Mientras algunos «historiadores» no dejan de demostrar que el pasado puede modificarse, la historia de los grandes acontecimientos, tal y como ya apuntara Voltaire en su momento, apenas seguirá siendo la historia de sus crímenes.
No cabe duda: silenciar no es convencer. De lo primero sabe mucho Donald Trump y su política de muros, ya sea construyendo propios o aplaudiendo «ajenos»… de lo segundo, eso es otro cantar. El reciente anuncio de que «su país» reconoce a Jerusalén como capital de Israel y que, por ende, va a trasladar la embajada estadounidense a esta ciudad ha provocado la consecuente oleada de protestas en todo Oriente Medio. Como se sabe, el 21 de diciembre, la Asamblea General de las Naciones Unidas rechazó cualquier acción o decisión que pudiera alterar el estado de la ciudad de Jerusalén especificando que no tienen validez legal y ponen en riesgo la solución biestatal entre Israel y Palestina.
Por su parte, el representante de Israel ante la ONU, Danny Danon, exhortó a los países miembros a que no se metieran en camisa de once varas y, no conformándose con calificar la resolución de «fraude», acusó a los que votaron a favor de haber sido «manipulados» por Palestina, para acabar recordando que «ninguna resolución puede reescribir la historia».
Y es que en efecto, de eso se trata, de darle el peso que se merece a dicha ciencia social: la historia, la misma que, tal y como dijera George Orwell allá hacia 1944, siempre la escriben los vencedores. Algo que supo secundar con elocuencia el historiador autodidacta Winston Churchill al argüir que la historia sería generosa con él, puesto que tenía la intención de escribirla. No en balde, aunque nunca mostró un gran interés por la historia social o económica, en 1953 recibiría el premio Nobel de literatura por «su dominio de la descripción histórica y biográfica».
A su vez, la expresión «camisa de once varas» tiene su origen en la Edad Media y hace referencia a la ceremonia de adopción en la que el padre debía meter al niño por la manga de una camisa grande, hecha para la ocasión, como símbolo de aceptación de la responsabilidad tomada por decisión propia. El dicho además refleja las dimensiones de la camisa, la cual no podía medir once varas. Actualmente, la expresión designa el hecho de «meterse una persona en asuntos o problemas que no conoce, que no le competen o que no reportan ningún beneficio». Y es que Danny Danon parece conocer tanto el aforismo de Orwell como quienes son los vencedores en «su historia». En su mente probablemente la historia de su país se configuró con el nacimiento del movimiento sionista, cuando Theodor Herzl, a finales del siglo XIX, defendió el reagrupamiento de la población judía dispersa por el mundo y se eligió Palestina -la tierra donde se fundó el judaísmo- como lugar de asentamiento. Desde entonces se ha pasado por el acuerdo de Sykes-Picot y la declaración de Balfour, la II G. M., la Guerra de los Seis Días y la guerra de Gaza, hasta llegar a las diversas intifadas. Y entre todos estos momentos históricos, la vida…. y la muerte. El conflicto, constante aunque solo aparezca de manera intermitente en los medios, se tiende a presentar sin solución posible. Tan solo cabe la ley del más fuerte, parece querer decirnos nuevamente la historia oficial. Y es que sin duda alguna Danny Danon no solo sabe lo que dice sino donde lo dice: la ONU, en la cual se esgrime el derecho a veto. Un derecho tan histórico -al haber sido realizado por los países que desempeñaron una función fundamental en el establecimiento de las Naciones Unidas- como injusto. Los creadores de la Carta tuvieron a bien otorgarse un poder especial: el derecho de veto. En este contexto no es de extrañar que el voto de la Asamblea General del 21 de diciembre se realizara en una sesión de emergencia, tres días después de que el Consejo de Seguridad no lograra aprobar un proyecto de resolución parecido, debido al uso de poder de veto de los Estados Unidos.
Pero es que del mismo modo que el pasado puede modificarse tal y como se empeñan en demostrar una y otra vez los historiadores, la historia no es justa. De ahí que siempre la escriban los vencedores, aunque en ocasiones el paso del tiempo acabe por dar voz a los vencidos. Si la historia la escriben los que ganan, eso implica que hay otra historia, la de los vencidos. En este sentido, es posible que Churchill fuera el último y más influyente exponente de la historia según el concepto «Whig», el cual se basaba en la creencia de que el pueblo británico tenía una grandeza única y un destino imperial y que, por tanto, su historia debía verse como la narración del progreso de una nación hasta alcanzar dicho destino. Se puede seguir escribiendo la historia con letras doradas en el cielo para que aquellos que viven en las cloacas puedan leerla cuando alcen la vista pero quizá, según advirtiera Oscar Wilde, el único deber con la historia sea rescribirla.
Hoy en día, cuando las visiones de los vencedores se escriben como verdades axiomáticas, más que defender la historia de «los peligros» que la acechan, el historiador tiene que salir al encuentro del pasado, el mismo que todos se afanan en modelar a su antojo. Allí, desde el ayer, movido por la austera pasión de la prueba, deberá escuchar e hilvanar las distintas voces y testimonios de los mundos que una vez fueron y que quizá, pese a la reticencia de muchos, siguen siendo. No deja de ser revelador como en las cortas semanas transcurridas desde que Trump declarara Jerusalén como capital de Israel, hayan surgido tres nuevas imágenes icónicas en Hebrón, Gaza y la aldea de Nabi Saleh, cerca de Ramallah. Primeramente la de Fawzi al-Junaidi, cuya foto, rodeado por el ejército Israelí, supo reflejar el uso y abuso de la fuerza que este practica. Después, la de Ibrahim Abu Thurayyah, un palestino de Gaza de 30 años que había perdido ambas piernas en el asalto israelí de 2008 contra Gaza y que recibió un disparo en la cabeza el 15 de diciembre mientras protestaba contra la decisión de los EE.UU. Finalmente, las de Ahed Tamimi, una niña palestina de 16 años que se enfrentó a los soldados israelíes después de que su casa fuera saqueada y que a día de hoy está encarcelada, aislada y atada en una cárcel israelí.
Hay quien quiere aplastar con «su historia» el peso de las memorias que no dejan de forjarse, para construir perspectivas monolíticas bajo la premisa de que unos escriben la historia y otros la padecen. Son los mismos que olvidan el aforismo de Cicerón que advierte que «El que sufre tiene memoria». Al poder le resulta difícil escapar a la tentación de cambiar el pasado, borrarlo, modificarlo o simplemente inventarlo a modo de un tiempo ejemplar y heroico adaptado a las necesidades actuales, aunque eso suponga entrar en el terreno de la ficción. Frente a él se alza la memoria colectiva, contingente e inestable, con contornos que no son permanentes en el tiempo y sujeta a la reconstrucción, pero capaz de involucrar múltiples voces y verdades, combatiendo los límites de la versión oficial. Un tipo de resistencia que en el caso de Palestina da voz a lo borrado y que clama a la sociedad occidental en general y a los historiadores en particular, la importancia de no abandonar la construcción crítica del pasado. Una historia que apegue a la realidad, que refleje lo que en verdad hemos sido más que lo que hubiéramos querido ser y que en suma, nos permita seguir analizando el pasado y el presente al margen del discurso oficial de los Estados más poderosos.
José Antonio Mérida Donoso, profesor de historia y doctor en filología.
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