La lectura del independentismo ‘procesista’ fue errónea por pensar que el régimen del 78 necesitaría dialogar para no perder Cataluña
El proceso independentista catalán está teniendo, de momento, unos resultados desastrosos. Tras la proclamación simbólica de la república, la excusa para el 155, previsto de cualquier forma, estaba dada. La Generalitat fue intervenida y cualquier poder administrativo que pudiera tener su Gobierno fue disuelto. Sin reconocimiento internacional, capacidad de financiación y control del territorio y fuerza pública no había ninguna posibilidad de éxito. La resistencia civil y la desobediencia, sin nada de lo anterior, eran poco más que una invitación al martirio. El camino de la unilateralidad, por otro lado el único disponible para una secesión en España, hubiera requerido de forma ineludible de estos condicionantes para hacerse efectivo.
Sin embargo, nadie en la Generalitat contempló realmente nunca esta situación. El procés, que lógicamente la CUP dio por acabado al sucederse el referéndum, nunca terminó y continuó con su estrategia de dar pasos hacia delante, hacia un lugar al que se llegó pero donde, materialmente, aún no se podía llegar. La intención era que algo se conseguiría desde el Gobierno central. Hoy la mayor parte del Ejecutivo catalán está en la cárcel y su presidente en el limbo belga con la estrategia de internacionalizar el conflicto.
La lectura del independentismo procesista fue errónea, no por carecer de plan b para una independencia que nunca creyeron conseguir inmediatamente, sino por pensar que el régimen del 78, débil, necesitaría dialogar de algún modo para no perder Cataluña. La negociación hubiera sido necesaria para resolver el problema, no para convertirlo en el 23-F de Felipe VI.
El bloque monárquico, por otro lado, hoy parece triunfante tan solo por su único éxito real: la alucinación colectiva que han conseguido imponer a la sociedad española. Nadie se hace ya la única pregunta capital que merece la pena contestarse: ¿por qué más de dos millones de catalanes son independentistas? La respuesta ha dejado de interesar una vez que la política ha sido emparedada entre el legalismo y la represión. Precisamente la legalidad, que tanto se ha enarbolado, ha sido retorcida para encarcelar a los líderes sociales y parlamentarios del independentismo, quedando expuesto el carácter parcial del sistema judicial, eso sin todavía conocer el resultado de la extradición desde Bélgica.
Los cuerpos de seguridad no solo se mostraron incapaces de parar la votación del 1 de octubre, a pesar de la violencia desmedida, sino que además han dejado un goteo de irresponsabilidades, desde el «a por ellos» hasta las mofas hacia Junqueras, que ponen en entredicho su profesionalidad. El sistema mediático, ya con una credibilidad cuestionable, se ha cerrado en banda convirtiéndose en poco más que un altavoz orgánico del Estado. Las bandas de ultraderecha han hecho su aparición a la vista de todos llenando de agresiones las calles de medio país.
Respecto a los partidos del bloque, Ciudadanos, el presunto relevo centrista, moderno y moderado del PP, ha dejado libre su pulsión extremista, sobrepasando a personajes tan escorados a la derecha como Albiol. El PSOE del Sánchez renacido ha resultado una mera comparsa oportunista, primero incluso apuntándose a las banderas blancas del diálogo, para acabar fingiendo ser el freno de un PP a todas luces acelerado. Ha sido Rajoy, junto con la CUP, el único protagonista coherente en todo este asunto, haciendo justo lo que se esperaba de él: nada. Al menos ha sido más moderado retóricamente que la mayoría de su partido, que ha mostrado su espíritu más autoritario por boca de Casado. El rey apostó por la continuidad de su corona vinculada al plan restauracionista, no por desempeñar el papel de mediador tan pregonado por los periodistas de cámara.
Y todo esto, ¿para qué? Para volver a un punto peor que el de partida en las elecciones catalanas del 21 de diciembre que, según todas las encuestas publicadas hasta el momento, no variarán el mapa político. El 22, pase lo que pase, Cataluña no habrá estado nunca tan lejos del resto del país. Les recuerdo, por cierto, que de las tres últimas citas electorales unas se tuvieron que «repetir» para evitar la entrada de Podemos en el Ejecutivo, las siguientes se resolvieron tras el golpe en Ferraz y estas han sido convocadas de forma excepcional tras el 155. Y es que esa es justo la palabra para definir, no solo la crisis catalana, sino la situación en la que ha entrado la política española desde hace unos años: la de un estado de excepcionalidad permanente.
En principio lo esperable es que tras una crisis económica soterrada con medidas austericidas, unas instituciones podridas por la corrupción, una quiebra territorial gravísima y una respuesta violenta y autoritaria a la misma, es decir, con todo el panorama visto en los últimos párrafos, la ciudadanía se hubiera girado no solo hacia los actuales gobernantes, sino hacia sus socios e incluso hacia la Corona y hubiera dicho basta. Basta de hablar de soberanía nacional cuando la misma se entregó servilmente a los banqueros alemanes, basta de hablar de justicia fulminante cuando esta se ha mostrado débil y timorata contra los patriotas con cuentas en Suiza, basta de hablar de egoísta burguesía catalana cuando toda, la catalana y la española, unió fuerzas en la represión de las protestas sociales. Basta de dar palos a la gente en Barcelona, Murcia o Madrid. Y sí, esto hubiera sido lo esperable para un observador externo que desconociera qué llevaba cocinando a fuego lento la derecha estas últimas dos décadas y qué efecto ha tenido en la sociedad española.
Este otoño rojigualdo es el 15-M que la derecha llevaba esperando mucho tiempo. Permítanme la comparación, pese a saber las enormes diferencias entre un momento y otro, puesto que los resultados están siendo complementarios por oposición: mientras que la indignación del 2011 fue la cabeza de playa para un movimiento destituyente al régimen del 78, la del 2017 es la punta de lanza para su restauración bajo unas coordenadas aún más conservadoras.
La mayor diferencia es que mientras que la primavera española fue un movimiento más o menos autónomo, este otoño patriótico está siendo completamente dirigido por el régimen del 78 para canalizar el descontento de la población contra el independentismo (y no nos engañemos, contra la propia idea de lo catalán). Lo cual no implica que ambos escenarios sean transversales, tanto a nivel de clase como de ideología. En el actual, si bien los participantes más efusivos -aquellos que acuden a las manifestaciones y cuelgan su bandera en el balcón- son seguramente votantes convencidos de derechas, se ha producido un efecto arrastre por saturación que ha acabado por convencer o desactivar a ciudadanos progresistas que no han encontrado una posición en la que situarse.
Y aquí está una de las claves del asunto. Mientras que el 15-M rompió con el eje ideológico por tratarse de un movimiento de radicalidad representativa y estar impulsado, en un primer momento, por un descontento de aspiraciones truncadas de clase media, joven y poco identificada con la izquierda tradicional, el otoño rojigualdo pretende pasar por algo desideologizado y no nacionalista, tan solo como la reacción natural de la gente al ver en peligro su democracia amenazada por el «desafío separatista».
Es cierto que el discurso de la legalidad ha sido imbatible. De nada ha valido hacer notar la hipocresía de los corruptos o que, si bien la política debe estar regida por una norma constitucional, es tan peligroso como tramposo limitar la solución de los conflictos a una norma profundamente ideológica, blindada al cambio y nacida en un contexto de vigilancia militar franquista. Lo cierto no es que, de repente, la sociedad española se haya vuelto amante de la Constitución, sino que eso llamado legalidad ha valido como la coartada retórica perfecta para evitar el debate sobre las causas profundas de la situación.
Pero si hay un elemento que está haciendo de este otoño rojigualdo una verdadera alucinación colectiva ese es el españolismo. No hablamos de un sentimiento de pertenencia al país más o menos marcado, de un aprecio por las tradiciones, símbolos o características nacionales, sino de una ideología reaccionaria, excluyente e interesada que las clases dirigentes requirieron desarrollar especialmente tras el Desastre de 1898. Si el españolismo contó con la mitología de la Reconquista y la incorrecta asimilación del Imperio Español al país contemporáneo, la derecha actual entendió hace un par de décadas que para su renacimiento harían falta más materiales.
El primero fue toda una corriente revisionista que transformó la dictadura franquista en un mal necesario, casi un hecho apropiado que nos libró del comunismo. Un tiempo de desarrollo, de extraordinaria placidez, que situó, adivinen, los intereses de España por encima de todo. La razón no fue solamente sentimental, de obvios lazos familiares, sino de permitir a la derecha jugar con la idea del españolismo sin miedo a mancharse. El segundo material fue recuperar una bandera, que permanecía arrinconada en los cuarteles y edificios oficiales, a la que la población no miraba con hostilidad pero tampoco con simpatía. Si Aznar dio el pistoletazo de salida con su gigantesca Rojigualda en la plaza de Colón, fueron los éxitos deportivos de la primera década de siglo los que normalizaron su uso.
El problema no reside en la bandera en sí misma, ni en su utilización festiva, sino en el perverso uso político que se ha hecho de este mecanismo de asimilación. Si España, como concepto, no despertaba grandes furores patrióticos, gracias a los éxitos deportivos empezó a ser algo triunfante con lo que identificarse, de una forma primaria y emocional, aunque efectiva. Una vez conseguido este objetivo el siguiente paso del españolismo fue asociar su idea de país, involucionista y excluyente, con la totalidad de España, logrando así que un movimiento independentista no se perciba como un problema territorial político, sino como un ataque al orgullo individual del ciudadano. Pero no solo. Cualquier crítica a su clase dirigente seguirá el mismo camino y será entendida como un ataque a la nación en su conjunto. La estrategia no es nueva, se utilizó durante el franquismo, donde existían los españoles de bien y el resto, elementos con intenciones oscuras que no luchaban contra la dictadura sino contra la propia España.
La absurda polémica con la camiseta de la selección de fútbol demuestra el histerismo del sector que domina la narrativa del españolismo, pero también la enorme importancia que el deporte tiene para su estrategia. De hecho, la presunta bandera republicana que aparece en la enseña -una divertida casualidad cromática, poco más- no se explica como una idea diferente de España, sino como una idea contra España. Triste destino para la parte más honrada y decente de este país que aún permanece enterrada en las cunetas.
La ausencia de un discurso alternativo ha hecho que la alucinación colectiva parezca aún más fuerte. Si la izquierda es incapaz de situar en primer plano del debate público el conflicto de clase (al fin y al cabo el que le da naturaleza) debe pensar en las maneras de disputar el concepto de país a la derecha: aceptar el papel hispanófobo y traidor del que injustamente ha sido acusada, situarse voluntariamente a la contra, le pasará una factura durísima.
En este artículo se han repetido insistentemente las ideas que destapan al españolismo como una coartada para tapar con la bandera los intereses de clase de la burguesía española. Pero hará falta algo más que esto y que la adaptación de símbolos y palabras, algo percibido como una artificialidad y un volantazo por la población. Ni a Carrillo le valió envolverse en la rojigualda ni a Podemos usar patria como un significante vacío.
Existe una riquísima tradición cultural republicana española que parte del XIX y que ha sido olvidada por la izquierda actual que puede hacer frente a esa rancia mitología de arcabuces oxidados.
Las banderas desteñirán, tarde o temprano, en los balcones. Será entonces cuando toque hablar del país real, cuando la alucinación colectiva llegue a su fin. Aguanten, los despertares más duros son los más furiosos.
Fuente: http://www.lamarea.com/2017/11/08/el-otono-rojigualdo-una-alucinacion-colectiva/