mucho bullicio en la sede de Santísima Trinidad, pues los textos mayormente se entregaban en mano. El fax todavía se estaba inventando. Siempre tímido y de escabullir fácil, siempre con su pitillo dispuesto a punto de ceniza y siempre iba pertrechado con un libro en la mano. Ese libro podía ser de Louis Aragón, Cernuda, Vázquez Montalbán, García Montero, Rafael Chirbes, Umbral, Buero Vallejo, Alfonso Sastre, Alberti, María Teresa León, Lourdes Ortiz, Fanny Rubio, José Mª Valverde. Ya jubilado Antonio pasó largas estancias en París, perfeccionó su francés y se zambulló en la gran literatura gala.
Estoy seguro que alguien, algún día, se «enterrará» en el archivo del PCE/Mundo Obrero para estudiar qué literatura ha interesado a los comunistas y qué autores comunistas han interesado a la sociedad española (con perdón) de estas últimas tres décadas. Brindo esta idea para un trabajo de doctorando. Ya adelanto que no perderá el tiempo. Una gran parte de todas esas futuras notas a pie de página reconocerán la presencia y el trabajo de Antonio José Domínguez. Un trabajo con mucho rigor y con mucha emoción. Esa es la mezcla. Antonio, de trato nada fácil para amigos, jefes de redacción y otros especímenes sociales, era un tipo que no admitía así como así los encargos, o encontraba sentido a las cosas o mejor era no hacerle perder el tiempo. Hacía bien. «Hay mucho y bueno que leer», decía.
Me pregunto qué será a partir de ahora de su biblioteca. ¿Es así como se nutren los puestos de la Cuesta de Moyano? ¿Ese es el destino de vuelta de la biblioteca de alguien que pasó horas y horas buscando ediciones curiosas y llenando estanterías de pequeños hallazgos literarios? ¿Volverán en cajas a Moyano todos esos volúmenes, de nuevo desordenados, como las fichas de un dominó listas para una nueva partida? Así pensado parece una idea manriqueña -poeta muy del gusto de Antonio-, aunque seguro que conociendo sus «monomanías» ya tendría previsto el futuro de sus libros.
Hay quien dice que con la muerte de un viejo se pierde también una enciclopedia. En el caso de Antonio José Domínguez eso es exactamente así. Da dolor observar de cerca lo rápido que se pierde todo el saber tan lentamente acumulado. Lectura tras lectura, conversación tras conversación. Yo creo que Antonio, a pesar de sus dolencias, cabreos y amarguras, nunca tuvo la esperanza perdida. Luchó contra sus enfermedades, luchó contra los dogmatismos, luchó contra la estupidez, luchó contra la ignorancia -fue un grandísimo profesor- y también luchó contra el olvido. Y esta tarde ‘Tito’ Antonio, «con la ciudad dormida en la garganta», habrías de saber que ya se te echa de menos.